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EL PADRE DE ÉRCULES

–Saul Antonio Munévar–


La casa de Tiberio Ossa está al margen izquierdo de la calle más antigua del barrio. Las paredes son de tabla, las columnas y marcos son de madera, y un techo oxidado de zinc evoca un tiempo pasado y mejor. Adentro, la casa ya no es casa, se convierte en un taller, en el taller industrial de don Tiberio. Tras las máquinas que reemplazan a los muebles hay otros espacios que pueden leerse y que avisan el asomo de la soledad y la vejez. Las puertas y ventanas son completadas con mallas que alguna vez pertenecieron a una nevera o un catre metálico, crean la suficiente privacidad para que la luz cómplice, las miradas y los saludos no se queden afuera. El piso del taller está en tierra apisonada y sobre este yace el caos que organiza tornillos, tuercas, arandelas, trozos de cables, virutas de hierro, balines y toda sobra huérfana producida por un corte, una perforación o un aguzado. Pero a esta hora de la tarde el silencio impera, las máquinas están calladas, una guitarra en pausa yace colgada en la pared. No suena un radio ni un televisor, la voz del locutor está ausente. Don Tiberio me recibe parado al lado de uno de sus hijos de acero, viste una camisa azul aguamarina manchada de grasa, un pantalón percudido y unas botas de obrero. El encargo que vengo a solicitarle hoy sólo requiere de su herramienta de acento particular y elocuencia innata. En la entrada hay una enorme masa de martillo y un largo mango metálico articulado a un grueso arco con una válvula. Sobre el piso un yunque pesa a la vista, toda la máquina ha sido pintada de color naranja. Sobre la base del armazón está el corazón que mueve todo, un motor que perteneció a otro cuerpo y fue modificado para poder funcionar en su nuevo esqueleto. En el yunque, con marcador azul y letras gruesas, puede leerse el nombre acompañado del dibujo de un brazo, similar al que aparece en los emoticones; con mudez y ruido contenido saluda al que llega: “Ércules”.


***

«Yo nací en Zelandia, Dagua, el dos de septiembre de 1960. Estudié hasta tercero de primaria, nada más, en dos escuelas que quedan aquí en la parte alta que eran Antonio Ricaurte y Santa Lucía. Y a la edad de ocho o nueve yo estaba enfrentado a la universidad de la vida. A esa edad me tocaba trabajar para lo mío. En aquellos años eso era mucho estudio para uno. Los padres de ese entonces eran muy concentrados a sus fincas, a sus trabajos, y a uno lo tenían por allá como por si quería o por si no. Y con tal de que se aprendiera a medio a leer o a escribir ya con eso era basta. Por lo tanto uno tenía que abrirse de los papás a muy temprana edad para buscar su propio porvenir. El equivalente de un tercero de primaria hoy en día es un bachillerato: Llegaba uno, a las siete de la mañana estaba en el patio. Siempre rezando el Padre Nuestro e inclinándose ante la imagen de la Virgen porque católicos eran aquellos tiempos más no se conocía el protestantismo. Entrabamos a las ocho de la mañana a las aulas, a las once y media salíamos, a la una y media en el patio nuevamente, a las dos de la tarde de nuevo dentro de las aulas, a las seis de la tarde la salida. Y a hacer tareas hasta las once o doce de la noche y madrugar a las cuatro de la mañana a memorizar cantidades de páginas. Y el día sábado hasta medio día se estudiaba y el domingo a las siete de la mañana estar todos en fila en frente de la escuela con camisa blanca, pantalón negro y los zapatos lustrados para la santa misa.


Mi papá, a mi madre no la conocí, era mecánico, constructor, carpintero, agricultor, carnicero, pintor. Era oriundo de Medellín. Mi mamá de Jardín, Antioquia. Mi abuela también. Y tenemos una chispa de familia, porque los apellidos se les colocaban a las personas de donde venían, la mamá de mi papá, ella fue criada en Jardín, Antioquia, pero ella pertenecía a Arabia Saudita, de los desplazados árabes. Ella era Araque porque era descendiente de Arabia. Mi papá contaba que hubo un tiempo una violencia tan horrible en Medellín que tuvieron que salir dejando fincas llenas de ganado, tiendas, compras de café. Salir por cafetera, huyendo, por política, no era más. Nosotros éramos liberales y entonces el Partido Conservador andaba matando. Por lo tanto yo nací acá en el Valle».


