Andrés Felipe Arroyave Zapata.
Palmira, Valle.
Profesional en Filosofía, Universidad del Valle.
Haber golpeado al viejo sacerdote español del pueblo le granjeó el apodo de Diablo, pero también la prohibición de volver a entrar en la iglesia. Era alto, desgarbado y muchos en el pasado se ganaron un golpe suyo por el solo hecho de mirarlo de mala gana. Esa noche caminaba sin controlar del todo sus movimientos. Botella en mano vagabundeaba por las calles del pueblo sin saber muy bien qué había hecho durante los últimos días, cuando escuchó un ruido de tambores que le hizo pensar en la ceremonia ofrecida para algún muerto. Se acercó a la casa, entró, tomó asiento; No conocer al muerto no lo detuvo. Pensó en Estanislao y entonces levantó los ojos y lo buscó; se decía para sus adentros que esa noche no respondería por sus actos si se lo encontraba.
Estaba habituado a asistir a cuanto festejo o velorio hubiese en el pueblo y de su madre, una mujer incapaz de perderse velación o entierro, había heredado la costumbre. También se mostraba indiferente de si le hablaban o no, nadie solía acercarse a él o cruzarle palabra desde el incidente con el padre. En el pueblo su presencia causaba temor; quienes lo veían decidían sentarse lejos de su persona. En sus días seguidos de alicoramiento lo asaltaba constantemente su único recuerdo feliz, el de su madre. En medio de la embriaguez se atormentaba trayendo de vuelta su última imagen de la vieja cuando en su lecho de muerta le rogaba para que dejase el licor. A pesar de haber crecido junto a ella de velorio en velorio, lo que más disfrutaba de aquellos rituales era la atmosfera de borrachera conjunta y el licor gratis.
Con toda la gente reunida no podía acercarse hasta el difunto, contrario a cuando miró hacia abajo y vio el moño negro, el crucifijo y el vaso de agua bajo el féretro para calmar la sed del muerto en la otra vida. Las mujeres cantaban letanías y los hombres tocaban los instrumentos. El ruido casi báquico de la percusión era repetitivo, muchos de los presentes trataban de seguirlo con sus palmas. Entró en alerta apenas observó a Estanislao, quien le devolvió una mirada desafiante, como preguntándole ¿y vos qué haces aquí? Estanislao era el único que no le temía en el pueblo. Solo Estanislao osó sentarse a tomar con él después del episodio del sacerdote, pero las cosas se complicaron y ahora era su principal verdugo, todo por culpa de una canoa. Para él, la canoa tenía la madera podrida y por eso no le pagaría a Estanislao. Los cobros de su antiguo compañero de tragos fueron de pedido en pedido hasta el punto de convertirse en amenazas. Constantemente sentía sus pasos vigilados por Estanislao, aunque estaba decidido a no ceder quedándose en el sitio, no por nada cargaba el cuchillo esa noche.
Pensó en escupirlo si se acercaba. Estanislao lo seguía mirando y después se perdió entre el gentío. Él siguió escuchando los cantos de las matronas, observando el sudor de los hombres incapaces de detener su percusión. Movió su camisa como ventilándola y dio un vistazo a la cantidad de personas apretadas en medio del espeso ambiente húmedo, los vasos con aguardiente iban y venían de un lado a otro y se entretuvo tomando varios de la bandeja; mucho menos se olvidaba de su botella. Rezó una de las oraciones casi por obligación pues sintió los ojos escrutadores de su madre sobre su cuello; colaboró con un casi patético movimiento de palmas y trató de seguir el arrullo. Seguía sin importarle estar alejado de las conversaciones. Discúlpate con el cura, le dijo una vez Estanislao, pero él no iba a hacerlo. Además, con el tiempo había comenzado a disfrutar de ese pavor inspirado por su persona.
–Oíme hijueputa, ¿vo' cuándo es que me vas a pagá'? –escuchó la voz de Estanislao sobre su cabeza.
Quería decirle muchas cosas, como por ejemplo repetirle lo de las malas condiciones de la canoa. Por un momento se sintió acorralado y pensó en el cuchillo.
–Vo' me estás viendo la cara de guevón—terminó Estanislo.
