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LUCERO

Ariel Fernando Cambronero Zumbado

Heredia, Costa Rica

Literato y linguista de la Universidad de las Artes


Para Capitán, un viejo amigo perruno.


¿Nunca te has sentido como un tachón en una hoja de papel? Porque yo sí. Hace ya bastante tiempo que vivía con mi amo. Lo extraño muchísimo, ¿sabes? Éramos tan felices. Salíamos a caminar juntos por el parque todas las tardes. Si yo no rezongaba a la hora del baño, me premiaba con un besito en la frente y un trozo de jamón o una galletita. Cuando dormía acurrucado sobre su pecho, agradecía que su corazón aún latiera. Me gustaba pensar que latía por mí. Cada vez que él me sonreía, emocionado movía la cola sin cesar. Esos hoyuelitos que se le formaban en las mejillas me embelesaban. Me lanzaba sobre él a lamerle la cara con efusividad, eso le provocaba muchas cosquillas. Mi plan era que nunca desapareciera la sonrisa de su rostro. Lástima que ahora solo conservo un recuerdo borroso de esta, y sus facciones estén deformadas por la ira. La culpa es de la humana. Maldigo el día en que ella arribó a nuestro hogar.


Mi infierno comenzó un viernes a las 3:00 p.m. Esperé a mi amo por más de seis horas para que fuéramos a pasear al parque, pero él llegó hasta la noche, acompañado de una mujer. Ella nunca me agradó. Desde que la olfateé por primera vez, me embargó una gran desconfianza. Además, la manera en la que ella me trataba era bastante patética: actuaba como una niña con alguna clase de afasia que le impedía pronunciar bien las palabras y me miraba por encima del hombro, como si yo fuera inferior, como si yo fuera parte del decorado del salón y no un miembro más de la familia. Ambas actitudes siempre me han disgustado. No soy como otros perros a los cuales les encanta y divierte que les hablen con un tono infantil y retrasado. En lo personal, me siento humillado y ridículo. Solo mi amo me ha tratado como igual. Solo él me ha apreciado tal cual soy, sin luchar por cambiarme o personalizarme con ropita deleznable como si fuera un muñeco. Solo él… Solo él ha logrado conocer mi alma.


Ese viernes mi amo me ignoró casi por completo. Eso me dolió tanto como una patada en el estómago. Estuve toda la maldita tarde esperándolo, con la cabeza a punto de estallar, pensando que algo malo le había sucedido, que jamás lo volvería a ver. Hasta me puse a llorar imaginando escenas trágicas que me atormentaban. Pero a él no le importó, ni siquiera notó mi malestar. Sencillamente me encerró en un cuarto para que no le ensuciara el vestido a su maldita invitada.


¿Cómo te habrías sentido tú en ese momento? Él nunca había sido así conmigo. Siempre fue cariñoso y atento. Adivinaba cuándo me hallaba ansioso, deprimido o cansado, y se esforzaba para aliviar mis penas. Pero ese día el vestido de una desconocida pasó a ser más importante que yo. Me sentí como una mascota, como cualquier otro rottweiler.


Pensé que la situación mejoraría. ¡Qué idiota! Las salidas al parque, mis momentos favoritos a su lado, se arruinaron. La mujer se unió a nosotros sin mi consentimiento. Todo se convirtió en una tortura. Sentía que sobraba, que me usaban como pretexto para encontrarse y conversar de temas triviales. Al principio decidí ladrar y ser lo más ruidoso posible para impedirles hablar en paz, quizá así la desesperaría y conseguiría que se fuera. Fracasé. Él me callaba y se enojaba conmigo, mientras ella se burlaba de mí diciendo: “Todos los perros son así de inquietos cuando uno los saca a pasear. Son como unos niños. Por eso es mejor dejarlos encerrados en casa”. ¿Cómo así que soy como todos los perros? Ella ni siquiera me conocía. No soy un maldito robot como para ser igual a los demás. Al percatarme de que esa estrategia no funcionaría, opté por mantenerme en silencio, soportando resignado las caricias de ella y la indiferencia de él. Solo lo hacía para quedar bien ante mi amo. En el fondo, moría por despedazarles la yugular.


Ella se mudó a la casa. Por más que llorara, nadie me escuchaba. Mi opinión ya no contaba en ese hogar. Fui desplazado por ella. Ellos se divertían en la sala y yo me limitaba a observarlos echado a lado del sillón o desde la oscuridad del pasillo. Algunas veces los escuchaba gemir y carcajearse encerrados en el cuarto. La envidia me estrujaba el corazón y me picoteaba la mente sin descanso, ni siquiera podía dormir. Yo quería ese amor para mí. Ella me lo estaba robando y yo no podía hacer nada. Él cambió: algunas veces olvidaba alimentarme o llenar mi tazón de agua. Dejamos de salir al parque porque prefería pasar el rato con ella, y apenas si me miraba para asegurarse de que seguía con vida. ¿Pero sabes qué? Nada de eso me importaba, solo quería recuperar su amor y su atención. Él era el amor de mi vida, ¿sabes a qué me refiero?


