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ALTAGRACIA — AUTOR INVITADO: TRIUNFO ARCINIEGAS



Escritor colombiano nacido en Málaga. Especialista en Traducción de Textos por la Universidad de Pamplona y Magíster en Literatura por la Pontificia Universidad Javeriana. Es además, el director de La manzana azul, grupo de teatro para niñas. Actualmente cuenta con más de cuarenta obras publicadas, la mayoría para público infantil, entre las que se destacan: Caperucita roja y otras historias perversas (1991), La verdadera historia del gato con botas (2003) y Cinco muertas de amor (2016); los álbumes: La pluma más bonita (1994), Tres tristes tigres (2004) y El niño gato (2013); las novelas: Las batallas de Rosarino (1989), Pecas (2002) y La llorona (2013); además de numerosas obras de teatro y libros de poemas. Gracias a su prolífica obra ha sido galardonado con más de una decena de premios entre los que se destacan: Premio Nacional de Literatura Colcultura (1993), Premio de Literatura Infantil Parker (2003), Lista de Honor IBBY (2016) y Premio Hans Christian Andersen (2018).



ALTAGRACIA


Mamá cree que todavía soy virgen. Sabe muy pocas cosas de su niña linda. Sabe de las visitas del vampiro y los botones de mis senos, pero no imagina que el olor de un hombre me atrapó en el mercado. Conoce al hombre porque ese día fuimos juntas a su tienda a comprar un conejo, pero no tiene ni la menor idea de la pasión que me arrastra. La tía Adela, que no vivía con nosotros sino con un oscuro camionero desde hacía siete meses, tenía antojos. Dejamos para el final la compra del conejo, después de recorrer todo el mercado buscando unos zapatos. ¿Y si a la tía Adela se le antojaba una jirafa? Mamá se midió treinta pares y, por supuesto, compró los más feos. Luego fuimos por la fruta y la verdura, la papa y la yuca, el café y el arroz. Yo iba atrás, como siempre, cargando todo. Me dolían los brazos y los hombros. Descargué mientras mamá regateaba.


—Señora, por ese precio le puedo dar otro —dijo el dueño, que entonces no era mi dueño sino del conejo y del negocio—. Espéreme, señora, ya lo traigo.


Pasó por mi lado y su olor me impregnó cuando ni siquiera había visto su cara. Levanté los ojos porque era más alto y vi sus bigotes espesos, sus cejas despeinadas, su nariz colorada, y el olor no me dejó pensar. Me gustó el hombre, calculé que me llevaba por lo menos veinte años aunque todavía no era viejo, me gustó como nadie nunca antes en la vida me había gustado. Trajo no supe de dónde el otro conejo, uno gris, algo pequeño pero toda una preciosidad, y se lo pedí, ansiosa. Toqué sus manos, suaves y tibias, al recibir el animalito, tal vez ese era el propósito de la petición: tocarlo. Confundiendo animales, olí su cuerpo mientras acariciaba las orejas del conejo. Como mantenía abiertos los botones superiores de la camisa, vi su pelaje de oso y sentí la tibieza. Manos grandes, zapatos grandes y nariz ancha, un tanto aplastada, nariz de boxeador, nariz de negro. Me imaginé acostada en su mano de King Kong. Altagracia y la bestia. Sentí el viento en las piernas mientras me llevaba a la cima del rascacielos.


Mamá se negó a aceptar el conejo gris. Insistió con el primero que habíamos visto, uno negro, gordo y tranquilo, con las puntas de las orejas blancas, y me aburrí mientras llegaban a un acuerdo. Ni una silla y me dolían las piernas. Había ido con Rosana en bicicleta hasta el aeropuerto. La comedia del regateo me hizo pensar en la misa, donde cada quien domina su parte. El hombre, más cansado que vencido por la terquedad de mamá, aceptó el trato con la sabida advertencia: “Salgo perdiendo, señora”. Le pedí a mamá el conejo gris porque pensé que el regocijo de su pequeña victoria la había puesto generosa, pero no, torció los ojos y resopló, como si le estuviera diciendo que había fiesta en casa de Rosana. “Cómprele el conejo a la niña”, dijo el hombre, y no agradecí su ayuda porque me dolió que no me viera como mujer. Qué idiota. Había perdido la niñez al conocer su olor. Qué idiotas son los hombres, qué bestias, no se dan cuenta de nada. En fin, mamá se negó a complacerme, y regresamos a casa sin hablar, pero yo sabía que volvería por el conejo gris.