Estanislao se marchó. Él mandó su mano al cinto, descubrió el cuchillo y extrajo la mitad de la hoja; se encontró con manchas de sangre seca pero no pudo recordar a qué se debían. El hipo lo atacó por un momento. Al instante tomó otro trago y volvió a centrar su atención en el lugar donde se encontraba el féretro. Se imaginó al pobre allí vestido con su traje elegante para emprender el viaje de nueve días, acompañado por el sonido de los cantos y los tambores. Algunas mujeres lloraban al muerto con tortura. A él nadie lo lloraría de esa manera salvo su madre si no hubiese muerto. Su madre era delgada como él y tenía un cabello de anciana blanco y luminoso dispuesto a contrastar con su caneloso y suave color de piel. Ella le contaba cuando era niño que cuando alguien moría este iniciaba un viaje y por eso la música no podía detenerse, mucho menos los rezos; al muerto que no se le cantaba se perdía y deambulaba sin rumbo fijo, causando terrores a quienes se negaron a orar en su velorio. Cuando pensaba esas cosas, casi siempre en estado de embriaguez, sentía odiarlos a todos en el pueblo por no recordar el trabajo de su madre guiando y no dejando perder a tantos muertos. Su madre no había seducido al sacerdote cuando él era solo un niño, pero por supuesto todos en el pueblo iban a creer al sacerdote. Nadie vio lo que sus ojos vieron; por eso no podían pedirle disculpas o perdones. Siguió bebiendo hasta terminar el contenido de su botella. Cuando pensaba en su madre le daban ganas de llorar. Deseaba morir de esa manera, ofreciendo su cuerpo como excusa para la embrizguez de otros; eso no iba a pasar y lo sabía, a Estanislao le dijo alguna vez que eso nunca sucedería en el pueblo y que su fin sería el de deambular como fantasma generando el mismo miedo aun después de muerto. Los cantos tomaron fuerza y más personas se reunieron alrededor del ataúd. Unas pocas gotas de sudor cayeron bajo su camisa. Robó un vaso de licor de una bandeja puesta en una mesa cercana. Alzó la cabeza para volver a encontrarse con los ojos retadores de Estanislao, como diciéndole ¿qué me mirá hijueputa?
Después centró su atención en el diálogo de dos mujeres cercanas:
–Mucha gente hoy –dijo la primera, ataviada con un vestido blanco y largo.
–Sí, pero como u'te sabe que esto se volvió parranda de borracho –dijo la segunda mujer, cuya falda le bajaba hasta las rodillas.
–Y una que viene a rezá'.
–Yo sí vine por mi' pesos de rezandera, porque todo lo que entra sirve –dijo la segunda y ambas rieron sarcásticas.
–Apena' se dijo que hoy había velorio del que salió en la noticia, ahí si vinieron todo'.
–Y mañana va'ser lo mi'mo, 'pere y verá.
Lo de siempre, pensó, el cotorreo normal de las mujeres del pueblo, ¿cómo es que hubo una pelea cuyo resultado era el de dos muertos y él no se enteró?
La imagen de su madre le asaltó sin previo aviso, la mujer tenía su vestido blanco y un pañuelo en la cabeza; la acompañaba una expresión de lámina triste mientras sufría por muertos desconocidos. Le pareció que su madre estaba viva esa noche. Cuando era niño recibía regaños de camino a casa por no haber rezado el rosario con las otras mujeres. Fue una época donde se sentía perseguido por los fantasmas de aquellos muertos no acompañados por su madre. Ahora era a él a quien los vivos temían en el retorno a casa.
–Vo' y yo tenemo' que hablar –alguien jalaba su camisa y lo expatriaba del pensamiento sobre su madre–. Ahora te espero afuera pa´ que me digá' cómo va lo de mi plata –Estanislao lo soltó con odio.
