–Emmanuel Wagner Martínez–
Cerró el libro. García permaneció varios minutos mirando el lago, asfixiándose de olor a agua estancada tras haber devorado la novela de un tirón: tres horas sumergiéndose en la trama místico-policial de Roncagliolo. El fiscal Chacaltana y Sendero Luminoso aparecieron intermitentes, como quimeras en los rostros de los estudiantes.
El campus empezó a llenarse de grupúsculos que se instalaban en las zonas verdes, alrededor de una botella de licor barato y un cigarro de marihuana del tamaño de una mano. Dirigió la atención a uno de los grupos, estudiantes de ciencias políticas según lo que alcanzaba a escuchar. Se quedó observándolos y por un momento los imaginó conspirando, planeando una serie de homicidios con trascendencia política, fundamentados en antiguos rituales. Uno de los chicos lo miró. García regresó al libro: lo sostuvo en ambas manos, sintió la textura del lomo. Contempló el título Abril rojo en letras amarillas, la infame máscara festival también ambarina, todo sobre un fondo –¿cómo no?– rojo. Dejó correr las páginas manchadas, se detuvo en la mitad y posó la nariz sobre las letras con el propósito secreto de capturar algo que se le hubiese escapado a la lectura. Tras comprobar que no sacaría nada de su inspección olfativa, tuvo la seguridad de que uno de los muchachos se había quedado mirándolo y que el grupúsculo, sospechando que su complot corría peligro de ser descubierto, planeaba algo contra él. Los chicos bebían y fumaban. Cerró el libro con fuerza, esperanzado en que así se sacaría la trama de la cabeza. Especuló que mejor habría sido leerlo poco a poco, a sorbos, como decía Bolaño de Borges. Pensó en la fascinación de Borges por las historias policiacas. Detectives. Los detectives salvajes. Se dijo que ya era suficiente literatura por un día.
Fue demasiado tarde cuando sintió llegar a sus amigos. Agarró el libro como pudo y lo metió en su maleta. ¿Qué hay ahí, G? dijo sagaz Arango. Nada, dijo García. ¿Qué acabas de esconder? Curioseó Gamboa. García metió la mano en su bolso y la sacó empuñada con el dedo corazón erguido. Los tres rieron. El atardecer se reflejaba en el lago. Arango hizo un cuadro con los dedos índice y pulgar de ambas manos, y miró a través de él.
Si fuera pintor pintaría esto, aunque sé que un cuadro así no se vendería bien. Lo que se cotiza es toda esa porquería conceptual. El arte está muerto (…) Igual lo pintaría. ¿De dónde viene ese interés repentino por la imagen? preguntó Gamboa. Vi una película italiana. Un escritor bohemio, amigo de todos los artistas de Roma, lleva mucho tiempo sin escribir un libro, así que anda buscando la inspiración, la gran belleza. La gran belleza, repitió Gamboa. Y la verdad me he pasado toda la semana enganchado a esa idea. Tal vez todos estamos en esa búsqueda. Ya, hombre, dijo Gamboa. Cualquier libro o película te trasciende. Eres poco receptivo.
De una bolsa plástica Arango sacó hierba y un papelito. Empezó a armar un cigarro. Gamboa dijo que estaba tenso por el parcial, y que cuanto antes se relajara mejor. Mientras enrollaba, Arango le preguntó si nunca lo había inquietado un libro o una película. Gamboa negó. ¿Y tú, García?
García, ajeno a todo, atrapado por el influjo de un abril más rojo de lo que el título proponía, se decía que así como un escritor escribe hasta cuando no está escribiendo, un buen lector lee hasta cuando no está devorando libros. ¿Qué ocurrió con el fiscal? ¿Qué fiscal? dijeron los otros. El cigarro, envuelto en un papelito sabor chocolate, tenía el grosor de un dedo. Sacó un encendedor. Suficiente literatura por hoy.
