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Foto del escritorRevista Lexikalia

EL ROMERO DEL SARGENTO

Juan Sebastián Muñoz Coronel

Cali, Valle del Cauca

Estudiante de Licenciatura en Literatura

—Mija…


—Yo sabía que estaba raro. A ver. Cuente, ¿qué fue?


—No, o sea sí. Pero, no es lo que usté’ cree mi negra.


—A ver. Hable pues.


Doña Ilíaca Máncer de Minal se sienta en la orilla de la cama. Su fiel esposo, don Límaco Minal, la observa con ojos cansados de esconder las miradas, cansados de desviar la atención de su inquisidora mujer. Pues doña Ilíaca Máncer, hija mayor de ocho hermanos y medio, es una mujer de carácter trémulo pero firme, siempre da la impresión de estar a punto de soltar una perorata sin pensárselo dos veces. Don Límaco duda, se pregunta para sus adentros, tronando sus dedos: ¿le cuento? Sin saber si sería una buena iniciativa, en su frente se estampa la presión de querer confesar algo que solo él, Límaco, y el hermano a medias de doña Ilíaca saben sin eufemismos. Ambos consortes se aprietan las manos surcadas por las venas del tiempo. Entonces, él escupe.


—Mija… es su hermano Hernando.


—¿Al final sí lo hizo? ¿Ese condenado es que no piensa en mi mamá?


—Precisamente.


—¿Ah sí? ¿Sabes qué pienso? —La señora, con lágrimas rabiosas, libera de golpe su mano— Fijo vos lo ayudaste a que se largara.


—No mi negra, no. Eso jamás. Si algo debo reconocer es que es una locura.


—Pues vos estás bien loco, por eso pienso lo que pienso. ¡Soltame!


—¿Qué vas a hacer?


—Pues llamar a la casa pa’ que estén más calmados, pa’ que no lo vayan a buscar.


—¡No! No lo hagás. Yo le di mi palabra.


—Pues ya no vale nada eso, al final me terminaste contando.


—Pero es diferente.


—Es lo mismo.


—Al menos que te cuente exactamente pa’ dónde se fue y qué va a hacer.


—¿Pa’qué?


—Pa’que estés más tranquila —don Límaco se encoge de hombros y hace una mueca.


Doña Ilíaca, de pie en el marco de la puerta, poco a poco pierde la tensión que le arruga el ceño. Se acerca y se sienta de nuevo junto a su esposo. Lo mira directo a la cara y le dice:


—A ver pues. Pero una vez me terminés de contar, me voy directo a mi casa a contarle a todos pa’que estén más tranquilos.


—Vamos a ver si logro hacerte cambiar de opinión, así los dos lo podemos ayudar si se da el caso, ¿no?


—Hablá pues.


—Me mandó una carta que me llegó ayer.


—¿Y qué dice?


—Que está bien.


—Déjame verla.


—La quemé, lo pedía en la posdata.


—¿Me estás hablando en serio?


—Sí, a ver. Si todo tiene sentido como creo que lo tiene, y según lo que usté’ me contó una vez, él solo quiere respuestas…


—¿Sí?, pues que le pregunte a mi mamá.


—No me interrumpás. Yo recuerdo muy bien la historia que vos me contaste. Aquella acerca del caserío que una vez tu papá visitó.


—Pues la verdad, el visitaba muchos; lo normal en un militar.


—Sí, por eso. Una de esas aventuras de militar lo llevó al caserío ese que queda cerca al Quindío. Por eso nunca quise esa vida de soldado, muchas cosas por ver.


—Sos muy cobarde, todos los hombres son cobardes.


—No me interrumpás pues. Las brigadas de reconocimiento revoloteaban de aquí para allá en busca de una guerra invisible, una guerra que tardaría años en llegar, ¿no? El caserío no era más grande que tres canchas de microfútbol juntas. Quedaba en las laderas junto a una quebrada que daba vida al pueblito. Las familias de ese lugar se dedicaban a la tierra, al ganado, al cultivo de legumbres y hortalizas. Comerciaban todo entre ellos, sin preocuparse por impuestos o abusos por parte de grandes empresas o políticos que solo pretendían apropiarse de lo ajeno. Era un lugar hermoso, tranquilo y plácido para simplemente ver pasar las nubes y medir cuánto crecía el pasto con el cual alimentar las vacas, terneras y cerdos. ¿No?


