Angie Carolina Martínez Valenzuela.
Jamundí, Valle.
Universidad del Valle.
No, el duelo (la depresión) es algo distinto de una enfermedad.
¿De qué quieren que me cure?
¿Para encontrar qué estado, qué vida?
Roland Barthes, Diario de duelo.
Gotas de dolor parecidas a la lluvia, gritos ensordecedores, caras largas y confundidas, olor a hierba recién cortada, imágenes que no se agotan y giran estremeciendo profundamente. Todo esto le hace recordar las innumerables muertes que ha tenido que soportar, en particular los asesinatos desgarradores de tres de sus hermanos: Alonso, Arnulfo y Hernán Barahona. Son quizá la respuesta a esa imagen que la amedranta, horroriza y le impide pasar al otro lado de la calle; es acaso una pared infranqueable, un momento en el que se ha quedado dando vueltas y no le permite continuar.
Todas las mañanas, sin falta, se pone en marcha a la tienda. “No puede quedarse quieta. Ella no puede subir gradas”, comenta una de sus hijas, pero su terrible obstinación por ser quien gira en torno a todos le impide seguir recomendaciones médicas. Con una expresión fuerte en su rostro lleno de manchas y arrugas refleja cansancio. Flor Elicenia Barahona, una mujer vigorosa con unos labios demasiado pequeños para todo lo que tiene que contar y demasiado cabello para haber vivido tanto, sale de su hogar todos los días a eso de las siete de la mañana, pero su día ha empezado hace bastante tiempo. “No puedo dormir después de las cinco de la mañana”, con su vestido de abuela, con los ojos hundidos y vencidos, irradia una mirada clara, inmaterializa una mujer demasiado aguerrida.
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“En la loma de Siloé hacían correr a la gente… Mi mamá sufrió mucho por ellos”, menciona acerca de sus hermanos.
Hernán Barahona era un policía corrupto, de esos que ya no se ven –risas–, “andaba en la ley de él… en cruces malos… Estaban tomando los dos. El viejo le echó el brazo encima a Hernán y le disparó”. Alonso se lanzó contra el tipo y recibió también un impacto. “Mi hermano Alonso no estuviera tomando con él hasta viviría”. Al contarlo se estremece su alma. Ella ya no recuerda fechas, pero sus familiares, haciendo cálculo, dicen que murieron en 1994.
Su sobrino Robinson, hijo de Hernán, le decía en el sepelio: “Tía, no llore, mi papá murió en su ley”. Al parecer a estos dos hermanos les dispararon con balas envenenadas, balas que explotan, “se pusieron hinchados como monstruos”, comenta Flor.
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Se sabe que Hernán además de ser un policía corrupto, era sicario en Siloé, y que el pobre de Alonso, libre de cualquier culpa, pagó por estar donde nadie lo ha llamado.
Alonso trabajaba en Chaneme Volvo, una empresa de carros agrícolas y herramientas en donde le tenían afecto. “Todos fueron al entierro”, dice su hermana. Le apodaban “Año Viejo” porque era flaco y arrugado. Odiaba ese sobrenombre y cada vez que lo escuchaba se le salía su malgenio “exclusivo”. Le fascinaban las mujeres y el trago, eran dos cosas que para él iban de la mano.
Hernán Barahona, al contrario, era un cachetón de estatura promedio, fornido, con la cabeza pintada de blanco y peludo, con un temperamento tan fuerte y obsesivo que parecía una fiera de la selva. Dicen que era vicioso. Todos los hermanos le tenían respeto, comenta Elicenia. Siempre andaba armado y vivía con una prostituta. Tuvo ocho hijos con las tres mujeres que le conocieron. Era polifacético, se le medía a lo que fuera e igualmente era muy pinchado. Su vida le liquidó deudas pendientes y acabó así, por su propia ley.
Ocho días antes de su muerte, explica Flor, “tenía a mi amá en su casa, estaba enferma con cáncer. Yo fui a ver a mi mamá y ella me dijo 'mija por qué no me lleva para su casa'. Le daban de comer en los platos que comían los perros. Hernán se enojó porque yo me traje a mi amá a mi casa y dijo cosas horribles de mis hijos. Yo, que no tengo pelos en la lengua le dije 'a la hora que quiera nos damos'. Y se fue así, enojado conmigo”.
