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LA SOLEDAD





Andrés Felipe Arroyave Zapata.

Palmira, Valle.

Profesional en Filosofía, Universidad del Valle.


El lugar estaba ubicado a unos veinte metros bajo tierra. Cuando la mujer llegó, observó al vigilante como lo había hecho casi todos los días desde hace unos diez años atrás. Aún se conservaba hermosa, en sus manos cargaba los recipientes con comida.

–¿Sabe cómo despertó hoy? –preguntó ella.

–Como los últimos días –respondió el vigilante–. Ha pedido más papel y cigarrillos.

–Traje los cigarrillos… No lo comprendo, si ya tenía un computador, ¿por qué más papel? –dijo ella, trataba de asomarse por la reja de la celda. Por ese lugar solo pudo observar siempre lo mismo, un pasillo semioscuro que se volvía totalmente negro al perderse en la lejanía.

–Dice que necesita más papel, quiere volver a escribir como lo hacía antes.

La mujer se sentó sobre la única silla de la estancia. Tomó los recipientes con la comida y los entregó al vigilante. El hombre acomodó su arma y abrió la primera puerta de la celda. El vigilante se interpuso como había ocurrido sin interrupciones desde hace unos diez años cuando la mujer quiso acompañarlo. Ella lo vio perderse en el pasillo. De pronto volvió a sentir el mareo de los últimos días y tomó asiento. Al momento retornó el vigilante, cerró la primera puerta y se plantó en su puesto.

–¿Cómo se encuentra? ¿Me ha mandado a decir algo? –preguntó ella.

–Se encuentra bien. Dice que no se preocupe, él puede volver en cualquier momento.

–Eso dice siempre… –respondió alicaída y como volviendo del mareo.

–Dijo también que necesitaba concentrarse, solo eso.

La mujer pensó en entrar y en llevarse como pudiese al vigilante, pensó en atravesar el pasillo para buscar a quien la había dejado sola y abrazarlo o recriminarle; no lo sabía muy bien. Recordó sus anteriores intentos interrumpidos por el vigilante, quien terminaba estremeciéndola entre sus enormes brazos. Siempre incumplió en el pasado cada vez que se juró no volver para continuar sola.

–¿Y usted hasta cuándo piensa estar de custodio? –inquirió ella.

El vigilante no abrió sus labios, tan sólo la observó.

–¿No puede ir y decirle que ya es suficiente con esto? –estaba muy molesta–. Han pasado tantos años, ya es el tiempo justo…a veces creo que él se ha olvidado hasta de mi rostro.

Volvió a tomar asiento. El vigilante trató de acercarse, ella se lo impidió.

–Si quiere ayudarme déjeme entrar… o dígale a él que salga.

–Sabe usted que es imposible.

–¿A qué se refiere? Algún día va a poder terminar, ya ha tenido demasiado tiempo para estar solo.

–No me refiero a eso, sabe usted que si él se da…

–¡Cállese! –lo interrumpió ella de forma violenta–. Fue un error suyo y mío nada más, él no tiene por qué enterarse, yo le explicaré a su debido tiempo…después de todo, yo lo he comprendido también y lo he esperado, es justo que él haga lo mismo.

El vigilante tomó su botella de agua y llenó un vaso, se lo entregó a la mujer, quien esta vez sí aceptó la ayuda.

–No entiendo por qué lo espera tanto –dijo el vigilante mientras la observaba. Ella vio en sus ojos la misma mirada de los últimos meses–. Si él tomó la decisión de escapar de usted y de todo lo demás…

La mujer recostó su cabeza contra la pared, las náuseas avivaban su malestar. Sus pies comenzaban a hincharse, los movió un poco y sintió algo de calma. Tenía guardados un par de cigarrillos e hizo el intento de encender uno pero el vigilante se lo impidió rápidamente.

–Sabe que no puede hacer eso –dijo el vigilante–. Es algo irresponsable de su parte.

La mujer lo miró con ojos encendidos.

–¿Y no es culpa suya tenerme separada de él? –dijo sarcástica.

–Eso no es cierto –respondió el vigilante–. Todo ha sido por voluntad del señor, él es quien desea separarse de todo lo que se encuentra a través del pasillo, dice que su arte se lo requiere.

–Ya lo sé –respondió ella–. Fui la primera a quien contó esa idea… después mandó a construir esa horrible prisión… yo he soportado las burlas de todos, incluso me he burlado de mí misma; pero yo sé que soy la única que puede comprenderlo… algún día va a salir y todos se van a sorprender con lo que sea que haya estado haciendo.

El vigilante la miró con reproche después de escuchar lo último en boca de la mujer: –¿Va a seguir pensando en lo mismo? –dijo, y en aquellas palabras dejó salir el malestar que siempre trataba de controlar–. Yo ya le he dicho que yo a usted…

–¡No diga nada! –volvió a interrumpirlo ella.

–¡No! –gritó el vigilante– ¡No aceptaré una interrupción más! He sido claro con usted… incluso la otra noche, cuando le dije que yo era un hombre honorable.

Ella se quedó en silencio, petrificada. Sintió el calor dentro de la estancia; también pensó que lo dicho por el vigilante era el inicio de una lenta condena, de un gran problema para ella si nunca pudiese esquivarlo para atravesar el pasillo y explicárselo todo a quien se había encerrado. Por último volvió a pensar que era necesario esquivarlo, si con la persuasión le resultaba imposible. Se levantó y caminó hacia la reja de la celda pero el hombre se interpuso.

–Déjeme pasar –dijo ella– ¡O entro o entro esta vez!

–Ya le dije que no –impositivo se atravesó el vigilante. La agarró de las manos y la movió hacia atrás.

–No me toque –dijo la mujer–. Es usted un ruin.

El vigilante se sintió miserable, volvió a su puesto y miró el pasillo, después miró a la mujer. Quería llevarla consigo. A pesar de sentir cierto temor por ello pensó que la única manera de acabar con todo era permitirle el paso.

La mujer se acercó y con la determinación de no irse esta vez retó al hombre frente a ella.

–De acuerdo –dijo el vigilante–. Si quiere pasar, hágalo, pero no le va a gustar lo que…

–¡¿Qué?! –interrumpió ella.

–Nada. Siga por favor.

El vigilante la vio perderse en el pasillo y esperó el clímax mientras se imaginaba ese momento cuando ella entrase al salón iluminado. Después escuchó los gritos aterrorizados y los sollozos de la mujer. Minutos después la vio volver algo demacrada por el pasillo con un gran manuscrito en sus manos. La mujer miró al vigilante con ojos apagados, después se dejó caer a sus pies.

–¿Cómo ha podido? –le dijo ella con lágrimas en los ojos–. Mi querido Franz…quién sabe desde cuándo…

–No he sido yo. Fue hace un par de meses, el lugar es frío y eso lo ha conservado –respondió el vigilante–. Usted misma lo ha visto. No hubo ningún agente externo –se puso al nivel de ella, quiso abrazarla pero no se atrevió–. No debe preocuparse… no debe preocuparse, usted no va a estar sola.

Ella se levantó de inmediato, se sentía aterrorizada.

–No debe culparme –dijo el vigilante–. Ambos lo sabíamos, en el fondo pensábamos que algún día podía hacerlo. Usted tampoco debe sentirse culpable por lo ocurrido en estos meses.

La mujer lo miró y no supo si debía creerle, tuvo deseos de vomitar.

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