Mario Siddartha Portugal
Oruru, Bolivia
Estudiante de Doctorado en la Universidad de Massachusetts, Boston
Su padre, Antenor Mérida, abogado español que llegó a Bolivia alrededor de 1898, se instaló en La Paz para hacer fortuna y pronto se ganó la simpatía de la alta sociedad paceña por su galanura y amplia cultura. El Español, un mujeriego empedernido, tenía como pasatiempo conquistar el corazón de las jóvenes de alta alcurnia, tarea que intercalaba con sus asiduas visitas a los más lujosos lupanares paceños.
Las correrías de Mérida tendrían su fin tras el inesperado embarazo de la señorita Martina Diez de Medina Asín, hija de uno de los más acaudalados empresarios de la ciudad, don Segismundo Diez de Medina y Valcárcel. Don Segismundo, encolerizado por la deshonra de su primogénita, se presentó revolver en mano en casa de Mérida para hacerle jurar que la desposaría. El Español juró por todos los santos y su madre que contraería nupcias, pero abandonó la ciudad esa misma noche cobijado por las penumbras de la ciudad de La Paz. Nadie supo más sobre él.
Tras algunos meses la señorita Martina dio a luz a Julián, un niño que cautivó el corazón del abuelo. Don Segismundo no dudó en prodigar su fortuna para darle una esmerada educación. Julián se formó con afamados pedagogos y se instruyó en francés, inglés y alemán, dominando los idiomas a la perfección. Además, su abuelo erigió una envidiable biblioteca con lujosos volúmenes de literatura europea y americana. Años más tarde llegó a la universidad de Salamanca para matricularse en filología. Sus estudios quedarían inconclusos tras el estallido de la guerra contra el Paraguay que insufló en él un sentimiento de deber por la patria que dejó atrás.
Julián y yo entablamos una relación casi fraternal forjada en las trincheras. A menudo, cuando las hostilidades perdían su intensidad y los ejércitos se daban un respiro no consensuado, solíamos leer los pocos libros que teníamos, medios que nos permitían evadir la irracionalidad de la guerra por unos minutos. En una de esas pausas confesó que durante su estancia en España visitó la ciudad de su padre, Zaragoza, donde contactó con sus familiares. Fue así como decidió asumir el apellido familiar; homenaje extraño, pues jamás lo conoció.
Derrotado el ejército boliviano, Julián y yo fuimos desmovilizados y enviados a casa. Para él, sin embargo, poco quedaba de algo llamado hogar; su abuelo había fallecido hace muchos años y su madre unos meses antes de concluir la guerra. En mi caso, solo me quedaba retornar junto a mi familia en la ciudad de Tarija. Conmovido por su situación, le invité a irse conmigo. Él recibió con beneplácito mi idea; deseaba utilizar los fondos familiares para comprar tierras y producir vino.
Durante los siguientes dos años trabajó con denuedo, compró varias hectáreas en el Valle de Cinti y trajo brotes de diferentes vides desde España. Sin embargo, una helada destruyó todas sus plantas y perdió su inversión; quedó en la ruina. Le ofrecí un préstamo y también le invité a trabajar conmigo en el negocio familiar, pero declinó mis ofertas. Aseguró tener un proyecto que reclamaba toda su atención, aunque yo asumí que actuaba desesperado por la fortuna perdida.
Pasaron cuatro años y poco o nada supe sobre él, salvo esporádicas noticias que traían vecinos de Cinti. Yo dediqué mi tiempo para administrar el negocio familiar supliendo a mi padre, cuyos problemas de salud le impidieron hacerlo como en antaño; logré cuadriplicar nuestro patrimonio, convirtiéndonos en una de las familias más acaudaladas de la región. No obstante, el arduo trabajo no impidió que dedicase tiempo a la escritura y me establecí como un reputado escritor en la ciudad. Mis ensayos literarios y políticos se publicaban regularmente en el periódico de la ciudad. Publiqué también un poemario y dos novelas que me trajeron renombre a nivel nacional. “Moderno y contemporáneo” decía sobre mi trabajo un crítico literario, mientras alababa mi “precisión casi matemática para el difícil arte literario, una economía de palabras que merece alabarse.”
