Annie Giselle Montenegro Velasco
Marsella, Risaralda
Docente del Instituto Estrada - Sede El rayo
Si te parás un domingo, a eso de las 9 a. m., en la panadería Millán Pan, que queda en la esquina de la calle 1C con carrera 70, no te imaginás cómo es esto un día sábado. Simplemente ves el polideportivo de Lourdes, la malla metálica que lo bordea, un andén polvoriento de 264 metros donde se podrían acostar doce estatuas de Cristo Rey; ves un perro que camina distraído y un taxi que a su paso hace sonar la grava. Todo trascurre lento como un bostezo.
Pero si te parás un sábado, a la misma hora, en la misma esquina, todo es vertiginoso como un estornudo. Ves en la calle 1C, desde la carrera 70 hasta la 73C, 156 parasoles colocados en dos filas, unos pegados de otros; frente a frente, dejan un espacio de dos o tres metros para el tránsito de los clientes. Los 2900 metros cuadrados del andén polvoriento, donde cabrían 58 buses articulados del trasporte masivo MIO, se han cubierto de 158 puestos de ventas.
Si empezás a caminar por entre los puestos huele a café. Se ven bananos pecosos junto a las yucas y los plátanos bien verdes. «¡Hay mazorcas, hay fríjol!», «¡Mami, ¿cebolla larga?, a solo mil pesitos, a la orden mi niña!» Huele a carne frita. Se ve a la papa parda —cubierta de tierra negra mojada—, vecina de la papa amarilla y de las habichuelas. «¡La parda, la parda! ¿Qué va a llevar, mami? ¡A la orden, señora!» Huele a arepa que se está quemando. Se mezclan los colores: zanahoria, naranja y remolacha. «Mami, tengo frijolón baratón: tengo de 500, tengo de 800, tengo de 1000; vengan les vendo». Huele a fogón venteado a tapa. Los huevos de campo, de doble yema o «picado». Las gallinas desplumadas. Las crespas lechugas. «¡A la orden, reina. A la orden! ¡Vengan, vengan, vengan!» Huele a naftalina y bolitas de ambientador. Pilas de mango, de tomate de árbol, de maracuyá… «¡Los venenos para ratas, ratones, cucarachas! ¡Ajos, ajos! ¡A la orden la gallina, coman barato, coman barato!».
Si querés te dejás guiar por el olor a carne frita, y parás a desayunar aquí. Arrimás donde Francisco Ruiz, un bumangués de 54 años, quien hace 36 el pánico a la guerrilla lo hizo desplazarse a Cali. Al llegar, trabajó en panaderías, restaurantes, oficios varios y en una fábrica de lácteos. Luego consiguió esposa: Mary Luz Fernández. Cuando ella quedó embarazada de la niña mayor, a Francisco —obrero en una fábrica de lácteos— el dinero no le alcanzaba para la leche. Le tocó retirarse e inició en el Mercado Móvil. «En ese entonces yo traía un horno, hacía pandebono y vendía café, no más». Ahora la jornada de Francisco y su esposa inicia muy temprano: «Me levanto a las dos de la madrugada, hago el café, la avena, el pandebono. A las cuatro cargamos para salir. Aquí llegamos a las cuatro treinta o cinco y nos estamos yendo tipo dos de la tarde, para llegar a preparar lo del otro día». Con una jornada laboral que dura hasta dieciocho horas diarias, Francisco y Mary han levantado doce hijos, «con el trabajo constante en el Móvil, con horas y horas, miles de horas de trabajo».
Si querés conocer algo de la historia de este Móvil, se la preguntás a Francisco, él es el presidente de Avancemos, una de las dos asociaciones responsables de la puesta en marcha del Móvil de Nápoles. Mientras pica cebolla, tomate, y los revuelve con huevos, te cuenta que «el Mercado Móvil de Nápoles funciona aquí hace unos 22 años. Antes estaba en la Calle Quinta, donde está la clínica de los locos. El lote era privado, entonces lo pidieron. Rodamos al Ancianato San Miguel; del ancianato pasamos a un lote que había por la 70. De ahí nos sacaron y nos ubicamos acá. Trabajamos muy duro. A nosotros nos estropearon, nos atropellaron. La policía nos botaba los alimentos, nos vaciaba las carretas, las mesas. Que no se puede vender esto, que no se puede vender lo otro». Ahora el Móvil genera empleo a 180 familias que vienen de Piendamó, de Popayán, de Silvia, de Puerto Tejada, de Santander, y se mezclan con vendedores que viven en esta ciudad; la mayoría de ellos son del Distrito de Aguablanca, Siloé y Alto Nápoles.
Si te vas deslizando por en medio de esta maraña de palabras y colores también escuchás: «¡Carro, carro!», y un niño te toca el hombro y te pregunta: «¿Necesita carrito?». Ese niño puede ser David Steven. Aunque no mide lo debido, tiene 13 años, y desde hace año y medio transporta mercados. Está en quinto, en la «Juan Gabriel», un colegio que queda lejos, por Las Palmas, en la parte más alta de la ladera de la Comuna 18, al sur de Cali. David, en su carrito de alambre, como una jaula abierta por arriba de 60 centímetros de alto por 40 de ancho, —tan grande como para llevar un cachorro de labrador, con dos ruedas de 15 centímetros de diámetro cada una—, lo arrastra de espaldas, con sus dos manos. Lleva los mercados hasta donde la gente vaya, a veces ha ido a donde está la carretera, «por los Míos». David trabaja seis horas, de 6:30 a. m. hasta las 12:30 p. m. A veces se gana 14, 15 o, cuando está de buenas, $24 000, que le sirven para comprar ropa y lo que necesite en el colegio.
