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UNA NOCHE DE FICCIÓN

Valeria Carvajal López

Buga, Valle del Cauca

Estudiante Comunicación Social y Periodismo, Universidad del Valle


30 de diciembre

Fue como si el sol estuviera demasiado cerca de mí.


2:25 a.m,

No hubo 31. No hubo año nuevo. Ese día solo hubo silencio.


El manantial, Valle

Rabia y tristeza. Pero sobre todo sentí asombro. Uno cree que es imposible pasar por algo así.


2019

***

Un sábado en la mañana, a casi dos meses de la tragedia, estaba sentada en la tercera banca del lado izquierdo de una cafetería, justo al frente de la puerta de entrada. En espera de un par de rostros desconocidos que, minutos después y con tres expressos en medio, me contarían a detalle una de las noches más irreales, pero verídicas de sus vidas.


Oscar Fernando Piedrahita, de treinta y nueve años, inicia su jornada laboral a primera hora del día. Sin embargo, esa última madrugada despertó una hora antes de lo acostumbrado. Al tomar su teléfono, verificó contar con tiempo suficiente: 2:21 a.m. En su cama, mientras intentaba conciliar nuevamente el sueño, se percató de un ruido inusual, un crujido: Como de madera quemándose. Sin preocuparse de más, buscó la toalla, cubrió su cuerpo y salió del cuarto.

Piedrahita vivió con su familia en la vereda El Manantial, Valle del Cauca, durante once años. Era la casa de su suegra María Teresa Ramírez, y casa de infancia de su actual pareja, Ana Cristina Agudelo Bermúdez. Sus dos hijos, Duván Fernando y Oscar Andrés Piedrahita, también compartían este techo con su tía y prima: María Isabel Giraldo e Isabel Sofía Correa. Siete personas habitaban las mismas paredes de bahareque y esterilla, un jardín de flores muy bien cuidado, dos cachorros y un par de canarios. Años antes, Oscar y su suegro, habían levantado estos muros con sus propias manos y esfuerzo.


—Vivíamos en una casa de esterilla pero lo teníamos todo. Y era nuestra.


Al salir del cuarto fue sorprendido por una intensa luz que esperaba adentrarse en la casa, como si el mismo sol quisiera cruzar su puerta. La división del lugar contaba con una suerte de sótano. En él vivían Piedrahita, Ana Agudelo y sus dos hijos. En la planta superior, que coincidía con el nivel de la carretera, residían las otras tres mujeres.


En medio de gritos, pánico y movimientos desesperados, vuelve a su cuarto y despierta a su mujer e hijos. Oscar solamente logra gritar y gritar: ¡Levántense!¡Rápido! ¡Levántense y salgan ya! Aturdida, Agudelo escuchó unas palabras fragmentadas, alejadas del lugar, sin embargo, alcanzó a reaccionar. Tomó a sus hijos de los brazos y atravesó el marco de madera que aseguraba la puerta de su habitación. Envueltos en un terror desmedido, los cuatro observan cómo el fuego consumía el lugar. Las llamas gigantes y destellos engullían la madera haciéndola crujir. Pero no era el mismo crujir que se escuchó previamente, este era ensordecedor. En un par de segundos el fuego duplicó su fuerza. El calor sofocaba y el oxígeno menguaba. La situación se convertía de a pocos en una película de terror, todo el tiempo esperaron estar soñando. Lo único cierto en el lugar fueron la confusión y el miedo.


La última persona que logró salir fue Ana Agudelo. Piedrahita se encargó de poner a salvo a sus hijos, su suegra, su cuñada y su sobrina. Mientras tanto, la mujer fue en busca de los cachorros: Me devolví en medio de esa candela para sacar a mis gorditas. Sin embargo, la dificultad aumentó. Al llegar hasta sus mascotas, intentó desamarrarlas, pero el desespero de ella y el de sus perras, creó un nudo ciego entre ambas cuerdas. Se fijó en las escaleras (que funcionaban como única vía de escape) y tomó una de las decisiones más dolorosas: Eran ellas o era yo. Las escaleras estaban completamente incendiadas, el muro de fuego hacía distante la puerta de salida, faltaría poco para que se empezara a derrumbarse. Sin pensarlo más, corrió hacia las gradas de madera y pasó por encima del fuego hasta la puerta.




