–Juan Pablo Velasques–
Quien mire la foto nunca podrá saber que, en realidad, los retratados no éramos nosotros. Mis padres se separaron poco antes de que cumpliera cinco. Fue difícil, acordaron que las mañanas de domingo serían para papá. A eso me sabe la imagen, al pegajoso dulce en mis manos después de un helado, al alivio tras vencer el calor de una mañana en el parque. Recuerdo bien aquel fin de semana, por primera vez papá le llevo la contraria a mi madre. Un extraño vestido de paño y sombrero se acercó a nosotros y él le habló al desconocido como si fuera un viejo amigo. Mi mamá solía decirme que no conversara con desconocidos, que debía tener cuidado en la calle, pero mi padre me explicó que había una excepción a la regla. En esa ocasión aprendí que más de una regla tiene excepción.
Lo que quería el extraño ese día era que posáramos junto a un busto de mármol, según él, porque la blanca y penosa cabeza no aceptaba que lo retrataran solo. Por supuesto papá no lo tomó en serio. Aún puedo ver con claridad su cara de sonrisa contenida, todavía puedo sentir su mano tirando; pero yo no quería caminar, por alguna razón sabía que el hombre de la cámara decía la verdad.
Tuvieron que pasar varios años, dos guerras y una mina para que papá le diera la razón a mi terquedad. Hoy en día, en la era de los teléfonos móviles, ya nadie camina por la calle ofreciendo inmortalizar instantes. Congelar un momento es ahora casi tan sencillo como parpadear, pero en ese entonces era un lujo, casi un milagro de la luz. Supongo que por esa razón la regla de mamá no aplicaba para el tipo del sombrero, traía una cámara en su mano y, seguramente, para papá fue natural pensar que aquel viejo de gestos toscos deseaba retratarnos. En cierta forma papá no se equivocó, casi pudo adivinar sus intenciones, sin embargo, le hubiese resultado imposible siquiera sospechar su motivación.
Cuando mi padre preguntó al tipo por el precio de una foto quedó desconcertado. Gratis, el hombre nos haría un retrato sin ningún costo, solo pedía que accediéramos a posar junto a su amigo mineral. Eso fue lo que dijo, “amigo mineral”, lo recuerdo a la perfección. Al llegar a casa ese día, seguía tan extrañada por lo ocurrido que pregunté a mamá si las estatuas podían ser amigas de las personas. Como pocas veces, mi madre dudó antes de responder, pero después de unos minutos dijo “por mí no hay problema, aunque seguro tu papá opina otra cosa” y después me contó la historia de enemistad entre papá y los monumentos. De acuerdo con su relato, él y varios de sus amigos de la infancia tuvieron que unirse al ejército cuando cumplieron su mayoría de edad. Formaban un grupo de ocho, después de la primera guerra fueron solo cuatro y cuando acabó la segunda, más de seis años después del encuentro con el busto, solo quedaba papá. Estas cosas son comunes en toda guerra, lo peculiar era que dos de sus amigos no murieron por heridas de bala o de cuchillo, habían sido aplastados por una enorme estatua de bronce apoyada sobre un pedestal que hacía las veces de trinchera. “Inútiles desperdicios de mineral, uno pagando impuestos como bobo para que el gobierno se gaste la plata haciéndole más cagaderos a las palomas” había dicho alguna vez mi padre.
Curiosamente las palomas eran la principal preocupación del busto. Varios siglos atrás, antes de la invención de la más rudimentaria cámara, los únicos con el poder de congelar un momento eternamente, eran las estatuas. No todas lo elegían, muchas preferían el movimiento, o temían demasiado a las palomas. La cabeza amiga del hombre de la cámara era, al igual que papá, un veterano de guerra. Infortunadamente, cuando una estatua pierde un pedazo de su cuerpo, puede hacerse una prótesis, del material que está hecha claro, pero solo es estética, nunca recuperan su movilidad. Este veterano sirvió en el frente, como muchas otras estatuas que durante la primera guerra se conmovieron con la desgracia humana y se enlistaron. Después de la horrenda masacre, los medios preguntaron al gobierno por qué solo estaban ellas en las primeras filas. Las estatuas aún lamentan la respuesta del gobierno “porque no sienten dolor”. Un ciudadano común seguramente no ha escuchado esto, de hecho, muy pocos están interesados en sus derechos, están en desventaja como minoría. Yo sé todo esto porque me lo contó el busto.
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