El marzo del 1946 recibí una carta de Julián en la cual solicitaba mi presencia en su casa el siguiente fin de semana. El sábado conduje hasta el Valle de Cinti y, ni bien bajé del coche, él en persona salió a mi encuentro con una sonrisa cordial. Nos abrazamos con afecto y dijo que me veía igual, aunque yo no podía decir lo mismo de él. Yo me había convertido en un rollizo, perfumado y elegante hombre de negocios, un dandi total; mientras que él parecía un famélico vagabundo con las sienes encanecidas y el rostro mustio.
Pasamos a la sala donde se encontraban otras visitas. Los reconocí a todos: dos escritores, un docente de la universidad y un crítico literario. Extrañado al ver a tan particular grupo en casa de mi amigo, me pregunté en qué circunstancias los habría conocido. El crítico literario develó que había leído el trabajo publicado por Julián durante esos años, un breve poemario firmado bajo el seudónimo de Miguel de Medina. Yo recordaba haber visto el texto en la librería de la ciudad, pero le presté nula atención al desconocer a su autor. Los otros invitados tenían familiaridad con la obra de Julián y no dudaron en colmarlo de elogios. Debo confesar, con vergüenza, que sus lisonjas despertaron mi envidia.
Nuestra conversación fue interrumpida por el anfitrión, quien traía una bandeja con una botella de whisky. Mientras escanciaba una copa para cada uno anunció el motivo de su convite: había escrito el más perfecto de los textos. Nos miramos atónitos ante el sorpresivo anuncio, hasta que uno de los catedráticos estalló en risa. Yo, para mis adentros, pensaba que mi querido amigo había enloquecido y no pude sino sentir pesar.
Sin tomar en cuenta nuestras chanzas, Julián abrió un cajón de su escritorio de donde tomó unas hojas y nos pidió despejar la mesa. Colocó las páginas con calma una junto a otra y, cuando hubo terminado, anunció que tras años de arduo estudio llegó a la conclusión de que el texto perfecto es una scriptio continua, es decir, un escrito sin espacios entre palabras, sin signos de puntuación y escrito todo en mayúsculas. Sin salir de su estupor, uno de los catedráticos manifestó que el lector no podría hallar el ritmo en la lectura, al carecer de signos de puntuación y espacios para orientarse. Con total aplomo mi amigo respondió que así como cada alma humana era diferente, también lo era la lectura; no solo los ojos recorren lo escrito sino nuestra propia esencia humana. Tras responder semejante disparate, Julián espetó que cada uno encontraría el ritmo que dictaminará su propia personalidad.
El crítico, con incredulidad en su rostro, le preguntó sobre el tema, acotando que esto era determinante pues cada persona prefería leer sobre algo que le interesa. Julián dijo que su scriptio continua no trataba una materia en particular, sino que combinaba las palabras de tal forma que el cerebro las decodificaría de acuerdo con el gusto de cada persona. Además, afirmó haber inventado neologismos para expresar emociones inexistentes en nuestro vocabulario.
No sin cierto reparo empezamos a leer aquel extraño texto. Quedamos maravillados. Pude leer mi pasado, mi presente e incluso mi futuro. Vi mis penas y mis alegrías. Leí sobre mis sueños y mis pesadillas olvidadas. Aprendí acerca de mis más oscuras perversiones, secretas incluso para mí, y me ruboricé. En aquellas líneas se describía mi vida y todas las posibles; en unas triunfaba, en otras fracasaba miserablemente, en aquellas moría al nacer, en las de allá tenía los oficios más insólitos. Comprendí al mundo y a los seres que lo pueblan mientras mi individualidad se perdía en una totalidad polifónica. Hallé el principio de un conocimiento hermético que me llevaría a aquello que podríamos considerar una divinidad suprema, una inteligencia eterna accesible gracias a aquel escrito.
De repente, esa sensación terminó de manera abrupta y nos vimos en la sala mirándonos confundidos. Julián nos dijo que aún no había finalizado de escribir el texto, aunque estimaba su conclusión para fin de año. Lo mostrado, confesó, eran unas cuantas páginas, suficientes para que creyésemos en la existencia de su trabajo. Deseaba saber nuestra opinión, pero estábamos tan conmovidos que fuimos incapaces de responder. Uno de los escritores solo atinó a abrazarlo y a llorar como un niño.
