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LA SEQUÍA

Actualizado: 6 may 2019




Andrés Felipe Arroyave Zapata.

Palmira, Valle.

Profesional en Filosofía, Universidad del Valle.

La mujer llegó a la casa de su amigo Octavio para pedirle el mismo favor de siempre. El hombre tomó el balde, lo llenó con agua y después la invitó a tomar café. Para ella lo que hacía su vecino significaba mucho. Octavio suplía la ausencia de Víctor pues ella no podía cargar el balde lleno.


–¿Todavía no le dicen nada? –preguntó él, justo después de servir las tazas.

Octavio sorbió su café; ella no respondió.

–De todas maneras deben buscarlo. Esta mañana me contaron que no habían visto nada por el río, solo se distinguen piedras y eso nos da una esperanza.

Ella asintió con la cabeza y dibujó una mueca de resignación.

–Siempre la misma cosa, cuarenta y ocho horas. No tienen en cuenta nada, solo hablan de su protocolo –continuó hablando Octavio–. Ayer hablé con otra señora, tampoco sabe nada y se fue a preguntar y le respondieron lo mismo: cuarenta y ocho horas, que el protocolo esto y que el protocolo lo otro.

Ya se cumplía un mes sin lluvias. Octavio secó el sudor de su frente y se quejó del calor. Ella, por su parte, bebió de su café y observó a través de la ventana, pensó que no podía olvidarse de regar las plantas. Octavio volvió a hablar:

–Y este calor tan bravo… no da tregua. Las plantas se están muriendo y todos los días el cielo está gris pero no llueve.

Él la miró y sintió pena por ella, después se acercó y recogió la taza.

–No se preocupe tanto –le dijo–. De pronto y hasta anda de fiesta. Perdone que se lo diga, pero al muchacho le encanta el putiadero, ya sabe cómo es él.

La mujer asintió con la cabeza, aún tenía la misma expresión. Octavio cargó el balde, la acompañó hasta la puerta y se despidió. Sola en casa, se dedicó a pensar en Víctor; su hijo no pagaba las cuentas desde hacía varios meses. Caminó hasta el patio y regó las pálidas plantas, ahora afectadas por la sequía. Trató de dormir pero no pudo: cuarenta y ocho horas eran demasiado tiempo. Se levantó y tomó asiento en la mecedora junto a la cama; lo sabía, él no se encontraba de juerga como creía Octavio. Se levantó de la cama y volvió al patio, el día la encontró venteando las plantas con un periódico. No lo soportó más y fue con Octavio, quien aceptó acompañarla hasta el río.

–No debe de estar aquí –dijo él cuando llegaron–. Solo hay piedras, no hay nada más. Sin agua el río no les sirve, y ellos necesitan que el agua les ande tapando las cagadas.

Desde el lugar donde estaban podía verse todo el lecho de rocas y entre las piedras grandes solo podían verse piedras más pequeñas. Tal cual decía Octavio, no había nada. Se apenó con su vecino, pero ¿qué podía hacer ella? Tan solo sintió el deseo de ir y buscarlo. Octavio la tomó del brazo y la instó a volver.

–Si quiere, podemos pasar por la estación –dijo él a medio camino–, tal vez tengan noticias.

Un ventilador moviéndose lento de izquierda a derecha era la única música de la estación. Un oficial de tez mestiza y de pómulos sonrosados les atendió.

–Nada –dijo el oficial–. No nos han llegado noticias.

–¿Y ya comenzaron a buscar? –preguntó Octavio–. Porque solito no va a aparecer.

–Lo sabemos, señor –dijo el oficial con un acento distinto al de la zona–, y estamos atentos, pero de acuerdo al informe solo han pasado treinta y seis horas después del reporte de la desaparición, falta tiempo.

Octavio miró al oficial con ira contenida mientras la mujer se cubrió el rostro con las manos.

–¿Entonces cuándo van a comenzar a buscar? –preguntó Octavio.

El oficial sacó su celular y buscó la calculadora en el aparato, hizo una cuenta y contestó:

–En doce horas, eso falta y así lo dice el protocolo.

Al volver Octavio llenó el balde y sirvió el café; pero su compañera no lo tomó, solo quería ir a casa.

–Dese más bien un buen baño –dijo Octavio al despedirse–. Tanta pensadera la va a enfermar.

La caminata había sido larga y todavía podía sentir el calor impregnado en su piel. Esa noche sí pudo dormir. En la mañana vio el mismo cielo gris de los días anteriores y sintió el mismo calor húmedo en el ambiente. Miró el reloj, en dos horas serían cuarenta y ocho horas. Fue a casa de Octavio y cuando el tiempo se cumplió caminaron hasta la estación.