”Había una iglesia medio caída, una tienda donde cada fin de semana llegaban productos de la ciudad o de los pueblos más grandes. También una escuela que a la vez era casa comunal cada último sábado del mes, junto al taller de mecánica donde trabajaba Hernando desde los siete años. Era el hijo menor de un matrimonio entre un minero y una cocinera que era experta en preparar el sancocho de pescado más rico del lugar. De este prematuro matrimonio con dejes de arreglo prenupcial surgieron seis lindos hijos. A la vieja usanza, la cantidad de bocas por alimentar no era inquietud para la pasión.


—Te di tres y no te doy más. ¡Si quiere más culicagaos que le piquen caña mijo!


—Vos sí exagerás, ¿no? Déjame que solo le pongo más poética al asunto.


—Seguí.


—Los dos hijos mayores murieron por culpa de un enfrentamiento entre el ejército y algunos disidentes de quién sabe qué frente. Algunos apuntan a que en realidad eran solo campesinos que pretendían defender sus tierras ante amenazas neo colonialistas, pero pues vos sabés que siempre hay multitud de versiones en cuanto a guerras y mártires se refiere. Esto sembró una semilla de odio en el corazón de doña Teresa Rosales de Salazar, quien desde entonces detestó con profundo ahínco todo lo relacionado con militares, política y justicia. Jamás encontró perdón en las justificaciones que una patria boba expone ante genocidios no intencionados. Como quien dice, la vida es una jungla y solo se sobrevive si, uno, se es fuerte y, dos, se tiene suerte. Fue así como en los años venideros doña Teresa maldijo y recontra escupió sobre toda huella estampada por cualquier militar. Su matrimonio empezó a decaer. Poco a poco las enormes ollas a rebosar de sancocho ya no eran sino trastes con agua jabón putrefacta. Sus otros cuatro hijos, incluyendo a Hernando, degollaron sin darse cuenta toda ilusión infantil a causa de la atmósfera que irradiaban sus padres. Un día, sin más, ni gallo que lo anunciara, Hernando despertó y vio a su madre llorar, el armario de su padre todo vacío y la cama a medio tender. La noche anterior, por evitar golpear a su esposa, don Ismael había tomado la decisión más dura de su vida... Entonces pasaron los años y Hernando vio envejecer a su madre sola, amargada e irreverente. El tiempo no solo trajo arrugas sino mal genios y ataques de ansiedad. Los tres hermanos de Hernando, uno por uno, escaparon por culpa del maltrato y la mala vida que recibían. Al final, solo el Benjamín de la familia resistió la pesada tarea que resultaba ser hijo de doña Teresa Rosales viuda de Salazar.


”Cuando Hernando tenía nueve años los escuchó una mañana de domingo. Él se disponía a romper su récord en saltos de piedra, así le llamaban los niños del caserío a esta actividad, cuando a lo lejos resonaron las pisadas de un pelotón. Era muy normal que ocurriera, especialmente porque el camino al pueblo más cercano atravesaba el caserío. Esta era la ruta que los militares solían tomar, se les recibía con mucha atención si lo necesitaban y los habitantes siempre eran amables con ellos, pues al parecer vivían con el miedo constante de un posible ataque guerrillero. Pero ese día algo era diferente, ese día Hernando…


—Tenía mucha rabia.


—Tenía mucha rabia —don Límaco repite al asentir— una rabia cargada con los años sobre los hombros de un niño. Siendo él lo único que le quedaba a su madre, tenía la responsabilidad de velar por los cuidados de una mujer decrépita que lo primero que se le había muerto era el amor por su hijo menor. Hernando pensó la primera vez que se trataba de un juego, pero contadas veces doña Teresa alegaba sola acerca de tener que cuidar un mocoso y lo fastidiada que estaba de su vida. Hasta que el sábado anterior a la llegada de tu papá doña Teresa sugirió no reconocer a su propia sangre, gritando y atacando a Hernando con el bastón que la ayudaba a desplazarse de aquí para allá. Él ya había oído comentarios de los vecinos sobre su progenitora, fue así que conoció por primera vez la palabra esquizofrenia. Al llegar en la noche, asustado pero colérico, entró a la habitación de su madre y la vio profunda. Decidió no despertarla, no sin antes acercarse a un cajón, sacar un lápiz y con letra torcida, llena de ira trazó: TE ODIO, en mayúsculas. La deslizó por la puerta de la cocina y entró a su habitación. Al pasar las tres horas que faltaban para el amanecer, Hernando cruzó el alba, notó con tristeza los moretones y arañazos que invadían sus delgados brazos. Con una maleta cargada de camisetas, dos pantalones y un calzoncillo, tomó rumbo fuera del caserío. Su primera parada sería para despedirse del río donde aprendió a nadar.



