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Sakab jwáayo’ob: El rito de los Nahuales

Edgar A. Rivera

Heroica Matamoros, Tamaulipas, México

Docente y escritor


Wáay: en la cultura maya,

se trata de un hombre con la capacidad de convertirse en animal.

Posteriormente sería conocido como Nahual.


El cielo ardía rojo, naranja y violeta entre espirales de agua. Dentro de poco se pondría el sol, pero bajo la espesura de la selva, en las faldas de los cedros y ceibas, ya había oscurecido, y renacía, como cada noche, la promesa del peligro y los horrores que traen consigo las tinieblas.


A los pies de la pirámide, en el claro donde me encontraba, sonaban tambores, cascabeles y flautas mientras los danzantes bailaban alrededor nuestro, cobijados a la luz y el calor del fuego. Los guerreros protegían el perímetro, armados con lanza, hacha de obsidiana y cuchillo de hueso además de su tradicional escudo. A mi derecha estaban Canek y Pech, con la espalda erguida y las rodillas en el suelo en actitud solemne al igual que yo, esperando a que los sacerdotes dieran comienzo al ritual. Los tres fuimos elegidos después de haber demostrado valor y templanza, pues no a cualquiera se le permitía este honor.

Canek y yo pertenecíamos a la misma tribu y habíamos combatido juntos en muchas ocasiones contra otros pueblos, como el de Pech.


A Pech lo conocíamos poco, al parecer se trataba del último sobreviviente de su tribu. Unos comerciantes lo habían encontrado a un lado del camino, famélico, herido y delirando, así que lo trajeron al pueblo para curarlo. En los días siguientes, cuando su cuerpo estuvo más descansado y estuvo lúcido por algunos momentos, les contó a los sacerdotes historias de muerte horribles, sobre la amenaza que crecía en las noches y que pronto llegaría por nosotros antes de caer de nuevo en un sueño profundo. Cuando por fin pudo incorporarse y reconocer dónde se encontraba, tuvo miedo de lo que pudiésemos hacerle, pensando que quizás lo creyéramos un loco o espía, pero no fue así. Poco después, llegaron a nuestra aldea los primeros Jwáay confirmando sus historias, y nuestros guerreros, incluidos Canek y yo, no tuvimos más que interés en escucharlo y el afecto para compadecerlo. Apenas recuperó sus fuerzas, solicitó unirse a nosotros en los entrenamientos. Tuvo la desgracia de ver morir a su familia sin poder hacer nada para evitarlo. Ahora, quienes en otro tiempo fuéramos sus enemigos, seríamos hermanos bajo la marca del jaguar. Qué tontos y despreciables me parecieron aquellos años de lucha entre los hombres ante la sombra de esta nueva guerra.


Los tambores apresuraron el ritmo y las flautas soplaron una melodía larga. Uno de los sacerdotes derramó esencias y aceites sobre nuestra cabeza. Podía sentir el calor del fuego elevándose hacia el Tlalocan a mi espalda. Cerré mis ojos y aspiré el humo de las hierbas que otro anciano acercó a mi rostro en una olla de barro. El aroma agudizó mis sentidos: escuché los insectos caminando sobre la corteza dura de los cedros y el aleteo de las aves sobre las ramas, fundiéndose con la música. Nubecillas de polvo se levantaban con los pies de los danzantes. Sentí el crepitar de la madera quebrándose bajo las llamas y el humo que emanaba de ellas dispersándose entre las hojas.


Me llamó la atención la respiración agitada de mi compañero. Entreabrí un poco los ojos para espiarlo por unos instantes, esperando que los ancianos no lo notaran. Efectivamente, Canek estaba muy agitado y su frente sudaba en exceso. No era para menos, el ritual de transformación ponía nervioso a cualquiera.


Tiempo atrás, antes de que llegaran los Jwáay, cuando nuestro pueblo se enfrentó a las tribus del oeste más allá del río, Canek combatió en una docena de batallas y en cada una de ellas salió siempre sin ningún rasguño. Reconocido como el más valiente de los guerreros de nuestra comuna, se le veía siempre firme y de gesto áspero, con nariz prominente, de hombros anchos y voz grave como el agua que rompe sobre las rocas, intimidando a la mayoría de los jóvenes e imponiendo respeto en los más viejos. Solo aquellos que lo conocen de cerca saben que detrás de esa mirada de piedra vivía un hombre gentil que adoraba el canto de las aves y que extrañamente guardaba un profundo miedo a los objetos puntiagudos. Lo descubrí la primera vez que nos tatuamos juntos la marca de nuestra tribu, luego de verlo temblar incontrolable apenas sostuve la primera aguja. Me amenazó con voz quebrada y la mano temblorosa diciendo que si alguna vez le contaba a alguien de su miedo, destrozaría mi cráneo a puños; y yo, haciendo un gran esfuerzo para contener la risa, asentí. Desde entonces nos hicimos amigos. Creo que es por esto mismo que siempre salió ileso de las batallas, porque su miedo lo orilló a desenvolverse con las armas y a aprender a huir de las del enemigo.



