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  • Foto del escritorRevista Lexikalia

El borrón de la fotografía

David Martínez Balsa

La Habana, Cuba

Tecnólogo


I

Al despertar, mis oídos encontraron los sonidos habituales de la casa, asfixiados bajo otro aún más potente. Ahí estaban la radio, el agua brotando de la pila del lavadero, los siseos de la olla de presión. Y encima de todos; chillona e inclemente, cual la bota sobre el insecto, martilleaba la voz de mi padre.


Me costó trabajo reconocerla al principio. Era diferente. Un remix de la anterior, de la usual, suavizada por un tono cariñoso, esa que acarreó las palabras mi chama, carajo, el primer día que mi padre fue a visitarme a la previa del servicio militar. La voz que me sacó del sueño no tenía relación alguna con la que alejaba de mi hermana sus temores a la oscuridad. Esta era ronca, incitadora de nervios; inyectaba en los oídos un veneno que mataba todos los buenos recuerdos que albergara de mi padre. Dejé la cama y salí a la carrera de mi cuarto, en dirección a la voz. La encontré en la sala, alojada en mi padre, saliendo de él a chorros que iban a estrellarse contra mi madre quien, incapaz de esconder el miedo, retrocedía varios pasos. Logré interponerme entre ambos al verlo levantar el brazo. Pretendía solo señalarla y acompañar el gesto de otra de las tantas reprimendas que profería. Pero al vislumbrar su expresión, sospeché, me volví el guardián inflexible al acecho de cualquier brazo que se alzara.


La discusión se originó por motivos de tan escasa relevancia que no lograron otra cosa excepto agravar mi incredulidad ¿Cómo podía estar yo delante de ese hombre? Él, que cuando me coloqué en el espacio que le impedía llegar a mi madre, me gritó que saliera del medio, que eso no era asunto mío, que ella debía aprender. Palabras de verdugo, de dictador. Todas venían de esta persona, quien a cada segundo se tornaba más y más en una figura borrosa que emitía sonidos.


Mi madre, de súbito, empezó a contestarle. Me extrañaba que no lo hubiera hecho antes, ella que no es de quedarse con las réplicas en la boca, tuve que encararla y pedirle que callara. Me hacía difícil el esfuerzo de evitar a mi padre alcanzarla.


—¡Vete! —le dijo él, por encima de mi hombro. Me empujaba a un lado y yo, deseoso de clavar los pies en la tierra, resistía a duras penas. Me giré y le di un empujón.


—¡Está bueno ya, cojones! —le espeté. Abrió mucho los ojos y durante varios segundos, pensé que se detendría. Casi me tumba al lanzarse de nuevo a la carga, solo que se desplazó un poco a la derecha. Buscaba el espacio entre el sofá y yo. Mis veintiséis años ganaron el duelo de velocidad contra sus sesenta. Apretó los dientes al saber frenadas de nuevo sus intenciones de agarrar a mi madre.


—¡Qué te quites, coño! ¡Ella es una malagradecida! —gritó después, en medio del forcejeo conmigo. —¡Esta es mi casa, que se vaya pa’ la pinga hoy mismo!


Que se vaya pa’ la pinga hoy mismo. Así decía él de la mujer a la que enamoró hace treinta años, mientras ambos eran estudiantes. Todos los días se encontraban en la guagua. Mi padre, que cogía el transporte en la primera parada, le cedía el asiento a mi madre tres paradas después. Ella, agradecida, escuchaba sus chistes, hasta que llegó el punto en el que lamentaba su ausencia y demandaba justificaciones.


Cuántas fotos de eventos felices desfilaron ante mis ojos al ver a mi padre ofrecerme batalla. Rogaba que me apartara. Exigía a la mujer que eligió para transitar la vida juntos, que saliera de su casa, la casa que ambos erigieron con sudor y años de sacrificio. La vieja aprovechó mi función de muralla para escabullirse a nuestra izquierda y marcharse por el pasillo, en dirección a la cocina. Mi padre, insatisfechas aún sus ansias de vomitar los restos del monstruo en el que se había convertido, la siguió a través del pasillo, conmigo detrás. Llegamos a la cocina y allí volvió a romperse el corojo, con más fragor que en la sala. El viejo pedía a mi madre que se disculpara. Ella, una mujer independiente siempre dueña de sus decisiones y un poco cabezadura, decía que nada de disculpas; la razón era suya.



Ilustración: Anderson Montiel @mostro_cinico / Palmira, Valle del Cauca


—¿Ves? —insistió mi padre, clavándome la vista en busca de mi aprobación.

En veintiséis años creí conocer a mi padre, tenerlo moldeado a la medida en la que yo aspiraba algún día calificar. Y, víctima de una ingenuidad que robaba el aliento, di por sentado que ese molde nunca sucumbiría. Recuerdo que mientras lo sujetaba, seguía renuente a creer lo rápido que se desmoronaban dos décadas de creencias en la fuerza interna de un hombre.


—¡Discúlpate, vieja! ¡Discúlpate que tú sabes que te equivocaste! —monstruosa, esa voz mordía mi rostro, lo circundaba y venía a morir a oídos de mi madre, quien no dejaba de mover la cabeza en un gesto de negación.


La miré de soslayo y ella debió ver en mis ojos la súplica de que mandara su orgullo a casa del carajo y se disculpara. Si a eso se reducía poner fin al enredo, si evitaba el golpe de gracia a un matrimonio que desde hacía rato flaqueaba, mejor hacerlo y punto.