—Y ahí conoció a mi papá, ¿no?


—Yo creí que ya sabías todo esto que te estoy contando.


—Sí, pero no. Hernando nunca me ha contado todo así de bien y mi papá siempre es muy cortante, ya son los años.


—Ve, tan raro eso.


—¿Cómo así?


—Pues a mí el Hernando me contó todo eso en una noche de tragos…


— ¡Ah!, ¡qué bonito! ¿No que no tomaban nunca cuando salían? Mentiroso.


—Mija, a veces los nuncas son solo una vez, luego vuelven a ser nuncas.


—Bueno, ¿y entonces?


—Los dos se vieron a lo lejos: tu papá, señor sargento segundo Luis Alberto Máncer Gaviria y el niño, quien corría entre las piedras buscando sus zapatos. Luis Alberto iba al final de la tropa revisando su cantimplora para calmar la sequedad en sus labios. El sonido del chapoteo le llamó la atención. Lo vio brincar entre surcos y corrientes hasta que el niño amarró sus zapatos con afán, le dedicó una mirada sorprendida y se perdió entre la maleza. El sargento acortó distancia con la rivera, vertió su recipiente y bebió agua para continuar con su tropa. Como Hernando conocía a la perfección todo el lugar, llegó primero a su casa, consciente del ataque de ansiedad que podría presentar su madre si veía muchos militares juntos. Y la verdad, ese día era una tropa más numerosa de lo normal, pues en ese momento hubo un llamado de la capital y las tropas iban camino a Bogotá.


”Al cerrar la última cortina, Hernando sintió un escalofrío en la nuca. Su madre estaba de pie, en medio de la cocina, la cual tenía una enorme puerta que daba al patio donde corrían las gallinas. Afuera del límite del terreno se veían avanzar uno por uno los soldados con sus rifles, equipos, cascos y demás. Doña Teresa estaba temblando, primero de miedo y luego por culpa de la rabia. Dio un paso y agarró el rodillo de amasar sobre el mesón, luego tomó el cuchillo de carne y se dirigió hacia el patio lentamente, un paso después del otro. Pero Hernando se adelantó, de un saltó terminó en frente de su madre oponiéndose a su salida, defendiéndola del exterior, más importante aún, defendiéndole de ella misma. Doña Teresa lo analizó de pies a cabeza, en su rostro, tu hermano percató un deje de ternura por un instante, para luego verla exaltar la cólera que poseía a esta mujer desde el interior. Sin importar que era tan solo un niño a quien tenía al frente, le zampó severo mazazo con el rodillo que lo dejó viendo estrellas. Hernando reaccionó a tiempo para evitar una puñalada de su propia madre y tomarla por la cintura, apretando lo más fuerte que pudo el vientre que lo vio nacer. Las lágrimas le quemaron los ojos mientras gritaba sollozante. Doña Teresa no tuvo que pensarlo, con un ágil movimiento trazó un horrible rayón en el brazo de su hijo, el cual de inmediato comenzó a sangrar. Por culpa del susto y la impresionante sangre, Hernando empujó con las fuerzas que le quedaban, apoyando su peso sobre el enclenque cuerpo de su madre. Esta terminó de tumbos en el suelo, soltando el cuchillo ensangrentado, mientras que el rodillo giró sobre sí mismo para terminar bajo el comedor. Cruzaron miradas por medio segundo y ahí fue donde Hernando se escapó. Recordó la mirada de aquel militar. Giró hacia atrás y aún escuchaba el eco de las botas.