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“Yo no me dejé criar por la misma ignorancia de uno… Después de tener los muchachos venir a mariquiar con un tipo”, dice Flor, acordándose de errores pasados,que no perdona y con los cuales se castiga. Sus cinco hijos de sangre y uno de crianza la aman sin importar su forma de actuar.
Unos cuatro años más o menos después de la muerte de sus dos hermanos, sucedió la carnicería, como llama a la muerte de su hermano Arnulfo. Parecido a sus hermanos, de temperamento explosivo y duro, con una hosquedad impracticable. Alto, delgado y de tez trigueña. Siempre le gustó trabajar en el campo. “La ciudad los dañó… Temperamentales y problemáticos, se tomaban un trago y mejor dicho”, menciona su hermana recordando a todos.
Arnulfo “no era ladrón pero buscaba su vivir… Echaba manos a las tierras y sacaba papeles”. Cuidando una casa quinta murió dándose machetazos con otro debido a sus problemas de tierras. Florecita, como le dicen sus nietas, esboza que ese lugar quedó como una carnicería en donde Arnulfo luchó por su vida, dejando huellas de color rojo carmesí por toda la casa. Dice también que él fue un buen hijo y padre, a sus hijos les dejó casa y pensión.
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Flor recuerda cómo su madre Arsilia murió de cáncer y de perturbación. Vivía en Siloé y un día los hombres del M-19 estaban haciendo unas vueltas cerca de su casa. Estos al ver el ejército se metieron en su hogar. Los soldados acordonaron su vivienda y los mataron ahí. El M-19 culpaba a Arsilia de la muerte de sus compañeros, así que la intranquilizaron hasta el punto que tuvo que dejar su casa y esto la trastornó hasta llevarla a su muerte.
Elicenia ve la televisión y se queda dormida, su cabeza da vueltas como trompo y ella ni se inmuta. Vive con sueños retrasados debido a su trabajo en la Galería, la Central de Abastos del Valle Cavasa, donde se gana su dinero mientras una gran parte de la población descansa. Ella grita y se la pasa caminando de un lado para otro, detrás de su compañero e igualmente “socio”; son mayoristas trabajando con verduras. ***
Con una mirada ida sus ojos claros se encharcan al volver al pasado. “Yo me acuerdo más de mis cosas mías del pasado, que lo de ahora del presente”. Hoy parece que se ha quedado sin fuerzas. La mujer vigorosa que había sido se escapa en los quehaceres del día, con la educación de un nieto que le llegó en mal momento, ya cuando la vida le ha robado los últimos suspiros y le ha arrebatado todos sus deseos. Flor se aferra a la vida que odia, se aferra a lo cotidiano porque es más fuerte la costumbre que el amor, porqué ¡qué más da!
Su corazón da alaridos pero su cuerpo ya está desgastado. Surcos en su rostro reflejan años de aguante. Sus curvas como de montañas destellan perseverancia, entereza y esa testaruda forma de pensar que ya no da más. Las huellas de sus pisadas no se borran, no perdonan, constantemente le causan vuelcos. Nada le otorga paz.
Quienes la rodean la reconocen por ser posesiva y obstinada, en lo cual se empeña para no finiquitar. A pesar de eso, un destello de bondad baja por su lomo. Ella quiere a los demás a su manera, entre silencios y reproches. La mayoría del tiempo lucha porque no se deja querer. Como un perro cazador percibe las intenciones de la gente. Así, desconfiada y gruñona deja que algunos se le acerquen.
Dadivosa, perceptiva, sensible, malgeniada, seria, amorosa, impaciente, inconscientemente ella no sabe si es un mal o un bien pero no puede recibir un favor; todo lo paga. Es una montaña derrumbada, sin embargo también es un iceberg con profundidades inconmensurables, como a su vez un tronco que no se deja vencer a pesar de las circunstancias. Se aferra a la vida, a lo que quiere. Pelea como una leona por sus quereres. Es magia pero también realidad. Flor es un rosal de espinas.
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