—Está bien, disculpa —dijo tras una larga pausa.


Miré a mi padre; la telaraña oscura que le fruncía el ceño permanecía ahí.


—Eso tú lo dices de dientes para afuera —espetó de repente y avanzó hacia ella hacia ella. Volvió a tropezar conmigo y en un movimiento rápido, lanzó un puñetazo por encima de mi hombro. Pude levantar un poco el brazo y reducir la intensidad del golpe. Eso y el hecho de que mi madre retrocedió a tiempo, evitaron que la mano del viejo la rozara.


El siguiente grito fue mío:


—¡Oye, ¿qué pinga te pasa, compadre?! —dije, empujándolo con más fuerza de la que pretendía. Tropezó con sus pies y vino a chocar con el fregadero, que detuvo su caída. —¿Hasta cuándo va a ser ésta mariconá por una bobería?


—Pero es que ella… —empezó él. Ni lo dejé llegar a media frase.


—Ella ni cojones. Ya. Para —di un par de pasos hacia él. Noté que en su expresión asomaba el miedo. —Atiéndeme bien: si le pones un dedo encima a mi madre, las perdiste todas conmigo; y con mi hermana, más todavía. Mira, hasta te voy a dar el chance.


Me aparté de su camino, en una oferta de vía libre.


—Vaya, ahí la tienes —dije. —Decide.


Demoró un rato en elegir. Lo suficiente para que yo, a la espera, me distrajera. Pensé que su edad castigaría con lentitud a la hora de moverse, pero olvidé el otro factor en juego. La ira que seguía vigente y que no iba a ceder.


Lo comprendí en el mismo momento en que el viejo se adelantó un paso y abofeteó a mi madre. Incrédulo, perdido en los funerales que mi mente llevaba a cabo en honor al hombre que fue mi padre, me congelé al verlo arrodillarse sobre ella y golpearla, ahora con los puños.


II


Salgo de mi estupor cuando el segundo puñetazo del viejo le rompe la nariz a mi madre. Enseguida me coloco a su lado y meto las manos bajo sus axilas para sacárselo de arriba. Perplejo ante la resistencia y tras un primer intento fallido, agarro aire y de un fuerte jalón, lo aparto de la vieja.


Él, con un grito, se precipita atrás, cae sentado y desde el suelo, me lanza una mirada en la que veo a la vez remordimiento y reproche. Veo de todo, excepto a mi padre.


—Quítate del medio —me exige al incorporarse.


Mi padre, coño. Presente en todas las graduaciones de sus hijos, en cada cumpleaños, el consuelo en nuestros corazones deshechos, consejero y amigo fiel, custodio de nuestros sueños, el ingeniero de quienes somos. Ese es este tipo.


—¡Que te quites! —exclama.


Y se me tira arriba. Reconozco en sus ojos que nada lo detendrá, ni las palabras, ni mi cuerpo. Uso lo único que me queda. Ocurre tan rápido que vuelvo en mí al verlo de nuevo en el suelo. Escupe la sangre que mis puños hicieron brotar de su boca.


—Viejo… —me pongo de rodillas frente a él. Sé que arriesgo todo, podría irme arriba en cualquier momento, a la misma velocidad que antes.


En cambio, rompe a llorar. Un llanto que encuentra su fuente no en la boca herida sino en otros sitios, más recónditos, tan ocultos que una vez quebrados, repararlos es imposible. Empieza a decir que está enfermo, que si las pastillas son las culpables, que si los nervios. Que si lo perdonemos, que nunca se repetirá. Preferiría cortarse las manos a usarlas para lo que ya las usó. No dice nada que mi madre ni yo sepamos. Sus nervios perdieron la firmeza hace tiempo pero nunca le robaron su identidad de la forma en la que lo hicieron hoy. Dejó de ser esa guitarra desafinada que, con cuidado, podía emitir los sonidos de nuevo. Se acabaron las cuerdas de repuesto y las que sobreviven no admiten salvación, si acaso frágiles remiendos.


Ilustración: Anderson Montiel @mostro_cinico / Palmira, Valle del Cauca


¿Volverá a ser el mismo? Hemos de tener fe, apoyar, apoyar y apoyar. Eso dicen los psicólogos, soldados en bata blanca de una guerra en la que no sangran. Ya el monstruo se marchó. No, se ocultó. En su lugar implantó este hombre que ahora proclama un arrepentimiento capaz de sacar lágrimas al hijo que siempre lo amó y respetó. ¿Cómo perdonarlo, si al desviar la vista en dirección a mi madre, vislumbro la sangre bajar por su rostro? El arrepentido, el iracundo, el callado y el escandaloso. ¿Quién? ¿Cuál de ellos? Ninguno. Ninguno es mi padre. Mi padre anda allá en una foto, cada día más borrosa su imagen.


Ayudo a mi madre a incorporarse. En el suelo, él cubre su rostro con las manos, sin dejar de repetir y jurar que no lo hará de nuevo. Sospecho que volverá a repetirse, que los días amargos no han hecho otra cosa más que anunciar su inicio. Mi cabeza no para de repetírmelo mientras dejo a la vieja en su habitación; me lo grita cuando vuelvo a la cocina y encuentro a ese hombre en la misma posición.


Me arrodillo a su lado. Él me abraza de súbito. Pide que lo perdone. Yo no contesto. Simplemente, le devuelvo el abrazo…


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