”Huyó. Corrió sin pensar. Sus piernas decidieron. Esquivó gallinas y saltó la cerca, viendo como su camisa se teñía más de rojo. Sin percatarse rodó colina abajo llenándose de tierra y más golpes, pero ya nada podía doler más. De bruces contra la trocha, la boca le sabía a polvo. Se incorporó sobándose los brazos y al alzar la cabeza se vio nuevamente con el sargento. Obviamente, por mero reflejo, tu papá ya estaba apuntando con el rifle. Lo que llevó a Hernando instantáneamente a levantar sus brazos en signo de paz y permitir que en sus pantalones un chorrito dibujara una silueta de humedad. Tu papá se relajó al verle la cara y lo primero que hizo fue secarle las lágrimas que suplicaban que lo llevase con él, porque no tenía a nadie más y lo estaban persiguiendo pa’ matarlo. Tu papá respetó su pánico. Ninguno de los dos miró hacia atrás o colina arriba. Ninguno interrogó al otro durante el camino que les tardó llegar al siguiente pueblo. Ahí, comiendo de los manjares que solían convidar las abuelas a los soldados, ambos se contaron las historias de sus vidas. Al señor sargento solo le bastó estar bajo dos cervezas para dejarse conmover por la mirada del niño, quien al comparar la historia de su vida con la suya concluyó, gracias a su primer sorbo de cerveza, que su vida era solo un pestañeo. Ya caída la noche, antes de que Hernando se fuera a dormir, el sargento le confiesa que a la mañana siguiente tomarían un bus directo a Bogotá, que por él mismo ya hubiera ido a dejarlo donde su madre, pero que veía un no sé qué, un reflejo. Hernando me dijo que de niño nunca entendió muy bien a qué se refería, puesto que se emocionó de inmediato con, uno, la idea de conocer Bogotá y, dos, la idea de tener una familia con una mamá, dos hermanos y tres hermanas.


—Sí, desde ahí ya me acuerdo, cuando llegó a la casa. Llevábamos apenas como diez meses en la ciudad. Mi mamá y mi papá se habían cansado de estar de lugar en lugar. El día que él llegó con ese peladito patisucio, todos estábamos esperando a papá súper contentos porque era el último viaje y ya se quedaba con nosotros.


—O sea que llevó un recuerdo de su último viaje.


—Sí, y vos vieras la cara de mi mamá apenas lo vio entrando con ese muchachito.


—¡Ja!, me imagino que de una pensó que era un hijo que había tenido con otra.


—¡Pues claro! Hasta yo lo pensé, y eso que solo tenía como seis años.


—Y doña Luz con lo jodida que era.


—¡Que es! Podrá estar ya con la edad, pero sigue siendo igual de enojona como cuando me mechoneaba las greñas.


—Sí, ya me sé esa historia.


—Sí y ya, ¿no? El Hernando se crió con nosotros, fue un hermano más y pues como igual estábamos niños entre todos nos quisimos muy rápido. Yo creo que quien más tardó en tragárselo fue mi mamá. Desconfiaba de él cuando estábamos ya adolescentes. Una vez la hizo enojar mucho porque lo pilló diciéndole a los otros dos hermanos que quería saber de su madre “de verdad”.


—Se ofendió con lo de “de verdad”, ¿cierto?


—Claro.


—Me imagino. ¿Y doña Luz qué hizo? ¿Le pegó?


—No, jamás le puso un dedo encima. Creo que nunca se sintió capaz del todo. Mi papá sí, pero igual el tema ese no se volvió a tocar; pues hasta ahora.


—…


—Hasta que se largó a Barranquilla siempre deseó conocer el mar. El día que se fue nos dijo, o sea, a los hermanos, que empezaría a buscar su pasado y que lo haría de punta a punta. Empezando en la Costa Atlántica.


—Luego fue que el llamó a decir que se había casado por allá, ¿no?


—Aja. Con él nunca se supo nada, solo que quería viajar.


—Sí, el venía insistente con el tema desde hace unos meses. Siempre de alguna u otra forma llegaba a ser centro de la conversación hasta que alguno de los dos ya se sentía incómodo de las especulaciones del otro. Pero me preocupé de verdad, pues una vez dijo que lo más seguro es que ella hubiese muerto, y se sentía culpable por haberla abandonado.


—…


—Sí, yo pues le dije que no pensara de esta manera. Que él no tenía que ser al que le echaran la culpa por algo así. Pero creo que no fui muy convincente. A los días llegó diciendo que había encontrado una pariente que aún vivía cerca al caserío, el cual ya era un pueblo, y que quería ir a buscar a su madre. No lo juzgué ni lo detuve, y ahora viéndolo así, creo que si tienes derecho a estar enojada conmigo.


—Sí, pero no.


—Mija, el solo quiere sentirse mejor con el mundo, con su mundo.


—Sí, pero no piensa en que todos andan súper preocupados pensando que lo secuestraron, que lo mataron o alguna otra cosa. Ya han pasado varias semanas.


—Por eso te quería contar lo que estaba en la carta, pero no sé qué tan prudente sea. No quiero que se sienta traicionado o algo.