No hubo señal previa. Ni ruido, ni olor, ni humo. Fueron solo segundos: Los segundos más intensos y aterradores.


Afuera, Piedrahita y su familia sólo pudieron alejarse cinco metros de la casa en llamas y observar el hecho, con pocos movimientos y sin preguntas al respecto. El miedo de un futuro incierto apareció en doña Teresa. No podía hacer más que ver cómo desaparecía la herencia de su difunto esposo. Los vecinos llamaron al carro de bomberos. Cuatro horas se demoraron en llegar mientras todo el lugar se consumía. El primero llegó a las tres de la mañana. El fuego se apagó por completo seis horas después. Don Lucho, un vecino, quiso ayudarles llevando un baldadito de agua. Los demás estaban de espectadores: Grabando con sus celulares cómo se caía a pedazos la casa de mi madre.


Fueron grandes los estragos que dejó el suceso. Las cuerdas de energía se quemaron y el barrio quedó a oscuras unas cuantas horas, hasta que la empresa EPSA los cambió por unos nuevos.


¿Y la razón del fuego?: Especulaciones.


El fuego no se generó en la casa de los Piedrahita sino en la casa conjunta, que también estaba construida de bahareque y que, veinticuatro horas antes, había sido abandonada por supuestas amenazas. El veintinueve de diciembre, la expareja de una de sus habitantes, causó temor al intentar derribar la puerta del lugar. Según testigos, la misma persona habría causado ya distintos daños al inmueble. Entre sus vecinos figura como el posible culpable del incendio. Si la razón es otra, a la fecha, la desconocemos.


¿Y la investigación pertinente?: La policía no preguntó nada en absoluto.


Al llegar, justo después que los bomberos, las autoridades nacionales no obraron como Agudelo y Piedrahita supusieron, ni siquiera preguntaron por heridos: Para ellos esto fue como una fogatica. Pasó y no tuvo importancia. La autoridad dio un paso atrás ante el daño del inmueble. Al remitirme a la central de policía, preguntando al respecto, fui atendida por las siguientes palabras: No es información que le podamos suministrar. El cuerpo de bomberos elaboró algunas preguntas a los afectados, sin embargo, no las suficientes para llevar a cabo un proceso de investigación. Si existe alguna razón para ello, a la fecha, la desconocemos.


Y al salir el penúltimo sol del penúltimo año de la década, el hogar de siete personas quedó en cenizas. De la noche a la mañana, sus manos estaban vacías. Lo único que lograron rescatar, y porque no pudo ser de otra forma, fue la ropa que los vestía. Aquella noche desapareció el bien material que se había logrado durante años, los ahorros para algún día convertir la madera en ladrillo y cemento, los recuerdos de su niñez y de su padre.


Aquel sábado le di rostro a aquellas voces que tres días antes conocí. Oscar Piedrahita, un hombre alto, moreno, de manos fuertes y firmes, mirada poco amenazadora y voz apacible. Ana Agudelo, una joven amable y arriesgada de veintisiete años. Durante dos horas, se esforzó por aguantar las lágrimas que deseaba derramar contándome su historia. Hoy nuestros protagonistas sueñan con la noche del 30 de diciembre, se refieren a lo que perdieron como si aún hiciesen parte de ellos, y despiertan temerosos en medio de la noche, esperando no volver a vivir esos minutos que parecían de mentira. Al despertar, una ficción que se volvió realidad les recuerda que ya no ocupan más sus habitaciones, ni ladran más sus cachorros, ni cantan más sus canarios.


https://www.instagram.com/osten1996/
Ilustraciones: Karen Liseth Osorio Tenorio @karenosoriotatto @osten1996 / Cali, Valle del Cauca



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