Compraron whisky McGregor. Intercalaban tragos largos de la botella con aspiradas al cigarro de marihuana. Charlaban casi gritando, envueltos en el estruendo de la música, diseñada para mantener arriba la nota. Hablaron de mujeres, de la última vez que follaron, del desempleo, de la fiesta de la próxima semana en una casa de La Alameda, pero nunca de literatura porque cuando García sentía venir el tema, apelaba, como el musicólogo que no es, a La ciudad de la furia, a Master of puppets, a Jesucristo García, a El ratón, o a la canción de turno, todo con tal de no tener que hablar de cuál era el aporte de Cortázar a la literatura o cuál era el último libro de Kafka que había leído. Al principio funcionó. Después, cuando Arango y Gamboa estaban tan ebrios y tan dopados que lo ignoraban, iba al baño o daba una vuelta por ahí. Para cuando regresaba, la mente volátil de sus amigos los llevaba por un análisis semiótico de las películas de Kubrick y Tarkovsky. La verdad era que no había podido sacarse de la cabeza la trama de aquel thriller latinoamericano. Miró alrededor. Las personas, la atmósfera, el licor: todo era una analogía de la Semana Santa narrada por Roncagliolo. Pensó con terror creciente que cualquiera podría ser la víctima inicial, quemada, descuartizada y encontrada por algún ebrio irresponsable. Y eso sería solo el comienzo de la ola de sacrificios.
Fue al baño, viciado de orina, y se echó agua en el rostro. Sus ojos eran dos manchas rojas. Un tipo vestido de negro y con cabello largo entró, sus miradas se cruzaron brevemente a través del espejo. Los músculos de García se tensionaron y empuñó la mano. El tipo, igual o más narcotizado que él, siguió hacia los urinales. García salió del baño, y mientras intentaba identificar la canción que sonaba se percató de la mala idea que había sido leer a Roncagliolo un viernes, y encima combinarlo con drogas. Mierda, se dijo, debí haber seguido leyendo a Benedetti o a Paz.
Se dirigió a la zona verde donde estaban sus amigos. Atravesar el tumulto hasta allá le costó oleadas de tranquilidad. Cada ebrio con que se cruzaba, cada decibel, cada segundo extra de música lo acercaban cada vez más al preludio maldito que desencadenaría la tragedia. ¿Dónde empezaría? Se mordió la lengua y se lanzó contra una pared. La sacudida lo puso en sus cabales. Empezó a prestar atención a aquello de lo que se había estado perdiendo: mujeres. De todos los tipos, para todos los gustos. Hay de todo en la viña del señor. Intentaba memorizar sus gestos, las texturas de sus cabelleras, la curva en la zona baja de la espalda, la proporción de sus atributos. Pensando en esto regresó con Gamboa y Arango. Otros se habían sumado al grupo: Isabel, un artista visual, el bizarro de Rafael, dos músicos desconocidos y Zoé, que tampoco fue ajena a su detallado proceso de memorización, como si su cuerpo no le hubiese pertenecido ya, como si no la hubiese evitado todo el día con tal de estar a solas con Roncagliolo. La literatura y yo. Compraron otra botella de licor barato, fumaron más hierba, los músicos tocaron una versión libre de Summertime, alguien retomó el tema de la fiesta en La Alameda. García fue a conseguir cigarros, una vez recibió las dos monedas de cambio apareció Zoé. Hoy has estado muy esquivo ¿Con quién pasaste todo el día? Con Roncagliolo, dijo para sí mismo. Sabía que no pasaría mucho antes que el fantasma de Abril Rojo volviera por él. Ella lo agarró de la mano y lo arrastró hacia donde, menos de tres horas antes, la literatura había hecho lo suyo. El lago era una mancha de alquitrán adornada por el reflejo amarillento de las farolas. David y Bea, Ruiz Zafón. La literatura se expandía por su cerebro como una peste. Zoé lo agarró por el cuello de la camisa y lo atrajo hacia su boca. García se resistió. Ella forcejeó un momento más antes de mirarlo a los ojos ausentes, recelosos de la multitud. Ella sonrió creyendo entenderlo todo, él se dejó conducir hacia el espesor de los árboles más ocultos del campus.