No quiso darle importancia, aunque en el fondo quería ponerse de pie. Lo intentó pero no podía controlar muy bien su cuerpo y todo le daba vueltas. Volvió a sentarse y vio cómo se abrían paso entre la multitud un par de mujeres jóvenes, ese era su segundo motivo favorito. Iban meciéndose mientras se acompasaban con el ritmo de los tambores y el voceo de los cantos. Algunas grababan con sus celulares lo ocurrido en el lugar, él solo observaba sus traseros. Una buena mujer para la casa, según él, se conocía por lo ancho de sus caderas y la redondez de sus nalgas; las mejores dotadas eran las mejores madres.
–¡Ve, negro guevón! ¡Vo' en verdad está' creyendo que yo soy un pintao en la paré'! –observó a Estanislao instalarse férreo frente a él.
Miró a Estanislao y pensó en su sueño de la noche anterior. Soñó que lo había matado junto al muelle. Si bien todo se le presentaba muy difuso, solo recordaba sentirse estrangulado por el negro y la imagen de los manglares al otro lado del canal; un color verdoso donde flotaba un ave como petrificada en el cielo, esperando la señal justa del mar para su caza. Estanislao poseía un par de ojos rojos, un cuchillo y la mirada de ese Satanás a quien todo pescador trata de no encontrarse mar adentro. En el sueño, aquella ave congelada por fin pudo moverse para lanzarse vertical como saeta hacia las aguas y atrapar su pez, y en ese momento tuvo fuerzas para librarse un poco del agarre de Estanislao y clavarle su cuchillo en el cuello. El manglar se volvió rojo oscuro, y recordó su trabajo infernal en los cañaduzales incendiados del Valle del Cauca cuando huyó por un tiempo acusado de intentar matar al sacerdote. Los ojos de Estanislao eran como canicas. Al instante todo se difuminó. Cuando despertó exasperado pensó que nada lo diferenciaba en su deseo de vivir con aquel pájaro que se introducía en el mar para comer. El mismo pájaro que le picotearía los pulmones en el mismo sueño hasta obligarlo a despertar.
No fue consciente de ese momento cuando dentro de su cabeza todo se entregó a la furia y se lanzó contra Estanislao. Eran como dos puntos disonantes en medio de la masa de personas a quienes no parecía importarles su altercado. Muchas mujeres seguían entregadas a sus cantos rodeadas de hombres alelados por el licor, otros no dejaban de tocar. Estanislao dio el primer golpe, mientras él se levantó a contraatacar encontrándose con un segundo golpe. Su enemigo le orquestó un tercer puñetazo para poner sobre su visión un espeso manto de figuras borrosas. Le pareció ver a su madre. Jadeaba tirado en el piso y lentamente retornó al abrazo de la humedad del lugar. Creía no estar del todo en aquella casa pues las personas a su alrededor no se interesaban ni por él ni por su contrincante a pesar del alboroto. Los golpes de Estanislao lo habían llevado cerca del féretro y cuando comenzó a levantarse se preguntó el porqué de no haberse llevado en su caída a nadie consigo por delante. No era mentira, la cabeza de su madre sobresalía entre otras. Escupía sangre y sin pensarlo bebió del vaso de agua bajo el féretro. En ese momento escuchó un grito de terror por parte de las rezanderas, seguido de varias invocaciones a Dios por parte de rostros con los ojos muy abiertos. Se sintió observado y pensó que el vaso no flotaba como escuchó, él bebía su contenido para recuperarse del golpe. La música se detuvo, miró a Estanislao y vio cómo la cara del enemigo sufría una extrema transformación desde la rabia hasta el petrificado terror. Su rostro también se dibujaría de expresiones similares al tratar de tocar a los allí reunidos; no sintió nada, ni calor ni frío, ni mucho menos logró sentir la textura de sus ropas o cabellos. Caminó junto a su enemigo rumbo al cajón y allí se encontraron con el cuerpo muerto de un segundo Estanislao, cuyo cuello dejaba ver una sutura, justo en el lugar donde se lo había soñado. Estanislao irrumpió en un llanto infantil. Se compadeció del otro hombre más que de sí mismo, abrió su camisa para ver su propia herida y lo comprendió todo, el porqué del picoteo de las aves en el sueño. La figura de su madre salió entera desde la multitud silenciosa para tomarlo de la mano.
Madre e hijo se perdieron deambulando por las calles del pueblo y en el contacto con su madre él sentía un frío de muerte.
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