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A sus 56 años don Tiberio no recuerda las fechas exactas. Pero suele ser muy minucioso con cada anécdota y hecho importante de su vida. Rememora que en el año de 1974 fundó la primera emisora que hubo en Dagua: La Voz del Río Dagua, la grande en sintonía en A.M., la cual alcanzó a escucharse en varios municipios del Valle del Cauca. El sólo la hizo y la montó a trabajar durante casi un año, pero por no tener licencia el Ministerio de Comunicaciones la sacó del aire. Pudo haber alegado que no era clandestina como argumentaban, no había otra en ese entonces. Con sus conocimientos rudimentarios en electrónica hizo y montó otra: Dagua Estéreo, pero por la falta de apoyo y la carencia de dinero no pudo licenciarla y nuevamente debió salir.


«Yo me soñé una vez que yo era locutor de una estación de radio, yo lo soñé, eso fue un sueño para mí, y lo llevé a la realidad. Y sin ser técnico en ninguna de las materias, ni radio técnico, ni nada de esas cuestiones. Los transmisores y todo eran fabricados míos totalmente. Con qué yo iba a comprar un transmisor o algo así. Empíricamente armé un transmisor, que fue con transistores, y luego lo armé con válvulas, con una antena gigantesca. Y armé el equipo. No existían las grabadoras, eran tocadiscos en ese entonces, en micrófono y en vivo. Todo se hacía en vivo, muy poco en in-diferido porque no había cómo grabar. Transmitíamos la misa en directo desde el cementerio hasta la estación de radio. No teníamos boqui toqui, no teníamos ningún servicio de aire ni nada, sino por puro cable hasta llegar a la estación. La hacíamos con un muchacho que hoy en día es artista de canciones, se llama Jesús Antonio Rincón, él es músico hoy en día de la música norteña. Con él sufrimos bastante buscando, luchando por ahí, colocando estaciones de radio por allá en Florida, en una parte y otra. Le hacíamos por los laditos a todo eso con Oscar Rivas, director de Radio Súper de Cali. Y transmitíamos a Joe Cruz, de Radio Jamundí. Con Guillermo Becerra tuvimos un noticiero en una de las estaciones de radio de F.M., de las mías. A los pocos días nos colocaron una cartica de la alcaldía bajo la puerta de la estación de radio porque se llamaba Noticiero El Aguijón, entonces decía: “Noticiero El Aguijón, chuzando sin compasión a la administración”. Entonces nos tocó salir del aire por ese lado. Íbamos a hacer unos entrelazamientos de las pequeñas estaciones de radio, pero en esas ya las demás se licenciaron y ¡Fuera los pequeños!»



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Antes la radio fue al aire. A sus trece años Tiberio bajaba hasta la cancha municipal donde aterrizaba un helicóptero que cada mes traía mercados de parte del gobierno para los más necesitados. Su preocupación no era por alcanzar alguno de los paquetes sino por aquella quimera del aire que le causaba curiosidad e inquietaba su imaginación. ¿Qué era eso? ¿Cómo funcionaba?, eran las preguntas que se hacía aquel joven adulto que muy pronto había dejado de ser un niño. En un descuido del piloto pudo subirse al puesto de mando y activar el mecanismo que accionaba el batimiento vertical de las palas y a su vez el rotor de cola. En ese instante Tiberio pudo imaginar el mecanismo básico de aquel montón de ángulos, varillas, piñones y aspas conectadas a un motor ubicado en medio de la aeronave.

