Oscar Javier Villegas Vélez
Licenciado en Literatura
Cali, Valle del Cauca
De una mujer afligida
Para un ser casi ausente
Confundía el chirrido de tu cicla, Alberto, con ese ruido absurdo que hacían las hojas cuando pasaban por aquel corredor. Llegabas a eso del mediodía, eras puntual hasta para tomar decisiones inmediatas y por eso me preocupaba cuando te demorabas. A veces tardabas porque se te pinchaba la llanta o se te soltaba la cadena y, desde lejos, yo ya sabía cuándo venías malhumorado, pues reconocía cada línea de expresión en tu rostro. Traías en tu manivela una bolsita con el tomate, la cebolla y la pimienta, con esto hacía un guiso de rechupete para echárselo a la carne o al pollo. Luego te lo comías todo y dejabas el plato sin manchas.
Tú venías desde Villa Urroz hasta acá, te secabas el sudor con una pañoleta y entrabas limpiándote los zapatos, me entregabas la bolsa y me dabas un abrazo con beso en la mejilla. Tus besos frescos a veces los comparaba con la brisa de la tarde. Te sentabas en la mesa a esperar el almuerzo y mientras tanto yo cogía la cuchara para saborear el guiso, a veces te miraba de reojo para ver qué hacías; siempre tú con tus ideas liberales hablabas y hablabas sobre lo que decían en las calles. Me daba risa tu refunfuño.
Mientras cortaba las cebollas en rodajitas, se me salía una lágrima sin saber si era por ti. En el estómago se me formaba un nubarrón y, para disimularlo, me ponía a tararear los boleros: “Tanto tiempo disfrutamos de este amor, nuestras almas se acercaron tanto así, que yo guardo tu sabor, pero tú llevas también sabor a mí”. Picaba el tomate y la pimienta para luego ponerlos a freír, todo lo mezclaba, el deseo de estar contigo y el anhelo de que te fueras a cumplir tus sueños, irte al ejército. Era para mí un buen remedio el cocinar ante tantas estupideces que tenía en ese momento, pues pensaba en los agüeros del mal de amor.
A medida que pasa el tiempo a nosotras nos crece el tacto y las ganas de hablar, pero contigo creo que a cualquiera le daba ganas de conversar como cotorra y conocer el mundo de tantos disparates que decías. Durábamos hasta la tarde caminando lentamente y mirábamos el sol que se ponía viejo, las mariposas azules, el camino de las hormigas desapareciendo bajo el mandarino, y decías que aquellos pájaros negros que revoloteaban sobre la casa eran un mal presagio. Luego me pedías que te abrazara en la profundidad de la noche y nos escondiéramos para que ni la muerte nos viera… era bonito sentir eso. Ahora siento, Alberto, que la muerte se acerca y me dejas.
Te ibas en la noche a eso de las siete, yo cerraba la reja y preparaba la cena, después de lavar los trastes me iba a acostar. Hubo muchas noches en que no podía conciliar el sueño; me la pasaba viendo esas pequeñas grietas que salían de la pared y pensaba que nuestras vidas son iguales, somos una pequeña abertura del tiempo, ese tiempo que nos lleva, nos trae y nos pierde en otras generaciones más abismales. Ya no sé cuándo nuestra generación se perdió. Después prendía la radio para escuchar más música: “Pasarán más de mil años, muchos más, yo no sé si tenga amor la eternidad, pero allá tal como aquí, en la boca llevarás sabor a mí”.
En un tiempo quise hacer lo de Estelita con su novio. Le echó al chocolate góticas de quereme y desde entonces el tipo no quiso salir más de su casa. Creo que fue otra cosa, pero vaya a llevarle la contraria y verá. Contigo la cosa era distinta, me preocupaban tus sueños y los peligros que tuvieras. Todo me lo contabas. Siempre fui tu incondicional: “No pretendo ser tu dueño, no soy nada, yo no tengo vanidad. De mi vida doy lo bueno, soy tan pobre, que otra cosa puedo dar”.
Con los años se me hizo más fácil recordar las cosas. Esa noche que saliste apresurado, no quise empacarte el agua, tal vez te quitaría algunos minutos. Te vi partir luego de un abrazo acalorado; llevabas la linterna en tu mano y te marchaste hablando. Después me puse a pelar las patatas y sin entender corté mi dedo, lo apreté y las gotitas de sangre salpicaban el piso como queriendo autorretratarme. Sentí que tu sombra pasaba por mi lado, me acerqué a la ventana y sólo había insectos alumbrando el prado.
Al otro día, tu cuerpo fue hallado en una zanja junto con tu cicla. Todo el pueblo te lloró, yo aún más. Guardo el periódico con tu noticia. Ha pasado el tiempo, mi rostro se llenó de manchas y estrías. Sentada en una mecedora del corredor, todavía creo verte llegar con tu bolsita.
Te quiero, Alberto.
Siempre tuya.
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