Dejamos el lugar casi en silencio, indicando que nos gustaría leer el trabajo cuando estuviese terminado. Mi amigo dijo con excitación poco disimulada que nos tendría al tanto de sus avances. Un poco más tarde, los dos escritores, el catedrático, el crítico y yo nos fuimos a un bar y bebimos hasta el día siguiente casi sin mencionar el portento que habíamos presenciado. Cuando nos despedirnos en la madrugada con la cabeza nublada por el alcohol, prometimos encontrarnos el siguiente fin de semana para discutir lo contemplado. Aquella nueva reunión nunca tuvo lugar.
Mis días se hicieron intranquilos desde ese entonces. Leí y releí mis textos, los hallé pueriles y quemé todo. No podía escribir nada similar y nada de lo que había escrito tenía el menor atisbo de poder producir el efecto que experimenté esa tarde en Cinti. No podía dejar de pensar en el texto de Julián, ni siquiera en mis sueños. Lo hallaba en cualquier escrito que leyera, incluso en lo más mundano, como una lista de compras.
En la víspera de navidad el crítico literario que conocí se apareció en mi puerta. Su rostro mostraba abatimiento mientras que sus ojos delataban que había estado llorando. Contó que la noche pasada un incendio en casa de Julián había arrasado con todo. Mi amigo logró ser rescatado, se encontraba en el hospital con quemaduras no muy graves, aunque había entrado en un estado catatónico. El crítico, conteniendo con dificultad sus lágrimas, confesó que venía del lugar del siniestro donde trató de hallar el texto de Julián. Fue en vano, todo había sido devorado por las llamas.
Pasaron las semanas, el cuerpo de Julián se recuperó, aunque su mente continuaba ausente. No tenía ningún familiar conocido ni nadie que se ocupase de él; corría el peligro de ser abandonado en algún albergue público. Carcomido por la culpa, hice que lo internaran en el Instituto Psiquiátrico Gregorio Pacheco de la ciudad de Sucre, mas nunca se recuperó.
Durante los siguientes años, mi persona y el grupo de testigos intentamos reconstruir el texto que habíamos leído sin tener ningún éxito. Fuimos unos ilusos, pensamos que si reescribíamos lo leído podríamos tener el documento íntegro. Llegamos a tener un par de borradores que, sabíamos, eran totalmente imperfectos, aunque parecidos al original. Consideramos que el único capaz de juzgar si lo escrito se parecía era su autor, así que viajé a Sucre para que Julián lo viese, esperanzado en despertarlo de su trance. Todo fue en vano, él ya no respondía y nada podía hacer por nosotros.
Julián murió en el año 1951, cuando tuvimos listo el tercer borrador. Los fracasos fueron consumiendo las esperanzas de mis compañeros y desertaron uno a uno. Corría el año 1952 y quedé completamente solo en mi tarea. Mientras tanto los cambios políticos que ocurrían en el país, sumados a la poca atención que puse a los negocios, hicieron que nuestra riqueza se redujera considerablemente. Con los últimos fondos compré una casa en Sucre donde mis padres y mi hermana se mudaron, y yo adquirí una pequeña estancia en Cinti donde continué mi labor con mayor ímpetu. Al finalizar ese año comenzaron mis ataques de tos, signos de la mortal tuberculosis.
Con la muerte a mi acecho, hoy más que nunca soy consciente de que jamás podré reproducir esa scriptio continua. Julián Mérida sí lo hizo, aunque no queda claro cómo pudo. Tengo dos teorías sobre ello. La primera es que el texto fue forjado en convivencia con el demonio. Julián demostró interés por autores como Aleister Crowley y dijo en una ocasión que encontró en la biblioteca de Salamanca, disimulada en un estante, el borrador de La Très Sainte Trinosophie de Alessandro Cagliostro. El volumen contenía notas del autor en los márgenes y dos capítulos de hechizos que no llegaron a publicarse en la versión cuya autoría se atribuyo al Conde de Saint Germain. Intuyo que Julián halló un conjuro que le permitió escribir tal portento.
Mi segunda teoría, quizás descabellada, es más simple: Julián era un idiota con suerte. El orden de las palabras y los neologismos creados fueron producto del azar, un feliz accidente que solo ocurre una vez. Por ese motivo el documento solo habrían sido las páginas que nos mostró y nunca existiría una versión final, porque era incapaz de reproducir lo ocurrido. En todo caso, no sabré como se escribió ese texto, ni seré capaz de escribirlo por mi cuenta. Mi salud languidece, mis fuerzas apenas alcanzan para sentarme una hora diaria a seguir intentado reproducir aquello que contemplé hace tantos años, ese maravilloso escrito, el más perfecto de los textos.
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