«Una ocasión se mató un gringo en una Harley-Davidson, muy antigua la moto, de las primeras Harley. El motor se arrancó. Entonces entre un muchacho Fernando y yo nos llevamos el motor, al muerto se lo llevaron, y esa moto quedó despedazada ahí, nosotros nos llevamos las partes. Y yo con eso me armé un helicóptero en ese tiempo. Las cuchillas las hicimos, las aspas, de un material llamado silicio que logramos conseguir en esa época por allá por los lados de Jamundí, en una fábrica de helicópteros y avionetas: Coohelicópteros y Avionetas. Por ahí conseguimos unas aletas de un aparato de esos, y aluminio y madera. Montamos el motor al centro, le montamos rotor de cola, porque sin el rotor de cola eso no sirve para nada. Un helicóptero es un molino sino llega a tener el rotor de cola. Lo armamos y salimos y volamos de acá de la casa paterna del barrio Ricaurte. Tuvimos que cruzar todo el pueblo, íbamos para Cali. Y sucede que acá en Consuegra nos despistamos de la carretera, no había pavimentada en ese tiempo, apenas era la brecha de la carretera. Y una manguera se nos salió de uno de los tanques de gasolina que era un galón, y entonces al meter la manguera ya vimos que le entró aire y por supuesto había que bajarlo. Y en la bajada se le rompieron unas piezas de madera; por lo tanto no lo pudimos volar de nuevo, ese terminó ahí su ciclo porque no pudimos más con él. El motor sí nos lo trajimos y lo colocamos después como sierra para cortar madera, se lo adaptamos, pero lo demás se perdió.»



***

No había pudo ser el camino de la radio, pero no era el único camino a seguir. La calle, que hoy pasa al frente de su casa, fue trazada por él, lo hizo para poder dejar su vida de nómada y por fin sentar cabeza en un sitio fijo, sitio que hoy es su casa-taller, pero este nuevo hogar para sus hijos e hijas no estaría completo sin el líquido vital para vivir. «Yo vivía en el barrio El Porvenir, tenía una casita y la vendí, y me compré este lote, pero esto era monte todo. Prácticamente yo no llegué aquí, llegué más arribita. Este lotecito me costó cincuenta mil pesos para irlo pagando. Usted miraba desde el puente y todo esto era cabuyera. Y un ranchito de latas de zinc por allá arribita, el único que había por acá. El camino para subir era del angosto de una tabla. Yo tenía una camioneta Studd dakar modelo 53, cuatro estacas, de tonelada y media. Marqué mi lote, y entonces ahora sí, cogí mi camioneta y me vine desde donde inician estos predios. Por ahí empecé con unas manilas a amarrar matas de cabuya con la camioneta, pero mi camioneta la cargué de piedras primero, y ahora si halaba y ¡pum! arrancaba la mata de cabuya, y luego amarraba la otra. Y me bajaba con la pala y le arreglaba la dentradita. Hasta que llegué lograr con el carrito al lotecito. Llegamos allá y no hubo agua ni energía, ni nada, entonces se apareció un tipo, Moisés Ramírez, y sucede que me dijo ‘¿Qué vamos a hacer para agua?’. Estábamos en esas cuando se nos apareció un abogado de la noche a la mañana: ‘Hagamos una reunión’. Pero si apenas somos tres, ‘pero conmigo cuatro’. Bueno, sí, cuatro. Cuando se fue a ir nos dijo: ‘Mi nombre es Wilson Reyes’. En una próxima reunión la policía se nos cuadró allá abajo y no dentró para acá, se estuvo hasta que se acabó la reunión. Don Wilson Reyes cogió monte arriba y se fue. Nos consiguió unos contadores comunitarios, entonces lo que llegaba en el recibo del contador cogíamos entre cuatro o cinco y lo pagábamos. Cuando una tarde subió un sargento de la policía y nos preguntó el nombre y qué hacíamos, y nos dijo: ‘¿Ustedes por qué están haciendo reuniones guerrilleras aquí?’. ¿Cómo así que reuniones guerrilleras? Si nosotros somos personas de bien, somos personas decentes. ‘¿Ustedes no saben quién es el señor que los está asesorando a ustedes, el abogado que tienen?’. Pues que no. ‘Es don Wilson Reyes’. Bueno, y ¿quién es Wilson Reyes? Pues sucede que Wilson Reyes era una persona del M-19, que nosotros no conocíamos ni nada, y él era un duro de esa época del movimiento 19 de abril.»


