Emmanuel Wagner Martínez
Cali, Valle del Cauca
Licenciado en Arte Dramático en la Universidad del Valle
—¿Quién es ese muchachito?
—Ese no es un muchacho, Humberto. Es una matera.
Humberto asintió con la cabeza y rumió con su boca desdentada. Permaneció en la silla mecedora en su aparente lucidez, mirando al patio con los ojos nublados. Mamá trabajaba la masa y yo me encargaba del horno, preguntándome en qué podría estar pensando él. A veces se me ocurre que salta de un recuerdo lejano a otro más reciente (si es que tiene recuerdos recientes) con normalidad, como si ignorara que tiene las realidades truncadas. Quise comprobarlo preguntándole algo. Se me vino a la cabeza el nombre de Lucio Llano, a quien había oído mentar antes. Para mí lo esencial siempre fueron las circunstancias de su muerte y lo que rodea ese evento. Consulté a mamá, que al respecto parecía tener las pistas más claras. Miré a Humberto para darme cuenta de que su mente estaba lejos de nuestra conversación. Mamá volvió en el tiempo.
Diciembre 24 de 1974. Los obreros y los peones son iguales en todas las épocas. No volverían a labores hasta el dos o tres de enero. Mientras tanto, como cada última semana del año, el aguardiente y los pleitos de cantina estaban a la orden del día.
—Ese día estuvo aquí —dijo mamá señalando la viga de cemento contra la cual estaba apoyada la mecedora en que Humberto divagaba—. Jugó a la lleva con el finado Fanor Rengifo.
Cerré la puerta del horno y la miré con seriedad ¿A la lleva? Estaban ebrios, aclaró mamá. Lucio Llano tenía cerca de cincuenta años, era sobrio o tomado. Un espíritu de niño definitivamente en un cuerpo adulto, a lo mejor por eso era tan buena persona.
Cerré la puerta del horno y la miré con seriedad ¿A la lleva? Estaban ebrios, aclaró mamá. Así era él, sobrio o tomado. Con cincuenta años tenía un espíritu de niño en un cuerpo adulto. A lo mejor por eso era tan buena persona.
No sé qué habrá pensado mamá ese día con sus ojos de niña de diez años, pero a mí, a pesar de la explicación, me costó trabajo imaginarme a dos hombres de mediana edad jugando a la lleva. Incluso ahora sigue pareciéndome inverosímil. El asunto fue que ese día Lucio Llano, un poco bebido, salió de esta casa a eso de las tres de la tarde. Lilia García, mi abuela, le preguntó cuál era la prisa. Él le respondió que la juerga no daba espera, y a su vez invitó a un Humberto de cuarenta y cuatro años y traía algunos tragos en la cabeza. Humberto rechazó la invitación. “A la noche nos vemos en la casa”. Lucio Llano se despidió dándole dos palmadas en el brazo a su primo. Otro peón como él. Lo esperaba afuera de la casa y cantando corridos cogieron camino.
A las cuatro de la tarde llegó la noticia de que Lucio Llano se había matado. Había ido con el otro peón a los arrozales. Se montaron a un viejo tractor y bebieron mientras daban vueltas a la plantación en el bulto de tuercas oxidado. Sin saber cómo, tal vez con la seguridad de que la juerga no daba espera, Lucio se cayó del tractor, que le aplastó la cabeza con la llanta trasera. Se sabe que el otro peón no pudo comer en varios días y tiempo después se fue del pueblo.
Lucio Llano era hijo de una media hermana de mi amá Juana, la madre de Humberto y de mi
abuela, Lilia García, quien se había instalado en esta casa, en ese entonces un ranchito de bahareque a doscientos metros de la casa grande. A pesar de la ausencia de Lilia García en la casa donde se crió, ésta era bastante concurrida, por lo que Lucio Llano, recién venido del norte en el 73, fue instalado en la misma habitación que su primo Humberto, que además le consiguió trabajo en los arrozales donde habría de encontrar el fin.
La pesadez rondó por los alrededores durante varios días. Así llegó el año 75. Las fiestas habían pasado y los peones regresaron al trabajo. Una tarde de mediados de enero, cuando la pena se iba diluyendo apenas, Humberto volvió de los arrozales, divisó con pesadumbre el cerco y cuando estuvo frente al portón lanzó un largo suspiro. Se sentó en la vieja banca de barro seco que parecía esperarlos a él y a Lucio cada vez que volvían de cumplir con la jornada. Se estaba quitando las botas cuando le dijeron “movéte para allá”. Siguió con los ojos clavados en la tierra unos segundos más antes de levantar la cabeza y percatarse de que estaba solo. Un minuto después se dirigió a la casa. “Es la costumbre”, se dijo, “los lugares también tienen memoria”. Tuvo el vago deseo de comentar lo ocurrido con Víctor M. o con Alberto, pero decidió pasar. En el fondo sabía que no acababa de resignarse. Eso debía ser.