Lo hice al día siguiente.


—Pensé que vendría más temprano —dijo el hombre.


Me asusté.


—Se le notó el gusto —dijo el hombre—. Por el conejo, niña.


No le vi sentido a la aclaración.


—Ya no soy una niña —dije, toda seria.


—Como usted diga, señorita. ¿Partió la alcancía?


Parte del pago eran monedas y podría pensarse que le había abierto la barriga al marranito. El resto, tres billetes, lo reservaba para comprar calzones. No me importaba andar con el culo al aire con tal de tener el conejo. Lo acaricié mientras los ojos del hombre me recorrían. A última hora, no sé por qué, rebajó el precio a la mitad.


Acaricié el conejo mientras sus ojos me recorrían, y acordamos el precio.


—No puedo llevármelo —dije, pensando en los calzones.


—Se lo guardo un rato —propuso el hombre, creyendo que tenía otros asuntos urgentes.

El hombre era mi único asunto urgente.


—No puedo llevarlo a casa. No lo quiero en un asado de mi mamá.


—¿Entonces qué vamos a hacer?


Tres calzones. El descuento me alcanzaba para tres calzones. O un par de los finos. No tan finos.


—Usted me lo cuida y yo le pago —dije.


—Pero pronto va a estar muy grande para tenerlo en el negocio.


—Se lo lleva a su casa y voy a visitarlo.


—¿Cuándo?


—El domingo.


Desde el martes le dije a mamá que iría a misa con Rosana. Imaginé la casa de muchas maneras. Imaginé la visita de muchas maneras. Luego ya no quise imaginar nada. Que sea lo que Dios quiera. Mientras la tía Adela se chupaba los huesos del conejo negro, el hombre me esperó en el Parque Colón, sentado junto a una señora gorda que regaba maíz a las palomas. Está asustado el señor, está sudando. Tuve que aguantarme la risa porque había desempolvado la corbata y se había engominado el pelo, como los actores antiguos. Aunque la chaqueta a rayas y los vaqueros no combinaban, me pareció bonito, menos viejo que el otro día. Me dio un caramelo cuya envoltura había retorcido como un alambre mientras me esperaba. Llegué a tiempo, pero el hombre se había adelantado media hora. El lobo hambriento reparte caramelos y mastica niñas tiernas. Preguntó por mamá.


—Simpática, la señora —dijo, sin esperar respuesta.


Caminamos tres cuadras y ya estábamos en su casa, de una sola planta, de apenas dos habitaciones, sala y cocina, una casa fresca, no muy grande pero con un solar inmenso. Vivía solo, aunque había mano femenina: orden y limpieza, el piso reluciente, las cositas en su puesto. El bosque del lobo huele bien. Vi el conejo gris, por supuesto.


—Está creciendo.


No se notaba, pero dije que sí.


Había otros conejos, como siete ratones, dos perros arrugados y una tortuga. Unos al aire libre, regados por el patio y el solar, y otros, enjaulados. Había duraznos y mangos. Había cosecha.


—¿Qué le debo?


—Todavía nada.


Me tocó los cabellos. Me tocó y me asusté.


—Otro día vuelvo —dije.


—¿Sin dársele nada?


—Como qué.


Saltó para bajar un durazno y me lo ofreció.


—Entonces otro día vuelvo.


—Como usted diga, señorita.