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Hay una faceta que pocos recuerdan o conocen: la de profesor implicado. Un estudiante desaplicado en afán por salir de un apuro académico solicitó su ayuda. Don Tiberio, que siempre estuvo dispuesto a ayudar con sus años de experiencia ganados montando radioemisoras pequeñas y lo aprendido sobre la música, acudió al llamado, algo tendría para enseñar. «Un día de pronto sonó el teléfono de la casa de un vecino y me llamaron: ‘Vea don Tiberio, sucede que un profesor de abajo del colegio lo necesita que si usted puede bajar un momentico’. ¿Qué pasó? ‘No, pues que baje’. Y yo bajé, entonces me dijeron que si yo les podía dar una clasecita de qué eran las ondas hertzianas o cómo funcionaban las ondas electromagnéticas a través del espacio. Entonces sí, esa fue una de las clases más bonitas que hubo que fue de radio. Yo ya estaba metidito en eso pero empíricamente, ya conociendo el reglamento de los cuadros armónicos de los que son las frecuencias, conocía varias, y por lo tanto esa fue la tarea que hicimos ese día aquí en el colegio. Las rayitas que tienes los L.P. se llaman surcos, en el momento en que el cantante está o arranca la orquesta a tocar, el acetato arranca y es cortado, la aguja va cortando y va haciendo el surco, cuando se canta o la música el surco no es totalmente derechito sino que él tiene como unas entraditas; eso son los impulsos de la música o del eco verbal, de la oración o sea de la canción.»


No ha sido la primera ni la última vez que ha ayudado a un estudiante. En tiempos finales del año lectivo son muchos los que recurren a él para que les preste su imaginación por un momento y los ayude a ser promovidos al grado siguiente con algunos de los artilugios que el suele inventar y armar en su taller. «Sucede que ya de hacer tantos experimentos para los colegios se me acabó, se me acabó y entonces llega la niña de aquí del vecino y me dice: ‘¡Ay!,¿y el mío?, ¿qué experimento me va a hacer? Esto es para entregarlo mañana sino no nos califican’. ¿Mija yo ya qué puedo hacer? Entonces me dijo: ‘Bueno, entonces, ¿qué voy a hacer yo?’. No, pues vamos a hacer una cosa mija, vaya y me consigue un tarro de leche Klim, vacío. Se fue y me lo trajo. Tráigame otro. Dígame una cosa, si yo cojo un tarro –pusimos una tabla (inclinada) lo colocamos en esta posición– si colocamos un tarro aquí y lo lanzamos ¿qué haría el tarro? Por supuesto ¿qué haría? Bueno, entonces como así era, entonces colocamos el tarro y lo colocamos aquí y el tarro salió acá. Entonces ahora así: Bueno mija, y si usted lleva un tarro –lleva este y lo muestra que ese tarro baja– y si yo le entrego un tarro que suba entonces ¿ganaría usted? Entonces me dijo: ‘¡Sí!’. Y me quedé yo pensando, ¿entonces cómo lo hago? En menos de diez minutos ya lo tenía. Mire el tarro que baja; ahora mire el tarro que sube. Yo no encontré más nada que hacer sino coger un tarro y meterle un alambre grueso por un lado, por donde va la tapa pa´que la tapa no se dañara, y de ahí amarré un resorte y una pesa. En vez de bajar va a subir porque hay una pesa y hay un resorte que lo impulsa, pero todo está adentro del tarro, nadie va a ver la mecánica que tiene. De esa manera, y se puede hacer a la hora que se dé el experimento: Un tarro que no baja, un tarro que sube. Entonces había que colocarle un porqué, hacerle la crítica al tarro. Puede llegar a servir poner esto al servicio de la humanidad agregándole algo y otras piezas más, puede llegar a ser un transporte. En todo caso la muchacha ganó porque fue el mejor: sin pilas, sin baterías, sin más nada.»



