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ÓLEO SOBRE LIENZO

Actualizado: 1 dic 2019


Michel Prieto Bernal

Bogotá, Cundinamarca

Estudiante de Letras en la Universidad de Buenos Aires, Argentina


Ella, de pie bajo el dintel de la lavandería. Yo la miraba, el fondo azulado, espeso, enrojecido a ratos por el atardecer extinto que entraba directo a resplandecer en sus cabellos, y más allá, sobre su frente calma y dolencias interiores. Me miraba, y yo, turbio, perdido entre la multitud grisácea, tratando de evitar sus ojos.


Nadie notó mi presencia. Aún hoy sigo creyendo que ella, donde esté, no me guarda en su memoria.


Llegó en enero, para entonces, había poca actividad y demasiada energía. En el primer recuerdo que conservo de ella está sentada en el anden, frente a la droguería. Lloraba, pero no desconsolada, más bien por inercia, como si le fuera necesario derramar lagrimas para continuar existiendo. La recuenrdo enjuta y andariega, con esa ropa desdeñosa que revelaba el tránsito largo entre aquel barrio lirondo y otro lugar aciago de la ciudad. Bastaba perderse en sus pupilas para saber que tenía la mala costumbre de abrazar con los dos brazos y reír a mandíbula batiente. Es común que un habitante de la calle, como los llamamos infundidos por la falsa hermandad, posea la mala cualidad de entenebrecer hasta la pobreza, y de conturbar a las mentes más disueltas; ella en su cualidad de habitante de calle primero conturbaba, luego entenebrecía y al final era el trazo faltante sobre cualquier lienzo inacabado del barroco, probablemente de haber tenido una vida bienaventurada o de haber sido feliz habría enardecido el arte de cualquier tiempo.


Se le veía cómoda en su melancolía, a veces me daba la sensación de observar su cuerpo mezquino fuera del tiempo y del espacio, precisando un lugar para ubicarla. Y decían, las otras víctimas de curiosidad, y lo comprobé al verla un par de veces, que se ponía de pie cada dos días a las cuatro de la tarde y en un alarde de magnificencia cruzaba sus manos a un compás imaginario, y daba conciertos con un violín invisible e insonoro. Cuando terminaba el acto, hacía la venía, lloraba para existir y volvía a entenebrecer la acera que le tocará. Suponían quienes disfrutan de la suposición que a esa hora le tocaba la dosis.


Ocurre algo bello por no decir ridículo en las comunidades. Se encariñan con facilidad. Al poco tiempo de su llegada, la mujer del violín imaginario acabó convertida en el nuevo perro callejero, y los habitantes de este tan extraviado barrio se turnaban para que tanta belleza no muriera famélica, o quizá para que no se fuera. A causa de la admirable labor humanitaria el concierto seguía ocurriendo, y cada vez que algún insensato extraño la llamaba loca le replicaban en voz baja: no le diga así, pobrecita. Habría valido preguntarle si prefería estar loca o ser la pobrecita. Pero cuando tuve la ocasión de hablarle no lo recordé.


Ese día pasaba por la iglesia –pasar es diferente a concurrir–, más bien diré que caminaba por allí a causa de la casualidad fortuita que impulsó la edificación de una panadería a inmediaciones de la iglesia, y apareció caminando a mi lado. No sabría decir aún hoy si llevaba su locura intacta o su naturaleza viva. Daba un par de notas al aire, se turbaba y volvía a intentarlo. Me miró y me dijo que estaba practicando. Yo pensé que existían muchas maneras de combatir la nada. Le dije que quería conocer hasta los detalles más íntimos de su propio fin. Se quedó en silenció. Pensé que no me había entendido, luego noté que seguía tras de mí tocando su violín.



Se parecía un poco a todas las personas que han tenido desgracias. Y yo disfrutaba de esa torpe semejanza. Le quise dar algo de comer pero se rehusó. De pronto me enteré de su triste amistad con las manzanas y de su fuerte relación con el amarillo. Dialogamos sobre los significados contrarios, el sentido que le damos a las cosas, sabía tanto y no sabía nada. Indagué por el violín, ella me contesto ¿cuál? El que tocas cada dos días a las cuatro de la tarde, con el que venías practicando. Pero si yo no toco nada, yo pretendo que estoy tocando. La locura era mía entones, contesté. ¿Y por qué pretender? Me transmitió la fruición que sentía al no dejar de usar sus manos. Alguna vez, muchos años antes, fue música o al menos lo intento. Ahorró para comprarse el violín, consiguió una audición en la filarmónica más importante de la ciudad, la que acostumbra a dar conciertos cada dos días a las cuatro de la tarde. De camino le robaron el violín, le golpearon la cabeza y la arrojaron en cualquier parte. Ella se levantó buscando su violín, buscando su cabeza y dispuesta a dar conciertos a las cuatro de la tarde.


No la volví a ver. Habrá ido a otro barrio donde seguirá dando sonatas, transmitiendo la melancolía de lo que no se puede hacer.


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