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EL HOMBRE DE LA NAVAJA

Jorge Omar Muñoz.

León, Guanajuato, México.


Ilustración: Fidel Valencia Robles

–Volvió el hombre de la navaja –le dijo una mujer a su esposo– con esta ya es la tercera vez que pasa por aquí.

–Sí –le respondió– también la vecina lo ha visto varias veces.

Un anciano que pasaba cerca de la pareja alcanzó a escuchar lo que estaban hablando:

–Veo que lo notaron, a mí también me preocupa ese hombre. Fíjense que tengo un pariente en el norte, la última vez que me visitó me contó de un hombre que llegó a su pueblo, asesinó él solo al alguacil con toda su guardia y se carranceó todo lo que había en el lugar. Joyas, ganado, mujeres; se llevó todo y nadie volvió a saber de él.

La advertencia del anciano puso nerviosa a la pareja, agradecieron la información del anciano y volvieron a casa. Ambos intentaron dormir, mas no pudieron, el hombre de la navaja continuaba en sus pensamientos.

–No puedo permitir que se lleven el patrimonio de mi familia –caviló el hombre.

–¿Qué será de nuestros hijos? –pensó la mujer.

La mañana llegó y ninguno pudo evadir esas ideas que tanto les azuzaban el sueño. La mujer se levantó primero para preparar el desayuno de su esposo y sus hijos. Habiendo desayunado todos el hombre partió a su trabajo en la mina y la mujer llevó a sus hijos a la escuela. Como lo hacía todos los lunes, la mujer acudió al mercado para surtir la despensa de la semana.

–Buenas, doña Lucita ¿Qué va a llevar hoy?

–Deme dos kilos de huevo y un cuarto de papa.


–Ya dijo. ¿Cómo ha estado?


–Pues bendito Dios, no nos falta nada, don Gabriel, pero ¿no ha escuchado nada del diablo de viejo que llegó?

–¿Llegó a dónde?


–¡Aquí! Dicen que es un mercenario y nada más anda viendo a quien friega.

–¡A'chis! ¿Usté' cómo sabe eso?


–Pues me dijeron y ya sabe que cuando el río suena es que agua lleva.


–¿Y cómo es?, digo, pa'andarse con cuidado, vea.

–Trae una navaja roja colgada en el cinto del pantalón y anda todo vestido de negro, pasa a cada rato por la calle Comala. Vaya a verlo para que vea que no estoy mintiendo.

A don Gabriel lo invadió la curiosidad, no había visto un mercenario desde la revolución y volver a ver uno lo haría recordar sus días de gloria como soldado. Llamó a una de sus hijas y la dejó encargada del puesto. Cuando llegó a la calle que le dijeron, se guareció del sol bajo un árbol. Pasaron las horas de la misma forma que pasaba el tiempo para ir a comer. Resignado empezó su marcha para volver cuando de pronto se topó con Esteban, el dueño de la mina del pueblo.

–¡Don Gabo! ¿qué anda haciendo por acá?

–Ando estirando las piernas un rato. Como está bien triste la venta salí a observar.

–¿No que andaba estirando las piernas un rato? Bueno, se pueden hacer las dos cosas. ¿Y qué quiere observar o qué?


–Pues que's que anda un mercenario merodeando por aquí y quería ver cómo era.


–'Hora que lo dice, temprano llegó un señor a la mina, vestía de negro y traía una navaja roja amarrada al cinto, compró un costal de carbón y se fue luego luego. Uno de mis trabajadores se acercó para decirme que anduviera con cuidado, porque era un asesino y un violador, sepa si sea el mismo que busca.


–¡No la haga, Esteban! Por la forma en la que lo describe es el mismo, nada más que yo no sabía que era un violador ¡Mis hijas corren peligro!


–Déjeme le digo una cosa, don Gabo, en mi casa tengo dos pistolas y un rifle, él sabrá si se mete conmigo o con mi vieja.


–¡Debemos avisar a la policía!

–¡Que van a hacer ellos! N'ombre, son puro cabrón.


–A lo mejor tiene razón, pero a este tipo de gente es mejor enfriarlos de a montón, yo sé lo que le digo.


Don Gabriel se despidió, fue a cerrar su tienda de inmediato y encerró a sus hijas en casa. La comisaria le quedaba a quince minutos, si corría podría hacer diez, así que corrió lo más rápido que pudo. Sabía que cada segundo perdido era un instante que el hombre de la navaja podría aprovechar para ejecutar sus fechorías. Estaba a punto de llegar cuando vio que el padre Honorio también iba muy deprisa hacia la misma dirección a la que se dirigía.

–¡¿A dónde tan deprisa, padre?! –gritó Gabriel.