Es por eso que el pobre estaba nervioso. La mordida del jaguar penetra hasta los huesos y hace que algunos enfermen durante días. Pero no había otra manera, recibirla era un gran honor al que solo accedían los mejores guerreros; y si algo tenía Canek, era un gran sentido del honor y el deber para con su pueblo. Aceptaba el sacrificio para proteger a su gente.


La música se detuvo y también los danzantes; la selva enmudeció. Llegó el momento.


El manto de estrellas resplandecía sobre nuestras cabezas. En la oscuridad de la selva, entre las hojas gruesas de los arbustos, centellearon dos ojos amarillos que avanzaron un poco hasta que la luz del fuego iluminó levemente la silueta felina de su rostro, para luego caminar directo a nosotros y dejarse ver por completo. Wáay Balam. Yo nunca había observado uno de cerca. Su rostro y parte del pecho estaban cubiertos de pelo corto anaranjado con motas negras y cobrizas que invadían toda la piel, aún donde ya no tenía pelo. En el abdomen llevaba los tatuajes de su tribu, desconocida para mí. Sus brazos de piel oscura como el cacao eran largos y fuertes con garras curvas en los dedos. Llevaba puesto un taparrabos y nada más, del cual salía una cola por debajo, cubierta de manchas negras meciéndose de un lado a otro. Sus pies, perfectamente humanos y descalzos no hacían ruido ni dejaban huella.


Se detuvo frente a Pech y le hizo señas para que se pusiera de pie. El Wáay era un poco más alto que él y lo miraba hacia abajo, directo a los ojos. Lo tomó del hombro con una mano y colocó la otra sobre su cabeza gentilmente, habló y expulsó su aliento en la boca de mi compañero. Después de terminada su bendición, extendió el brazo de Pech y abrió las mandíbulas dispuesto a morderlo, pero por algún motivo se contuvo. Sus orejas redondas temblaron sobre su cabeza y sus ojos mostraron desconcierto. Un grito desgarrador quebró la paz y el rito fue interrumpido.


Uno de los guerreros que resguardaban el lugar cayó de cara al suelo, inerte. Sobre su espalda saltó una mujer delgada de cabello negro enmarañado, desnuda, con el pecho agitado. Sus ojos, clavados sobre el Wáay Balam, estaban tan dilatados que parecían completamente negros. Movía la cabeza de lado a lado con espasmos involuntarios y sonreía, con la boca escurriendo sangre y los colmillos inferiores sobresaliendo como los de un pecarí.


Por la costa corrían voces del peligro que se acercaba y crecía el pánico, pero la visita de los sabios Jwáay habían renovado nuestras esperanzas. Habíamos escuchado noticias de que los nocturnos entrarían en nuestro territorio dentro de pocos días y muchas familias habían comenzado a migrar, protegidos por un pequeño grupo de guerreros y guiados por los Jwáay Peek. Los guerreros que se habían quedado atrás dormían durante los días y deambulaban temerosos en las noches por las calles del pueblo, equipados con tantas armas como pudieran cargar.


La mujer saltó de nuevo con los brazos extendidos y las fauces abiertas, lista para atacar y cayó, retorciéndose, cubriéndose desesperada el cuello, tratando de evitar con sus dedos que se le escapara la sangre por donde la habían cortado las garras de Balam. El Wáay la arrastró de la cabellera y con otro zarpazo terminó de arrancarle la cabeza. La selva vibró alrededor nuestro, un grito de furia se escuchó entre la maleza y un retiemble de pisadas y gritos inundaron el aire.


Decenas de nocturnos salieron despedidos en todas direcciones, arrojándose sobre todos los presentes. Los guerreros respondieron al ataque. Sus lanzas atravesaron rostros y se clavaron en el pecho de varias de estas criaturas, pero los nocturnos no parecían responder al dolor ni sentir miedo, y continuaron su frenesí de violencia de cara a las puntas de obsidiana. Jwáay Balam lanzó un rugido ensordecedor que hizo temblar las ramas y se lanzó lleno de furia contra los invasores. Todos los guerreros le hacían frente a la horda de nocturnos excepto Pech, Canek y yo, que nos hallábamos desprotegidos, pues las armas se nos habían retirado para cumplir con el ritual.