Si no encontrás a David quizás te topés con su hermano José Erney. Él tiene 11 años y no le va tan bien como a David. No tiene tantos clientes, solo atiende a dos señores y tres señoras; les lleva «toditicos los sábados» el mercado a la casa. Él empezó a trabajar después que su hermano, «porque me daba pereza levantarme». Trabaja con un carro que le regaló una amiga. «Me hago 11 000 cuando está malo. Cuando está medio malo 15, 20 o 22 lo más». Si le preguntás cuánto cuesta su trabajo, te dirá: «Cobramos por la distancia. $6000 lo más lejos. Del Móvil a Capri son $6000. Cerquita, cerquita, $1000; lejitos, lejitos, $2500».
Si llegás a las 5:00 a. m., cuando la parte de atrás de la loma de Los Chorros solo se ve iluminada por los bombillos y el cielo empieza a ponerse azul, ves camiones de todos los tamaños, y de ellos tres muchachos bajan unas bases de hierro en forma de V, les ponen las dos patas sobre la tierra y encima colocan tablones e improvisan los puestos de cada vendedor. Las bases de hierro, los tablones y los parasoles son de Jair y León. «Ellos le pagan 30 000 pesos diarios a cada muchacho. Los muchachos se encargan de traer todo y lo alquilan: sombrilla a $1000 y mesa a $1000. Hay mesas de $1000 y de $2000; mesas pequeñas y mesas grandes», explica Francisco.
En medio de los camiones y los hombres que pasan corriendo cargados y sudorosos, se ve a un hombre bajo, blanco y delgado, con una barba blanca. Aunque tiene la edad para haberse pensionado, está aquí a las 5 a. m., y arrastra lentamente un carrito de mercar como el de David. De su hombro derecho cuelga una cabuya con tres termos, en el carrito tiene otros ocho; lleva una bolsa con cajetillas de cigarrillo en su mano izquierda. Lo llama una mujer robusta: «¡Popeye, ¿el tintico todavía está bien caliente para este frío?» Él sonríe y le contesta «¡Claro!, está hasta bueno para otro pucho». «Con este son tres tintos y dos puchos», le indica la mujer. «¡Pida nomás!», responde Popeye mientras el café humeante llena el vaso. Al terminar tapa el termo y se lo vuelve a colgar al hombro, empuja el carrito y sigue recorriendo el mercado.
Si esperás a que sean las 11 a. m., te encontrás con Brahyan. Él no viene a comprar ni a vender. Brahyan es freegan. «Freegan, es gratis y vegano, ¿si pillás?; algo que empezó en Europa, en Alemania». En el Móvil de Nápoles —uno de los 42 mercados móviles que existen en Cali—, Brahyan friganea porque «así como se pierden alimentos en los andenes, también hay gente que está dispuesta a colaborar y ser solidaria». Brahyan va sonriente por el Móvil, se acerca a los vendedores y les dice: «Buenos días, madre, ¿qué tal?, buena vibra. Estoy recolectando alimentos. Quería saber si usted me colabora con algo que esté en buen estado y que me pueda ofrecer de buena voluntad, de corazón». Después de una hora de recorrido, como para hacerle una mueca a quienes vociferan sobre la muerte de la solidaridad, muchas manos, arrugadas y callosas, han llenado las manos de Brahyan de alimentos que le ayudarán a sobrevivir la semana.
Si te quedás parado en la mitad del Móvil, escuchás una voz atronadora y firme: «¡Quiubo, clienta!» Y allí, en frente tuyo, está Yilver, un tumaqueño de 1,90 de estatura, cargando una canastilla plástica rectangular llena de granadillas y mandarinas. Yilver sonríe mientras te empaca en una bolsa ocho granadillas por $2000. Al terminar te recomienda los lulos, los mangos y las moras frescas que Emilia, su esposa, tiene en el puesto de frutas. El hijo de Yilver también trabaja aquí, se llama Maicol, tiene 21 años y al igual que él recorre el Móvil de arriba abajo con una canastilla plástica llena de manzanas y zapotes; va con una ramita de ruda escondida detrás de su oreja derecha.
Si seguís recorriendo el Mercado, al lado tuyo pasarán personas adultas, la gran mayoría por encima de los 35 años. Según Francisco, los jóvenes solo vienen porque los manda la mamá, el tío, el abuelo. «Mijo, vaya al Móvil y me trae esto, esto y esto», pero no vienen por iniciativa propia. «El muchacho no sabe en qué se basa la economía, cuál es la estrategia para sobrevivir. En cambio la persona adulta compara precios, sabe que tiene que fraccionar el dinero. Aquí usted viene con un billete de $10 000 y lleva fruta, lleva de todo un poquitico. Le venden $500 de tomate, $500 de cebolla, $500 de arracacha, $500 de zapallo. ¡Una cantidad de productos por los $10 000 pesos!». Francisco también te cuenta su teoría de por qué al Móvil viene más la gente adulta: «El gran potencial del Mercado Móvil es la tercera edad porque le gusta que le den la pruebita de piña, de sandía. ‘¿Cómo está la naranja de dulce? ¿Cómo está la guanábana?’, esos detalles hacen que la gente venga; es el calor humano que tiene cada vendedor para atender a su cliente».
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