García sintió la mano de su amante en el pecho, empujándolo, y luego a su propio cuerpo caer sobre un colchón de hojas. Ella le encajó un beso húmedo a la vez que sus manos le exploraban el cuerpo. Sintió el palpitar de la libido mezclado con un miedo dominado a medias, tras el cual se adivinaba un nuevo episodio. El acceso carnal en el capítulo Viernes 21 de abril. No se le ponía tiesa pensando en cómo evitarlo ¿cómo explicarlo? ¿Cómo decirle a Zoé que estaba enfermo de literatura, que tenía miedo de transformarse en personaje y que la ficción superara la realidad? Vio el departamento del tercer piso, a Chacaltana (a sí mismo), a Edith (Zoé), el acceso carnal excesivamente violento. Se levantó con brusquedad. Se guardó la verga y salió corriendo. Escuchó su apellido, cada vez más distante, de boca de Zoé.
Regresó al baño, el olor a orina cada vez más penetrante. Se echó agua en la cara durante un buen rato, se golpeó la cabeza con los puños. Encontró su rostro en el espejo, y tras él una silueta con saco y el cabello desordenado. En el lapso que tardó en girar y descubrir que no había nadie, vislumbró al fiscal Chacaltana tal y como lo había imaginado. Se apresuró a salir. Entre el cúmulo distinguió a Gamboa y Arango, eufóricos. Al avistarlo corrieron en su dirección. García se estremeció sin entender, aunque sospechando (maldita literatura) y echó a correr en dirección opuesta, como un fugitivo, con la voz que había imaginado para Chacaltana aguijoneándole el pensamiento. Vio a Zoé regresar desde la oscuridad de la arboleda. Entonces corrió tan rápido como pudo, abriéndose paso entre el gentío. No se detuvo hasta llegar a las afueras de la biblioteca, desierta a esa hora. Respiró con fuerza, con las manos agarradas de las rodillas, sin desperdiciar una bocanada de aire. Lo llamaron por su apellido a la vez que la agarraban el hombro. García se apartó con violencia. Solo las farolas le hacían compañía.
Regresó al núcleo del jolgorio. No había rastro de Zoé, que le había dejado dicho con Gamboa que era libre de hacer lo que le diera la gana. Ella se había ido con Isabel y los dos músicos ¿Qué le hiciste? O mejor ¿qué no le hiciste? rió Rafael. García lo fulminó con la mirada, agarró su mochila y se despidió de Gamboa y Arango, intoxicados de licor barato y drogas. Algo más, dijo. Le dio un puñetazo en la nariz a Rafael, que bastó para dejarlo llorando en el césped. Solo entonces se marchó.
No eran aún las diez, pero decidió caminar a casa. El tráfico, la gente, la atmósfera, era obvio que era viernes. “Qué buena derecha le diste a ese conchesumadre”. La voz imaginada de Chacaltana. “Si se aparece otro cabronazo lo molemos a palos”. ¿Por qué no te vas?, dijo García. Me jodiste la noche. Pensó que la ilusión auditiva se encogía de hombros. Chacaltana hablaba sin parar, contándole adonde había ido a dar al final de la historia, casi confesándose. García se tapó los oídos, luego comprendió que las palabras provenían de su propia mente. Todo lo que balbuceaba Chacaltana era un invento de su cerebro enfermo de ficción. Empezó a correr, evitando a la gente, pasando semáforos en rojo, escuchando tras él los pies en movimiento de un fantasma, síntoma de su mal. Montano, Vila-Matas. Literatura hija de puta.
Se detuvo en un puente, consciente de la imposibilidad de escapar. Se acercó al barandal y estudió la caída. No era tan profundo como para ahogarse, ni tan alto como para morir del impacto. Bajó por la orilla. “¿Qué vas a hacer?” decía Chacaltana. García no respondió. Quería ver su rostro, y junto a éste el del Fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar, pensando que sería la única manera de confrontarlo. Escuchó el rumor de sus pies en el pasto. Se asomó al agua y se heló. En lugar de su reflejo, aparecía triunfante el de Chacaltana.
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