Sabía que era cierto. Sabía que las ganas le pueden al miedo. No volví el domingo siguiente sino mucho antes. Dejé el durazno en la mesita de noche y volví el jueves, sin avisar. No de día sino como a las siete de la noche. Mamá tenía un velorio. Alegué que me dolía la cabeza para no acompañarla. Me puse la faldita negra, las sandalias, la blusita ombliguera y me pinté la boca. Tengo que preguntarle el nombre, no lo puedo llamar “el señor del conejo”. ¿Tendrá mujeres? Sería raro que no. Tomé el autobús en la Esquina de las Golondrinas. Busqué una ventanilla y me imaginé desnuda en un bosque, perseguida por los lobos. “Mamacita, ya está como para chuparle los huesitos”, me susurró al oído un viejo baboso, haciéndome acordar de los antojos de la tía Adela. Viejo pendejo. No tiene mujer, no tiene hijos. Me levanté porque el viejo quiso descansar su mano en mi rodilla. ¿O tendrá hijos? Otro, menos viejo, se quedó mirándome el culo mientras me estiraba para alcanzar el timbre. Me bajé dos cuadras antes del Parque Colón y caminé despacio. La brisa me manoseó por todas partes. La gorda ya no daba de comer a las palomas, que se habían ido a dormir. ¿A dónde van las palomas sin dueño cuando ya no son hermosas? Me lo había preguntado Adolfo, que leía mucho, que casi no hacía otra cosa. Escribía, perdía el tiempo. Poeta. Había copiado de un libro la frase de las palomas. El flaco Adolfo, con sus ofrendas de libros y caramelos. Los libros se me quedaban a medias. Pobre Adolfito. Siempre estaba memorizando bobadas para soltarlas en mi oreja, pero aquello de las palomas me gustó. ¿A dónde van? ¿Pierden las plumas y se mueren de pena? Imaginé a la gorda rezando el rosario de rodillas, junto a la cama, toda desplumada, mortificada por los malos pensamientos. En el escaño, una parejita de novios se besaba. El muchacho descansaba una mano en la rodilla de la niña, y la otra iba camino al seno izquierdo. Van a comerse. Se meterán a una pensión de mala muerte y se gozarán toda la noche. Atravesé el parque y recorrí las tres cuadras que faltaban. En la tienda de la esquina, unos muchachos bebían cerveza mientras veían bailar a Michael Jackson en la tele. Gritaba como una muchachita, con su mentón partido por la cirugía y su naricita artificial, y se mandaba la mano a la entrepierna como para cerciorarse de que su cosita seguía ahí.


Me solté el cabello antes de tocar. Me va a comer toda y se va a chupar los dedos. Hasta me da envidia el hijo de perra. Volví a tocar y el oso apareció, descalzo y despeinado, con la camisa abierta y un pocillo rojo en la mano. Los perros arrugados me hicieron fiesta hasta que el hombre los espantó: no quería competencia, por supuesto.


—Vengo a ver el conejo —dije.


Ambos sabíamos que no era cierto.


—Está en su casa, señorita.


—No me diga señorita.


—¿Acaso no lo es?


Por supuesto que lo era.


—Me llamo Altagracia.


—Bendita sea —dijo el hombre, y casi se persignó—. Soy Antonio.


Nos dimos la mano. Me sentí estúpida al ofrecérsela. No me la soltó. Al contrario, me apretó hasta casi lastimarme, erizándome toda.


—Altagracia, bendición del cielo, y san Antonio, patrono de las niñas perdidas —dijo.


Se las ingenió para llevarme de la mano hasta el solar, donde el conejo dormía. Los perros arrugados batieron la cola pero no se acercaron. El conejo, en cambio, no me reconoció. Me quedé mirándolo, con Antonio a mis espaldas.


—¿Qué tal el duraznito?


—Todavía no me lo he comido —dije.