Enfermé. Estuve a punto de morir. Él me salvó. Al verme cabizbajo, delgaducho y sin energía, me llevó al veterinario y me cuidó durante varias semanas. Eso enojó a la mujer. “¡Cómo es posible que le pongas más atención a ese zaguate que a mí! Yo soy tu novia y ese solo es un perro viejo”, gritaba constantemente. Él permanecía en silencio, ignorándola y mimándome, lo que la molestaba todavía más. Yo me risoteaba en el fondo. Sin quererlo me vengaba de ella y recobraba a mi amo al mismo tiempo. Las discusiones entre ellos aumentaron y se tornaron en alaridos, insultos, portazos y maldiciones a cada minuto. Todo un pandemonio; un pandemonio que me colmaba de júbilo. Si los pleitos incrementaban, lo más probable es que ella se marchara para siempre y así seríamos de nuevo solo él y yo. Él empezó a compartir más tiempo conmigo. Volvimos a salir juntos al parque sin su molesta compañía, y dormí de nuevo sobre su pecho en el sofá. Sin embargo, mi gloria se acabó pronto.


Ilustración: Gisela Robinson @giselarobinsonart / Shrewsbury, Inglaterra

Mi alegría se esfumó cuando me enteré de que estaba embarazada. Ese humano que venía en camino cambió el panorama: las peleas cesaron, la atención de mi amo recayó sobre ella y el bebé y, una vez más, fui olvidado. Me asqueaban y me malhumoraban las vibras de felicidad que rodeaban a la pareja, contrastaban notablemente con la depresión que me sumía en un rincón de la cocina. No sabía muy bien qué sentir: en parte, me alegraba muchísimo admirar la sonrisa de oreja a oreja que se plasmaba en mi amo, pero también me frustraba y entristecía no ser el causante de esa sonrisa, no ser parte del cuadro de júbilo que observaba desde mi miseria. Por suerte las discusiones volvieron a tener lugar entre ellos. Solo que esta vez fueron más lejos. Ella golpeaba a mi amo y le tiraba objetos encima. Él, como siempre, no hacía nada. No obstante, yo sí decidí hacer algo.


En una tarde calurosa aproveché que mi amo se fue a bañar. Había puesto la música a todo volumen. Cauteloso me escabullí en la habitación. Encontré a la mujer desnuda frente al espejo, tocándose los senos con meticulosidad. Su barriga de nueve meses parecía que explotaría dentro de poco. Al verme en el reflejo se volteó asustada, conteniendo un grito. Gruñí y le enseñé los colmillos, me acerqué lentamente. Ella veía hacia todas partes con ansiedad. Cuando se disponía a llamar a mi amo me abalancé sobre ella, le arranqué la yugular de un ñangazo. Apenas sentí el sabor de la sangre, una sustancia negra que corría a borbotones por la cerámica, perdí el control sobre mí mismo. Mi respiración se aceleró a tal punto que por poco pensé que mis pulmones reventarían. Excitado y movido por los latidos de mi corazón, que revoloteaban en mi garganta, seguí mis instintos: le desgarré los pechos y despegué su cara de varios mordiscos. Le abrí el estómago hasta desaparecérselo. Entre las vísceras, el bebé: Cristofer, así habían decidido llamarlo. Decapité a Cristofer de un bocado y me comí el resto ¡Pero qué carne más deliciosa! Nunca había probado algo tan exquisito. Era como saborear el cuerpo de algún dios.


De súbito, la música se detuvo y la puerta chirrió tras de mí. Los gritos de mi amo resonaron por toda la recámara. ¿Por qué gritaba? Jamás me esperé lo siguiente: me agarró a patadas. Baladrando como orate, con el semblante oscurecido por la cólera, me golpeó hasta quebrarme las costillas. Exploté en llanto. ¿Por qué me lastimaba después de haberlo defendido? ¿Por qué…? Me llené de ira contra mi amo y me le tiré encima. Trató de defenderse con las manos pero fue inútil. Conseguí alcanzar su yugular. Mientras se desangraba, me miraba con los ojos crispados, como si observara al mismísimo demonio. De inmediato el corazón y la garganta se me comprimieron: ansioso y trémulo, retrocedí y me limpié el hocico contra las sábanas de la cama. Sentí tanta vergüenza, miedo y asco de mí mismo, que me odié desde entonces. Él dejó de convulsionar, sin embargo, continuaba juzgándome con sus dos canicas inertes. Iluso me aproximé llorando a borbotones hacia su cadáver. Sabía que estaba muerto, pero aun así lo moví con mi hocico con la esperanza de que reaccionara. No reaccionó. Me acurruqué a su lado para sentirlo por última vez. Tanto él como el ambiente se enfriaron hasta podrirse. Había matado a quien más amaba. ¿Cómo se supera eso?


Me vi en el espejo y no me reconocí: contemplé un rottweiler con el hocico babeante de sangre y tres cadáveres detrás; dos reducidos a carne molida y otro con el cuello abierto de par en par y la mirada inmortal de la decepción. ¿Ese perro asesino era yo? Exploté en llanto. Gruñéndole como demente a mi reflejo, me impulsé contra el cristal. Acabé con un centenar de fragmentos vítreos incrustados en todo el cuerpo. Descargué toda mi ira impactándome contra las paredes, revolcándome contra los restos del espejo, arrancándome trozos de carne a dentelladas y zarpazos. Conforme más me destruía, un vacío en mi pecho crecía de forma descomunal. Aún no sé cómo detenerlo.


Decidí exiliarme una vez el cuerpo de mi amo perdió su agradable olor a vida. El olor que tanto amaba. Abandoné la casa. Abandoné mi nombre. Desde entonces deambulo por las calles en busca de la muerte. Muerte que nunca llega.

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