***

Controversiales o justas pueden ser las razones por las que se evita o se trae un hijo al mundo. En medio de la necesidad puede traer más necesidad, en medio del amor o la soledad puede traer más de lo mismo, pero que un hijo venga a suplir una necesidad de trabajo eso sólo lo podría explicar su progenitor. «Teníamos muchos problemas porque aquí se aguzan las barras para el ferrocarril y para el campesino. Aguzar la barra es calentarla por medio de una fragua y estirarla con una máquina o con un martillo. Entonces sucede que ese trabajo lo había mucho porque el ferrocarril estaba nutrido en ese entonces y me traían mucho trabajo. Viendo que no se podía ya, no daba abasto nosotros con martillos en un yunque machacando el metal para hacer las barras; me inventé un aparato, un robot llamado “Ércules”. Esa máquina usted va a buscarla a cualesquier parte, usted no la encuentra en ninguno de los talleres donde hagan barras, barrotes, palas, picas. Me tocó inventarlo, hacerlo, y colocarle un nombre, como todo tiene su propiedad de colocarle nombre a sus cosas que hace, entonces para mí él es un “Ércules” porque ese brazote, imagínese, voliando martillo todo un día, eso no lo hacía sino “Ércules”. Ese martillo que tiene un peso horrible, esta máquina para que devuelva ese peso tan duro es una válvula aquí atrás que es la clave de la máquina; esa máquina sin esa válvula no es nada. Yo traigo aquí el metal al rojo vivo de la fragua y lo moldeo acá. Puedo trabajar todo el día, desguazo el metal, simplemente ahí lo moldeo y ya. Ese motor pertenecía a una máquina cortadora de madera.»


***

Su nombre es de origen incierto, como el futuro de su taller, pero su significado y nombre repercuten todavía como ruido, confusión y alboroto. Tiene 56 años, no tiene pareja actual. «La mujer me dejó hace varios años y me dejó con el último niño», afirma él. Ninguno de sus hijos quiso seguirle los pasos, la única persona que le siguió el ritmo por un tiempo fue su hija Yuli Katherine Ossa que trabajó por varios años con él en el taller, le ayudaba principalmente a cortar y perforar material y armar arados. Pero ella creció e hizo su hogar. Tiberio siente nostalgia, pues sabe que su taller, su creación, sus “hijos”, se acabarán apenas él falte, mientras tanto habla con orgullo y entusiasmo de ellos. A pesar de que él desea que su taller continúe funcionando, que florezca, la nostalgia se le nota en el rostro, le tiñe el cabello de edad; ver sus máquinas sin funcionar por un día, calladas, sin nada qué hacer ni servir, lo entristece. Por eso se refugia en sus memorias, en sus libros predilectos, como los que tratan sobre Henry Ford. Se entretiene en su guitarra, en la música popular, en los programas de dibujos animados. No pudo inculcarle al único hijo que vive con él el valor de la creación y el hacer las cosas más por placer que por dinero. Bajo la ramada, que él mismo construyó hace más de 23 años, se cobija y comparte espacio con la fragua, la cortadora, los esmeriles, los motortules, el torno, las perforadoras, la prensa hidráulica, el equipo de soldadura eléctrica, y con su hijo bien amado “Ércules”, y con todo tipo de máquina o artefacto que todavía habitan en su imaginación y no están listas para emitir su primer ruido de compañía o de caída. Tiberio sueña todo el tiempo y sus sueños son ondas hertzianas que trascienden más allá de la muerte imaginada, más allá de lo que pudo volar o no a sus trece años. A la pregunta de si le gustaría que lo sepultaran con saco y corbata, Tiberio responde con su voz ronca, segura y articulada de locutor: «A mí me gustaría que me enterraran autentico como soy, con el busito o la camisita, para reconocerme donde esté que sigo siendo el mismo».


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