Puso las manos en mis hombros. ¿Y el pocillo? Las bajó como quien no quiere la cosa. “La niña del conejo”, dijo en mi oreja. Volvió a mis hombros y empezó a masajearlos. Antonio, el señor del conejo. Me atormentó su respiración de caballo en mi oreja. Antonio, Antonio. Cerré los ojos. Lo que Dios quiera, que así sea. Puso las manos en mi cintura. Casi me abarcaba con sus dos manos. Me volteó y me besó en la boca con dulzura, con cuidado, con suavidad. Entonces lo besé: le chupé la boca y olí su pecho con descaro. No había nada más que decir: me llevó de la mano hasta su cama y me desnudó delante de un Sagrado Corazón. “El conejo de la niña”, precisó, con la mano sumergida en mi entrepierna. “¿Sabes por qué a las niñas les dicen alcancías?”, preguntó sin apartar la mano de mi raja y me olió como un perro. “Preciosa alcancía”, suspiró. Quise que fuese verdad de inmediato lo que en mi mente había sucedido tantas veces, con él y con otros, hasta con el Juan de Jesús, el espantoso camionero de la tía Adela. “Pero qué miel tan rica tienes guardada”, dijo con voz ronca y la punta de su lengua corroboró la afirmación. Me besó largo rato, me besó la boca, la cara, las orejas, el cuello, los senos, y luego me penetró. Estuvo moviéndose una eternidad, hasta que dejó de dolerme, y se derramó. El aroma vegetal del solar entró por las rendijas de la ventana. Vi una telaraña en el techo, en una esquina, y una mancha en la pared: un dragón persiguiendo una pelota. El hombre amasó mis pechos mientras descansaba, luego volvió a galoparme y me desbarató. Me dijo cosas, me llenó de miel y palabras, y se desmadejó, vacío, en mis orillas. El dragón desmigajó la pelota y se hinchó hasta cubrir toda la pared. Tuve un pensamiento raro: vi el planeta Tierra como una pelota perdida en la inmensa sala del Universo, y la gente agarrándose como gatos, con uñas y dientes, para no caer al vacío. La luz roja que iluminaba el cuadro del Sagrado Corazón se apagó sola. Un gato maulló en el tejado. Alguien gritó, herido. Me sentí sola. Supe que estaría sola, que por mi vida pasarían los hombres, uno detrás de otro, pero que siempre estaría sola. Para espantar los pensamientos, me levanté y me vestí, como si fuese otra porque tuve que ordenarme: ahora los calzones y la falda, muchacha, ahora el brasier y la blusa, querida, ahora las sandalias, niña. No me despedí de Antonio porque se había dormido. Cerré la puerta. En la oscuridad confundí la cocina con la sala. Había tenido mejor suerte con mis prendas desparramadas en el cuarto. Altagracia, estás perdida. ¿O eres una perdida? ¿Dónde estarán los perros? Al fin me orienté y di con la puerta de la calle. Me hizo sudar el mecanismo del seguro. Eres una perdida, Altagracia. Estaba a punto de devolverme a despertar a Antonio cuando la puerta se abrió con un gemido. Perdida, ligera, fácil, lo que sea, pero me había quitado un peso de encima, como la niña que se hace agujerear las orejas para lucir los aretes. Dejé sueltos dos botones de la blusa. Quería que me vieran las tetas. Caminé de prisa y en el Parque Colón todavía encontré transporte para Atalaya. Un hombre se subió a pedir monedas para el tratamiento del cáncer de su mujer, pero no le dimos nada. Ya se bajaba, entre maldiciones, cuando noté que le faltaba una oreja y entonces recordé que lo había visto antes. Esa vez nos dijo que acababa de salir de la cárcel y necesitaba viajar a Lejanías, su tierra, famosa por la belleza de las mujeres, las misteriosas cuevas y las alucinantes astromelias. Nunca he ido por allá. Atravesamos el centro y luego la zona de tolerancia, el territorio de las putas y los marihuaneros. No había tráfico a esa hora. Debajo del Puente de la Traba, donde ya no pasaba ningún río, los más desesperados habían encendido una hoguera para pasar el resto de noche. Después del terminal de transportes y la estación del tren, iluminadas pero casi vacías, fantasmales, subimos al barrio y apareció la luna, toda redonda. Sentí curiosidad por los hombres que venían en camino.


Mamá volvió tarde a casa. De madrugada. Tuve que levantarme a abrir porque había extraviado la llave. Olía a alcohol y había llorado. Tuve ganas de decirle:


—Estoy embarazada.


Ganas de preguntarle:


—¿Quieres ser abuela dentro de nueve meses?


Ni siquiera le dije una frase que bailaba en la punta de mi lengua. Que había vuelto a casa llena de semen. Ahora sé a dónde van las palomas cuando son hermosas. Me senté en su tocador y me toqué los pechos recién lamidos. La vi dormida en el espejo. Le dije pasito:


—Hice el amor, mamá.


Le acomodé la manta y salí de su cuarto con pasos de ladrón.


Me comí el durazno en la cama, despacio, con mordiscos de ardilla. Envolví la semilla en papel aluminio y la guardé debajo de la almohada.


