Daniel Mauricio Gonzáles Lalinde
Cali, Valle del Cauca
Estudiante de Licenciatura en Literatura de la Universidad del Valle
Ya a las ocho de la mañana, el sol rebotaba sobre el suelo asfaltado y dispersaba la niebla que hasta hacía poco cubría la ciudad en un frío propio de los lugares donde no hay un solo clima, sino cuatro o un millón.
Cualquiera, mirando desde la avenida, el café o la fuente, podría haber visto a Roberto cruzar el centro comercial de punta a punta, atravesar afanado el supermercado como un pequeño atajo, y por fin, llegar a las puertas de la universidad, dónde tendría clase de 8 a.m., aunque ya fueran las 8:10. Pero nadie lo vio cruzar y por eso lo cuento.
Habiendo salido del centro comercial un hombre le pregunta, optimista, si va a tomar un taxi, pero sabe que no es así, que Roberto es un estudiante, que tiene cara de vivir solo con dinero para fotocopias, que recién llegó a la ciudad, que no está seguro si está dónde debe estar, pero ahí se va a morir porque cualquier otro lugar es lo mismo.
Roberto lo ignora, avanza, cruza la avenida, su visión se vuelve un túnel que enfoca solo la recta enorme y no tan recta, sino resquebrajada, que le faltaba saldar para chocarse con la puerta del salón y sentarse, y gritar que sí, que sí está presente, que sí existe, porque el que no grita no tiene lugar en este mundo.
Roberto se alivia, sólo llegó quince minutos tarde, va a voltear para meterse en los recovecos del edificio y…
—Fernando, ¿eres tú? —una mujer lo agarró del brazo, miraba hacia arriba como buscando su rostro y no pudiendo encontrarlo.
—No soy yo, señora.
—No me mientas, Fernando. Te he estado buscando en todo lado. Por fin te encuentro, amor.
—No soy yo, ¡suélteme! —Roberto no entendía qué pasaba, por qué esa mujer vestida de nieve en la ciudad del fuego lo reconocía como alguien que nunca había sido.
—Fernando, ¿no creerás que soy idiota? Viví veinte años escuchando esa voz y otros veinte buscándola. Sé que eres tú. ¿Por qué te has escondido tanto tiempo?
La mujer no aparentaba tener más de cuarenta años. Unas arrugas al costado de los ojos le delataban casi treinta, pero no más. En todo caso, Roberto debía irse. Veinte años solo he vivido con mi madre, se dijo a sí mismo, cómo convenciéndose antes de partir.
—Lo lamento, pero siga buscando. Yo soy Roberto, no Fernando. Déjeme… —Roberto se congeló cuando vio la mano temblorosa y blanca acercarse a su rostro y entonces notó los ojos de la mujer, tan iguales a una luna eclipsada y enorme, llenos de ceguera y seguridad.
—Yo conozco tu cara tanto como conozco las raíces y la sangre que brota de mí, Fernando. No te ocultes más, que soy yo. Soy yo, Clara. Clara, la que parió tus hijos y los enterró contigo, la que se quedó ciega y esperó que volvieras de navegar, Fernando. Por fin te encontré.
—Señora Clara, ya le dije que no soy yo a quien busca; yo soy Roberto y tengo que irme a clase.
—No tienes que ir a ningún lado, Fernando, menos adonde no quieres ir. Ya estoy aquí de nuevo, quédate. Podemos ir a navegar como tanto te gustaba. ¿Dónde dejaste tu barco, Fernando?
Roberto ya sentía que no podía más, que el profesor Sepúlveda no lo dejaría entrar si tardaba más tiempo a causa de Clara y su agarre firme sobre su brazo.
—Ya, déjeme ir.
—Fernando, ¿es que no me has extrañado, amor mío? Yo te he buscado todo este tiempo. ¿Sabes quién te extrañó también? Rigel, nuestro gato manchado. Ya murió, ¿sabes? Hasta el último día estuvo arañando tu puerta, esperando que salieras a regañarlo como siempre y darle una galletita. Ven, Fernando, vámonos juntos o mátame a salivazos. No quiero buscarte otros veinte años, ni dos, ni un día más.
—Ya, en serio, que no soy Fernando. Me llamo Roberto. Lo lamento pero tendrá que seguir esperando… Adiós, Clara.
Roberto no soportó una palabra más de aquella mujer que lo reclamaba suyo, que lo sacaba del papel que hasta ahora había interpretado muy bien en una existencia para la que no había hecho audición, ni mandado hojas de vida. Con fuerza se zafó de la pinza de Clara y emprendió con carrera su travesía hasta el salón de clase. Ya unos cuantos metros adelante miró hacia atrás y vio, entre todos los estudiantes que cruzaban, un vestido blanco, quieto, inmutado, que al parpadear había sido tragado por una multitud de universitarios.
Roberto terminó por llegar veinticinco minutos tarde a la clase, pero el profesor Sepúlveda también.
Se ubicó en la segunda fila de asientos, en el medio. Esperó el llamado a lista. Cuando llamaron a Fernando, uno de sus compañeros, la voz de Roberto se abrió, pero sin articular ningún significado, y no sabía muy bien por qué. Estuvo toda la clase pensando en navegar, en gatos, en el encuentro con esa mujer que nunca había visto pero que se le hacía tan familiar; pero no pensó en ecuaciones diferenciales ni en las palabras amortiguadas del profesor, que no lo notaba ni hoy ni nunca; pero sobre todo hoy, que Roberto no era tan Roberto como todos los días.
Se acabó la clase unas horas después. Roberto fue a almorzar solo. La carne se había acabado y entonces le dieron huevos a cambio. Solo se comió las yemas y se sintió rendido. Sintió el dolor de perder algo que uno ama sin saber qué es, ni por qué lo ama; sintió haber enterrado todo lo que lo ataba a no sabía qué, porque no sabía ni quién era ni a dónde pertenecía.
Roberto recorrió de nuevo el centro comercial pero no fue a casa. Tomó un bus rumbo al mar y no le dijo nada a nadie. Tardó unas cuatro horas en llegar al puerto maloliente y poner pie en un barquito que no era suyo pero que no tenía dueño visible. Cortó todas las cuerdas, las del puerto y las de dentro de sí mismo.
—Aquí estoy, Clara.
El barco zarpó, y mientras alguien en el puerto le gritaba, comenzó a llorar por un gato llamado Rigel que no era suyo.
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