–Gabrielito, que bueno que te veo ¿ya supiste la nueva?

–No.

–Que llegó el anticristo al pueblo.

–¡Ave María purísima! Lo que nos faltaba.

–¿Cómo que lo que nos faltaba, hijo?

–Padre, pues que aparte del anticristo anda un violador suelto en el pueblo.

–¡Válgame! Debemos estar expiando un pecado muy severo.

–El obispo debería meterse en este asunto, creo que hasta el papa debería hacerlo.

–Mira, hijo, tenemos a Cristo y a la Virgen para que intercedan ante Dios todopoderoso, en ellos hay que tener fe; pero como dicen las sagradas escrituras: ayúdate que yo te ayudaré. Por eso vengo a hablar con el alguacil para que arreste a ese hombre de negro.

–¿De negro? Quiere decir que lo cubren las tinieblas.


–No, anda vestido de negro y trae una navaja roja ceñida al cinto con el que hace todo tipo de sacrificios paganos, lo sé porque el rojo simboliza al demonio.

–Padre, creo que el anticristo y el asesino son la misma persona.

–¡Jesús mil veces! ¿Ahora ves que nuestro encuentro no fue fortuito!, la mano redentora del señor ha planeado nuestro encuentro para que salvemos al pueblo.

Ambos entraron a la comisaria donde el alguacil los recibió. Los recién ingresados estaban tan ansiosos en hablar que comenzaron a balbucear incoherencias. El alguacil los calmó y le pidió al padre que le explicara lo que pasaba. Habiendo escuchado lo que le dijo, se pasó los dedos por el bigote y respondió:

–En efecto. Un hombre con las características que mencionan recién llegó al pueblo, vino conmigo para presentarse, mas no vi nada malo en él; al contrario, me pareció que era un buen hombre…

–Genaro –interrumpió don Gabriel–, me conoces desde hace diez años, sabes que no me gusta mentir y pocas veces vengo contigo a tratar asuntos de este tipo; pero esta vez es diferente, el hombre del que hablamos es un criminal que puede asesinar, robar y violar cualquier cosa que se le antoje, lo vi en la revolución, para estos hombres no existe la ley.

–Es la encarnación del mal –añadió el padre.

El alguacil reflexionó un momento lo que dijeron. Algo tenía este caso que lo emocionaba. Detener a un criminal de esta naturaleza de seguro la haría famoso, al pueblo no le quedaría de otra que darle el puesto de alcalde y defenestrar al actual cretino que sólo le ladraba órdenes. Quizá también, si removía este estorbo, el padre le regalaría una parte del diezmo.

–Tienen razón, amigos –dijo con una sonrisa–. Ahora que lo reflexiono su punto de vista es muy certero, debemos apresar a ese hombre que tanto mal hace a nuestra comunidad. Vénganse, yo sé dónde vive.

Los tres hombres caminaron un buen rato hasta llegar a la casa indicada por el alguacil. Cuando estaba por tocar la puerta tuvo que desenfundar rápidamente su pistola, ya que surgió un grito que provenía del interior de la casa.

–¿Qué está pasando?

–Se escucha como si se estuviera llevando a cabo algún ritual.

–Veo que algo se mueve por la ventana de allá, si vuelve a pasar le doy un tiro.

–Sí, hombre, ¿qué puede perder?


El alguacil se puso frente a la ventana, volvió a pasar la sombra y disparó. Se escuchó como si un costal cayera de bruces en el suelo y luego vino el silencio. Ya habiendo hecho un hoyo en la casa, el alguacil sintió confianza para derrumbar la puerta con una patada y entrar. Había un cuerpo en el piso, la sangre le salía a borbotones por un hoyo en la frente mientras se expandía alrededor de su cabeza asemejando una aureola.

–¡Sí, lo hice! Yo detuve al criminal –decía el alguacil mientras levantaba las manos en señal de victoria.

–Hijos, lo que hicimos aquí fue un acto horroroso, pero hecho en nombre de la fe. Vean a este hombre en el piso, es como todos nosotros: fácil de corromper y susceptible a toda clase de tentaciones pecaminosas; es por eso que debemos hacerle una misa para ayudar a que su alma no se condene por la vida que ha elegido.

–'Ta bien, padre, pero primero hay que notificar al pueblo mi acto y luego la misa. ¿Sale?

El padre accedió y entre los tres cargaron el cuerpo para llevarlo a la funeraria. Dentro de la casa dos niños bajaron las escaleras. Desconcertado, uno preguntó:

–Papá, ¿qué fue ese ruido? ¿Vas a prepararnos los pollitos al carbón que nos prometiste?


Ilustración: Fidel Valencia Robles

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