La mañana siguiente fue a los arrozales con la mente en blanco, trabajó sin quejarse o pronunciar palabra, escasamente recordando que a Lucio le gustaba llevar los ingredientes y preparar su almuerzo al medio día en lugar de llevar fiambre, como todos los demás. Una remembranza inútil. Regresó al atardecer y se sentó en la banca con resignación, se quitó las botas, apretó los ojos. No escuchó nada a pesar de esperar varios minutos. Sonrió y se dijo que la mente le estado jugando bromas, que había estado pensando demasiado en ello.
Esa noche jugó al dominó con sus hermanos. Se acostó tarde, cerca de las diez. Le costaba dormir, como todas las noches desde la tragedia, aunque en ninguna había estado tan intranquilo como esta. Yacía mirando al rincón y en medio del insomnio terminó mirando la cama de al lado, abandonada y distante. Se sintió pequeño en la soledad de la habitación, intentó llorar en vano. Escuchó un caballo sobre el empedrado. Sintió curiosidad, pero no la suficiente para levantarse a ver quién era. Sonaron tres golpes en el ventanal de madera. Esperó sin respirar. “Humber, Humber” oyó que le decían desde afuera. Y Humberto, que no se atrevió a responder, miró al techo de vigas hasta que la luz del amanecer se instaló en la habitación.
La situación se prolongó. El asunto de la banca era intermitente. Podían pasar tres días sin que se escuchara nada y, de repente, un viernes regresaba de entre los matorrales. Pero el caballo en el empedrado, los golpes en la ventana y la voz de afuera eran constantes. Y aunque con el paso de los días aprendió a quedarse dormido, notaba que despertaba sin energía. No sentía temor o espanto ante aquellos fenómenos, a fin de cuentas sabía de qué se trataba; tal vez por eso nunca se decidió a recurrir a un sacerdote o al agua bendita. Tampoco se lo contó a nadie, al menos no durante un tiempo. No sabía cuándo, pero incluso había empezado a responder al llamado nocturno con un “¿Qué pasó?” apagado y lejano.
Había transcurrido casi un año desde la tragedia de navidad y Humberto, que veía iguales todos los días, cayó en cuenta una mañana de que algo iba realmente mal cuando intentó levantarse de la cama y se derrumbó en el piso de tierra. Mi amá Juana lo convenció de descansar ese día y con su ímpetu de matriarca le preguntó qué le pasaba. Humberto no le contó nada, aunque ni para él ni para nadie habría sido una sorpresa que ella, a la que nada podía ocultársele, lo supiera de antemano.
Salió la luna. En la casa todos dormían excepto Humberto que, sentado al borde de la cama, esperaba los tres golpes y el llamado. No tardaron en hacer eco. “Humber, Humber”. Esta vez Humberto respondió sereno y con convicción. “No más, Lucio. Dejame en paz”. Hubo un silencio y entonces se escuchó al caballo sobre el empedrado, esta vez alejándose. Cuando solo se sintió la respiración de las hojas bajo las estrellas, Humberto estuvo seguro de que todo había terminado.
Con el paso de los años Humberto dejó una estela de mujeres maltratadas, malos negocios y negligencias morales, producidas talvez por sus pesadillas interminables con un primo sin nombre que da tres golpes en la madera y lo llama dos veces antes de despertar. Nadie podrá decir que fue mejor o peor que cualquier hombre de su época. Por cosas del destino y el abandono del intelecto, Humberto llegó a este punto, perdido en una lucidez nebulosa, mezclando todos los presentes. Como si hubiera estado escuchando nos pregunta por Lilia García.
—Humberto, mi abuela se fue hace siete años.
Asiente nuevamente con la cabeza y pronuncia algo ininteligible. Mamá ha hablado mucho del tema pero le pregunto a él directamente en qué año murió Lucio Llano sólo para saber en qué estado de lucidez se encuentra. Hace una pausa, me pregunto si de verdad intenta darme una respuesta o solo es otro de sus lapsos sin fin. Su lengua torpe se desliza sobre los labios secos.
—Lucio Llano murió en el año de mil novecientos veinte.
Río para mis adentros porque sé que es un viejo confundido, que en el fondo es un niño incomprendido y solo.
—Claro que sí, Humberto. Fue en ese año.
—Oiga ¿quién es ese muchachito?
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