Soñé con un árbol por dentro.


Las ramas crecían hasta asomarse por mis orejas.


El vampiro me visitó a mitad de mes. Quise correr a ver al hombre, pero preferí esperar tres días, cuando otra vez era domingo. Fui a verlo y me quedé toda la tarde, desnuda en su cama, feliz. Al final olí todo su cuerpo, desde la cabeza hasta los pies. Al final besé todo su cuerpo. No había una dicha mayor.


—Conejita —dijo—. Ay, conejita.


Luego, como ido, como extraviado, añadió:


—Putica.


Me estremecí. “Toda tuya, papacito”, dije. Y fui su coneja, su puta, su perra. Le pregunté si podía venir al día siguiente y dijo que sí. ¿Y al siguiente? Tenía una diligencia. Pero el domingo sí, todo el domingo.


—Puedo venir a plancharte la ropa.


No era necesario. Alguien ya hace el trabajo, por supuesto, pensé. Otra mujer. Un árbol parecía espiarnos a través de la ventana. Fui desnuda al solar y bajé los duraznos que quise. Uno de los perros arrugados me lamió una pierna y el otro quiso olerme la parte más sagrada. “Muchachos, todo esto ya tiene dueño”, les dije. Tropecé y volví cojeando, con otra idea:


—Puedo venir a prepararte una mermelada.


—Voy a chuparte las teticas.


—Lo que tú quieras —dije—. Puedes hacer conmigo lo que quieras.


Me mordisqueó los pezones.


—Teticas de perra —dijo.


Me dio una tanda de cosquillas con el bigote, me bañó como si fuese una recién nacida, me enseñó a enjabonarlo. Soñé que me exhibía desnuda en la calle y los hombres me arrojaban monedas. Unas cuantas entraron en mi raja abierta, húmeda y hambrienta.

Lo vi con la frecuencia que las mentiras a mamá lo permitían.


—Ya no paras en la casa —dijo mamá—. Adolfo ha venido varias veces.


Adolfo no era santo de su devoción, pero, en el fondo, ella prefería este culicagado a cualquier otra cosa. Cualquier extravío con quién sabe quién. Adolfo, el niño tonto, ahora me fastidiaba. Quería hacer cosas conmigo pero no sabía exactamente cuáles. Me manoseaba y eso era todo. Ni él propuso ni yo le di la oportunidad de algo más memorable.


—¿Y Adolfito? —dijo Rosana.


—Qué asco.


Aunque habíamos jurado contarnos los detalles de la primera vez, nunca le dije nada. Desde que me acostaba con Antonio veía a la pobre Rosana como una niña.


—¿Ya no es tu novio?


—Nunca lo fue.


Casi no hablábamos.


—Ya no me quieres.


—No inventes.


La tía Adela vino a casa con su barrigota, patiabierta, escoltada por el Juan de Jesús, el camionero, el negro de ojos torcidos, que se veía más feliz que marrano estrenando lazo, y me dio envidia. Mamá los había invitado a tomar chocolate con queso y almojábanas y se reían de todo. La tía Adela jugueteaba con los hilos de queso. Me pregunté si la barriga todavía les permitía hacer cositas.


—Entonces seré la madrina, qué honor —dijo mamá, aplaudiéndose.


La tía Adela dio a luz a finales de febrero y me sentí dichosa. Era una niña sonrosada y peluda, con naricita de modelo y preciosas orejas.


—Mi mamá era blanca —dijo el camionero, más negro que el carbón, para evitar malentendidos.


Si era blanca la señora, por qué el pobre Juan de Jesús salió tan negro. Y si era así de negro el pobre, por qué la niña tan blanca. La tía Adela siempre había sido brinconcita. Pero, por otra parte, Michael Jackson, negrísimo de nacimiento, tenía hijos blanquísimos, y todo el mundo se comía el cuento. Disimulé la risa porque de pronto me imaginé a Juan de Jesús todo blanco, con nariz de muñeca, mentón partido, labios finos y cabello lacio. Juan de Jesús y Michael, divinos, trayendo al mundo niños blancos como la nieve, con cirugías incorporadas: sin narices aplastadas.