–Sin noticias todavía –dijo el mismo oficial del día anterior apenas los vio atravesar la puerta.


–No puede venirnos con eso –replicó Octavio–, ya se cumplió el tiempo.

La expresión del oficial no gustó a Octavio.

–De todas formas y con todo respeto, señora, creo que deberíamos ahorrar esfuerzos con esto. No vale la pena –habló el oficial. El ventilador se podía escuchar de fondo.

–¿Cómo dice? –Octavio habló más duro– ¿Lo escuché bien?... Si es que ese es su trabajo.

–Sí caballero, yo conozco mi trabajo –contestó el oficial–. Y mi trabajo consiste en buscar a los buenos, a los que no se cambian de lado, y al que ustedes buscan lo vieron irse río arriba… y usted lo sabe, del río para allá se vuelven traidores.

–¡Mentira! –gritó Octavio.

Un segundo oficial, de estatura considerable, apareció desde la parte trasera de la estación.

–Cálmese, señor –dijo este último.

–¡No!, es mentira y todos en el barrio lo saben. Allá arriba no hay nadie desde hace mucho tiempo –Octavio encaró al segundo oficial–. Lo que pasa es que esa es la excusa de ustedes para…

–¿Para qué, caballero?

Octavio se calló, sus puños apretados no se atrevían a levantarse.

–Retírese, por favor –dijo el primer oficial–. Si no se retira nos veremos obligados a dejarlo por un par de horas. Devuélvase que si sucede algo se lo vamos a hacer saber a la señora.

La mujer también lo sabía; Víctor no caminaría hacia ese lugar, lo conocía muy bien. Las palabras del oficial confirmaron para ella las primeras sospechas de Octavio, sospechas que también compartía hasta el punto de haber querido corroborarlo en la pasada visita al río. Ellos no podían hacer nada, era siempre lo mismo.

La espera continuó en los días siguientes. Octavio seguía ayudándole con el balde y ella accedía unas veces y otras no a tomar el café, dependía mucho de si había dormido bien. Su vecino siempre repetía los temas, el del cielo gris anunciando la lluvia imaginaria era su favorito. Si todo seguía así, según Octavio, tendrían muchas pérdidas con los cultivos. Cuando ella volvía a casa tomaba asiento y hacía las cuentas; ya iba por doscientas ochenta y seis horas sin recibir noticias.


Ilustración: Fidel Valencia Robles

Una mañana la despertó un sonido estridente no escuchado desde hace mucho; era el agua cayendo con violencia sobre su techo de zinc. Al salir de casa la lluvia la empapó de inmediato. No pensaba, en su corrida pasó en frente de la estación pero no le prestó importancia. Miró la montaña y sobre esta el cielo se mostraba más oscuro, para ella era una buena señal, sabía que cuando ocurrían aquellas tormentas el cauce del río crecía hasta desbordarse. El río corrió con fuerza, inundando en su camino el lecho de piedras que ahora solo dejaba ver los picos de las rocas más grandes.

Octavio la encontró unas horas después; ella observaba el cuerpo desde un montículo que la hacía un punto visible. El cadáver flotaba en la orilla, atrapado por la maleza y por una pequeña formación de piedras. Octavio caminó a la ayuda y con gran esfuerzo logró poner el cuerpo en tierra. Ella corrió hasta el cuerpo mohoso, su vecino la ayudó y sentada apoyó el cuerpo en sus piernas, su brazo derecho sostenía la espalda; la cabeza del cadáver se inclinó a la altura del hombro de la mujer. Le acarició el rostro y notó en el pecho los agujeros de los proyectiles, ahora lavados por el agua. Por último, ambos le quitaron el camuflado sabiendo que esas eran ropas que no le pertenecían.

Durante la semana se encontraron otros dos cuerpos, pero no hubo conmoción. La mujer decidió sepultarlo en la parte trasera de su casa, donde tenía un patio grande con un solar en el centro y dominado por un árbol de mangos. Las plantas del jardín se encontraban secas, ausentes de clorofila, ni siquiera el aguacero les pudo ayudar.

–Este calor y esta sequedad tan brava acaban con todo –decía Octavio mientras terminaba de cubrir el agujero–. La lluvia llegó muy tarde, mire sus plantas y mis cultivos.

Ella lo miró y pensó que era cierto lo dicho, pero no le prestó mayor atención, nada podía hacerse por sus plantas ya muertas.

–No fue culpa de la sequía –habló ella y lo invitó a tomar café.

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