Wáay Balam utilizó su fuerza sobrehumana y sus poderosas garras para cercenar el cuello de cuanto nocturno se le pusiera enfrente. Vi cómo le arrancaba el rostro a uno de una tajada con su hocico y arrojaba los restos al fuego. Todos lucharon incesantemente, inspirados por la presencia del Wáay. Parecía que nuestros guerreros podían controlar la situación, pero una vez más, de todos lados un tumulto de nocturnos corrió fuera de la lóbrega vegetación, rodeándonos, asesinando y destrozando todo. Wáay Balam luchó con destreza y convicción, pero eran demasiados y se vio superado. Uno de los nocturnos logró cegarlo arañándole los ojos mientras otros dos se arrojaron a sus piernas arañando y mordiendo hasta derribarlo. No volvió a levantarse.



Canek y yo nos arrojamos sobre los cuerpos caídos de dos guerreros y tomamos sus armas de hueso y obsidiana. Logré asestar dos golpes certeros sobre el rostro de uno de los nocturnos, dos chorros morados brotaron con fuerza al aire y mi enemigo cayó al suelo. Busqué a mis compañeros. Casi no quedaba nadie de pie. A Pech lo estaban devorando vivo, me pareció escuchar su voz ahogada, suplicando ayuda entre el chapoteo de su carne y la sangre que corría a borbotones. A Canek lo rodearon. Traté de ir en su ayuda, pero uno de los nocturnos, corriendo a cuatro patas como bestia salvaje, saltó sobre mí y golpeó mi espalda contra una palmera lastimándome la nuca. Como pude, lancé golpes al aire con el cuchillo, clavándolo sin premeditar en el abdomen, el pecho, los brazos y el rostro de mi atacante, hasta librarme de él. Aturdido, busqué de vista a Canek y pude ver cómo lo sometían tres. Cayó de rodillas y dos nocturnos lo doblaron hacia atrás jalándolo de los brazos. El tercero saltó encima de él y con su mano lo aprisionó del cuello encajando sus garras y haciéndole brotar cinco hilos de sangre. El nocturno se arqueó hacia atrás y dejó caer su mandíbula dislocada, suspendida por la piel estirada, con su lengua repugnante retorciéndose incontrolable a un lado. Dos largas agujas de hueso y cartílago surgieron lentamente de su garganta y con un movimiento repentino de latigazo dejó caer la cabeza sobre el pecho de mi amigo, clavando las agujas en medio de su corazón e inyectando el mortal veneno.


La cabeza me daba vueltas por el golpe y los humos que inhalé. Tropecé. Vi entonces a mi amigo temblando en el suelo. Los tres nocturnos habían ido a buscar nuevas víctimas. Nada podía hacer por él; en los días anteriores había escuchado muchas historias al respecto. Podría al menos intentar acabar con su sufrimiento antes de que se levantara como uno de ellos.


Dos nocturnos vinieron por mí. Empuñé el cuchillo con fuerza y me dispuse a recibir el ataque, pero ambos enemigos se detuvieron en seco. De las sombras apareció un jaguar gigantesco de pelaje negro, el doble de alto que cualquier humano. Era Ek Balam, el Wáay original. Con sus fauces arrancó a uno de los nocturnos del suelo y lo arrojó lejos, al otro casi lo partió en dos de un zarpazo.


Un grito de guerra sacudió el lugar. Decenas de Jwáay aparecieron luchando con sus garras, colmillos y espadas de obsidiana. Los había con cabeza de jaguar, perro y ave. Pronto la situación cambió en a nuestro favor y los nocturnos comenzaron a huir despavoridos, arrebatándose hacia la oscura maleza de la cual habían salido.


Un sonido retumbó en el cielo y un águila enorme lo cruzó veloz, con una veintena de hombres ave volando detrás de ella siguieron la trayectoria de los nocturnos en su huida. Eran Wáay Koot y sus guerreros.


A medida que los nocturnos huyeron y los Jwáay fueron detrás de ellos, la calma se asentó a orillas de la pirámide. Los guerreros que permanecían de pie tomaban consciencia de lo ocurrido entre sollozos y quejidos. Ek Balam tomó forma humana. Ahora, sobre sus dos pies, era apenas un poco más alto que yo, su piel tenía el color del maíz rojo y su voz, grave y profunda, retumbaba en mi pecho como el rugido de un jaguar.

—Guerrero, has luchado valientemente y serás recompensado por eso, pero ahora no es mo

mento para descansar. Ven, ayuda a los heridos y quema a los muertos. A su tiempo, te unirás a nosotros como te fue prometido— en seguida dio media vuelta y fue a ayudar a otros.


El cuerpo destrozado de Pech permanecía en un charco de sangre. No vi a Canek ni sus restos por ningún lado.


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