—Es Piscis, buena gente —señaló la tía Adela, con súbito dolor de cabeza, refiriéndose a la niña, por supuesto.


El negro soportó la comedia en la casa y los chistes en la calle hasta que ya no pudo más: dijo que iba a la esquina a comprar el pan, se subió al camión y hasta el sol de hoy.


—Me lo imagino amasando negras en Punta Gallinas —dijo la tía Adela, y añadió, muerta de risa—: Ahora no sé si esperarlo o salir a comprar el pan yo misma.


Tuve ganas de una criatura, de cualquier color, con nariz chata o respingona. Unas ganas locas y urgentes. De niña quise una bicicleta y nunca se pudo. Unos patines, y tampoco. Una Barbie, y menos. Alquilé una bicicleta grande, me caí un montón de veces y me raspé las ro

dillas, las manos, los codos, en la pista del estadio, hasta que aprendí, sin guía, sin manual de instrucciones. Nunca me trepé a unos patines, juguete de niños ricos. Me embolataron con muñecas de trapo. De niña me contemplaba en el espejo, esperando unas buenas tetas, y nunca pasaron de este tamaño, un culo de negra, y nada. Ahora quería un muñeco de carne y hueso. Algo que por fin fuera mío. Me moría de ganas. Se lo dije al hombre, que se rió en mi cara.


—Ya no estoy para esos trotes.


—No lo vas a parir —aclaré.


—Estás muy niña.


—Niña, pero me haces de todo.


Ya no se derramaba dentro. O sí lo hacía, prefería mi boca u otro sitio. El hombre no quería un hijo y me dolía.


—No voy a verte más —dije, y ambos sabíamos que no era cierto.


No dijo nada.


Lo veía cada vez que me lo permitía: cada vez menos. Decía que tenía que cuidar a su madre, muy delicada de salud. Nunca me la presentó. Alguna vez no encontré a nadie en casa. Fui al negocio: cerrado. El vecino explicó que había viajado. ¿Y el conejo? Volví a la casa de Antonio a los tres días y no me dio ninguna explicación. Le fui sacando la historia con ganzúa pero se contradijo en los detalles. Primero dijo que había viajado a Pamplona a chupar frío y luego que a Sacramento por un negocio que no entendí, primero dijo que en tren y luego que en autobús, que había dormido en un hotel y después que donde unos viejos amigos. Aburrido, me preguntó si podía llevarme el conejo.


—No, aquí se queda mientras sigamos juntos.


Terminé por llevármelo. Me lo llevé el día que una mujer me abrió la puerta y supe a dónde iban las palomas cuando ya no eran hermosas.


—¿Antonio?


Piernas flacas, tetas grandes, pelo pintado. Me pregunté si las tetas también serían falsas. No era la madre, por supuesto. Quise decirle, para ofenderla, obviamente, que se veía que no era la mamá de Antonio pero que tenía la edad para serlo.


—Sí, pero está dormido —dijo la mujer, mordiéndose el labio.


—No importa, vengo por el conejo.


Fui detrás de la mujer hasta el solar.


Qué culo.


—¿Y los perros?


—Se vendieron.


Creo que exageró el caminado a propósito, como para restregarme las diferencias. ¿Qué podía hacer? Me sentí como una inmunda lagartija, ni más ni menos.


—¿Y qué le digo a Antonio, niña?


—Que ya no se preocupe más por la perrita.


—Será por el conejo —corrigió la fulana.


—Y que tampoco se preocupe más por el conejo.


Se lo llevé a mamá, que lo preparó para el bautizo de Almendra, la niña de la tía Adela. Todos reían, todos tan felices, tan alborotados. Hasta la tía Adela, que ya le tenía reemplazo oficial al negro, se retorcía en la silla. Se me salieron las lágrimas mientras se chupaban los huesitos. Adolfo había venido a la fiesta. Dejó sentada a Rosana y me sacó a bailar. De pronto se me ocurrió decirle:


—Tengo un conejo que quiero que veas.


Lo llevé de la mano al fondo del solar, más allá de la casa del perro que se nos murió de viejo, detrás del durazno. Me quité los calzones y me subí el vestido.


—Haz lo que quieras —dije.

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