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Ofelia

Verónica Curátola Tobar

Popayán, Cauca

Comunicadora Social


Ana Ofelia nació al mediodía, y por eso creía que el sol la iba persiguiendo por donde ella anduviera. Fue la tercera en una familia de cinco hermanos, al medio también, así que para ser coherente, dejó el colegio tirado en mitad de año, en mitad del bachillerato, para dedicarse a criar patos y abandonar su casa con su gran y verdadero amor: Medardo. Los patos les daban para comer y comprar las “cositas de la casa”: cortinas, un mantel, un ventilador de los grandes y un pico para las caderas cumbiamberas de Ana Ofelia. Ella se puso también en el medio de muchas otras vainas que, por ser mujer, negra, sin bachillerato, mujer, de pueblo, campesina, pobre y más que todo, mujer, no le correspondían.


Ana Ofelia era una mujer poderosa. Era, porque está muerta; poderosa, porque lograba cambiar el rumbo de las cosas, en su mayoría para bien. Cosas como ayudar a que su comadre Alvarina pariera con ayuda de su enemiga declarada, pero en tregua por la contingencia del recién llegado; como salvarle dos puercos al señor Ercilio, a pesar de que él no era un patrón justo y los otros trabajadores se los querían cortar en pedazos en plena huerta; como poner el pellejo entre el alcalde y su gente para exigir una dotación decente en el colegio; como dejarse de un par de policías con tal de que a las señoritas que iban en el carro para el pueblo con ella no tuvieran que conocer varón antes de tiempo.


A Ana Ofelia nada la detenía, ni los arroyos en invierno, ni el polvero en el verano, ni los comentarios de las vecinas. No se detuvo cuando al marido le metieron dos machetazos en el cuello y lo dejaron colgado del palo de mango afuera de su casa, dizque para advertirle sobre la importancia de su silencio; y para que no se metiera con los tejemanejes de los hombres del río, con sus bolitas de oro, sus armas y sus asuntos porque “son asuntos de hombres, ya tú sabes que eres hembra así que mejor sin decir nada”. Ni se detuvo cuando le desbarataron la casa entera para buscar una supuesta esmeralda metida en un anillo que una supuesta tía le había supuestamente heredado, porque eso fue pura paja, pura excusa solamente para irle a estrujar la casita. Ni cuando le desaparecieron a sus patos, a sus decenas de patos, de un día para otro, y le dejaron los bultos de alimento zambullidos en el laguito que les había hecho para que nadaran. Ni cuando la borraron del mapa en medio de una fiesta patronal sin que la gente se percatara que sus caderas sueltas no estaban dominando la cumbia, porque cuando ella ya no estuvo la gente salió a la calle con su foto en la mano a preguntar que dónde la tenían, que la devolvieran viva. Nada la detuvo. Ni la muerte, porque después de que la amarraron a una silla de plástico con tres patas y la dejaron caer para patearla sin que opusiera mucha resistencia y la violaron cuando perdió el conocimiento durante tres días con sus noches, aun así, su vida quedó en la boca de todos.


Otros más serán como ella, aunque también acaben muertos, templados de cinco balazos y desfigurados en la mitad de la carretera hacia el otro pueblo; eso hasta que los matones se den cuenta que lo que les queda de país es gracias a esos difuntos.

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