—¡Qué cuentos! ¡Como no es tu familia la que está azarada y con miedo!


—Mija, yo también quiero a ese huevón, no es familia, pero es un amigo, un hermano del alma, y usté’ sabe que él es muy buena papa.

—…




—Quite esa cara pues, le voy a contar lo que decía la carta, pero si él pregunta luego le decimos que…


—Hable.


—Bueno, la carta decía algo más o menos…


—¿No la puedo leer? ¿De verdad la quemaste?


—Sí, no me interrumpás. La carta decía que después de haber insistido más de dos meses, preguntando en todo lado y llamando a todo lado, por fin le habían dado respuesta de la pista que había encontrado antes. Tenía una tía que aún vivía cerca a lo que alguna vez fue el caserío donde había nacido. La mujer era una medio hermana, era mucho menor que su madre y tenía dos hijas ya casi veinteañeras. Las tres vivían en un pueblo que, de vuelta a aquella época, también era solo un pequeño grupo de casas, pero prosperó gracias a la minería ilegal tan famosa por estos años. Al llegar al pueblo nadie le hizo el favor de indicarle dónde las podía encontrar. Después, ya tomado y aburrido en un bar horrible, escuchó a alguien mencionar el nombre de su supuesta tía. Se acercó sin miedo al rechazo y preguntó. Uno de los tipos le repitió tres veces, escupiendo saliva alcoholizada, los horarios en los que ella solía estar “en turno”. De esta manera fue la única en la que pudo por fin, después de tanto viaje, dar con la fulana. Resultó ser una mujer bajita, delgada y menuda con excesivo maquillaje. Su cabello era escaso y claramente sus cejas estaban pintadas. Al principio la mujer intentó tratarlo como Hernando supuso trataba a todos los hombres que la visitaban. Tenía fama de ser la más veterana, pero de golpe se le cortó el rollo apenas él susurró el nombre de su madre. De inmediato la señora se tensionó y le dijo que no sabía de qué estaba hablando. Luego le dio su nombre completo, con los apellidos correctos. La primera respuesta que le dio fue que doña Teresa Rosales de Salazar había fallecido hacía ya unos quince años atrás. A lo cual tu hermano se negó de primeras, en la carta argumenta que es su sexto sentido. La mujer lo despachó sin más, grosera y antipática. Al otro día se disponía a regresar cuando se topó a la mujer viéndolo desde una esquina. Fue ahí donde, quien sabe por qué, se llenó de empatía y le entregó un papel con una dirección. Así como apareció, así se desapareció sin decir nada.


—O sea que sigue viva la señora loca esta, ha de tener la misma edad de mi mamá.


—Pues si es que está viva aún.


—Pues no decía la tía de Hernando que sí.


—Pues hasta ahí llega la carta, la dirección es de Ibagué. Al parecer la señora vive con uno

de los nietos que tuvo, está muy enferma y la medican mucho.


—Está camino a Ibagué entonces.


—Sí. Vamos a hacer una cosa, llama a tu casa y cuéntales para que estén más tranquilos.


—¿Pero y si luego el Hernando se enoja con vos?


—No va a pasar, le vamos a decir que vos encontraste la carta. Que yo no la recibí primero y que nosotros normalmente nos abrimos los correos.


—Pero yo nunca te hago eso.


—Yo sé, pero él qué va a saber. Le decimos que vos estabas muy preocupada, que apenas viste que era su letra lo abriste. Le decimos que te cabreaste conmigo y que yo traté de explicarte todo, ya entenderá. Igual falta ver qué dice la otra carta.


—¿Otra carta?


—Sí, andá llamá a tu casa y contales pa’que respiren mejor.


—Ya voy.


Doña Ilíaca se pone de pie mientras su esposo la ve caminar hacia la sala y tomar el teléfono. Don Límaco siente el pecho más ligero y solo admira la belleza de su mujer, quien ya gira en la rueda el número de su madre. Los niños están por llegar. Ojalá llegue primero el correo, piensa don Límaco que se deja caer en las almohadas de su cama.


—Mijo.


—¿Ajá?


Mirando el techo responde el siguiente cuestionamiento.


—¿Y si Hernando pregunta por la carta?


Don Limaco se ríe para sí mismo.


—Le decimos que tú la quemaste y prendiste el fogón de leña para su regreso.


—¿Será que sí regresa?


—Amanecerá y veremos.

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