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EL DÍA LLEGÓ AL FIN

–Alejandro Lozada Ocampo–

Para vos.


El día llegó al fin, el sol entraba por las polvorientas cortinas desgastadas. Abajo, sobre la cama llena de fisuras de extraño contorno, yacía él, inmóvil, con los ojos abiertos, respirando entrecortado, experimentando el hastío de otro día sin sentido. Largo rato estuvo sin mover ningún miembro, con los ojos marchitos y hundidos, mientras los rayos penetraban con más intensidad los desgarbados y ruinosos volúmenes que se hallaban en su biblioteca.


Finalmente, y tras un sobresalto, como si le volviera una débil y nublosa esperanza, puso los pies en el suelo de la habitación. Inmediatamente sintió el frío subiéndole por las piernas, una impresión seca. Se irguió mientras observaba la mugre que revestía toda la habitación, llevándose una desagradable y nauseabunda sensación. Recogió los platos sin lavar, desparramados por todo el lugar, y abrió la pesada puerta. Descendió por las escaleras hasta la sala. No sentía el mínimo deseo de comer y el descubrimiento de la pulcritud del resto de la casa lo extrañó como si fuera la primera vez que la viera. Sentado empezó a derramar silencioso las mismas lágrimas de los días anteriores, como si de una rutina se tratara aquella lastimosa escena. Se acercó al sillón y agarró el pesado y oscuro cojín, hundió su cabeza en él. Inhaló profundo y sus lágrimas se mezclaron con el dulce y petrificado aroma a ella. Lo envolvió un instante de nostalgia y sintió una marea de excitación en todo su cuerpo que rápidamente se convirtió en la más horrible desesperación y melancolía. Miró la ventana, afuera llovía pesadamente.


Intentó pensar en algo más, pero no pudo. Se dejó ir durante lo que le parecieron horas por recuerdos dolorosos y lejanos mientras miraba el desolado y viejo piano que se mantenía en un estado pueril dentro de su sala. Parecía que no lo hubiesen tocado en años, tal vez así fuera, debía de estar inservible. Recordó las noches enteras, desvelado frente a ese olvidado instrumento heredado de uno de sus abuelos. El piano hoy parecía tan difunto como él mismo, tan arruinado como su propio mundo, que sintió la angustia de todo un talento desperdiciado, de una herencia malgastada, de una nube que lo estrangulaba e inmovilizaba, de una eterna quietud muerta. Puso las manos sobre él, escuchando los desafinados y tímidos sonidos que expulsaba. No frunció el ceño al contemplar el estado de precariedad al que había llegado. El polvo se acumulaba tristemente sobre este, y como un tuberculoso, no hacía más que expulsar alaridos molestos. Le sorprendió la potencia del sonido producido por una máquina que no debería emitir ya ninguno. Se preguntó si estaría delirando.


Salió, cómo quien escapa de lo desconocido a las grises y pútridas calles que tantas veces habían desfilado ante sus ojos, y se dejó llevar por sus pies, parecía buscar algo perdido irremediablemente, sin la más mínima esperanza de poder encontrar un consuelo. Ya había escampado y las campanas de la gótica iglesia de piedra martillaron su cerebro, obligándolo a descender de sus fantasías y entrar, como ya desde hacía tiempo, en la catedral de piedra seca y ultrajada por los siglos de torturas silenciosas que habrían acontecido dentro de ella, de esa brutalidad pasiva del cristianismo que él más temía y rechazaba. Y se vio como en sus últimos tiempos rezar trémulo, miró al sacerdote, recibió la comunión de manera autómata y recitó los coros eclesiásticos como quien recita un antiguo conjuro de muerte.


Finalmente, lleno de valentía salió de la capilla para penetrar en el patío antiguo que se extendía detrás del edificio. Cientos, quizá miles, de lápidas se mostraron ante él, con sus innumerables epitafios esculpidos en el falso mármol, y pensó en la frialdad de las manos que esculpieron aquellos mensajes rutinariamente, igual que quienes diariamente enterraban los cuerpos, ornamentaban mecánicamente las tumbas y comían sobre el espectáculo de los cadáveres. Se preguntó si no habría un ápice de satisfacción, de oscuro placer en aquellos hombres y pensó en sus sonrisas sádicas ante las lágrimas de todos los condenados y afligidos. Sus pensamientos le produjeron un profundo mareo y alejándolos finalmente llegó a la tumba de ella, sola, fría, sin un solo cuidado. Se arrodilló y puso sobre ella otra rosa blanca junto a los marchitos restos de las que ya había traído. Pensó en lo mecánico de su acción mientras notaba la profunda imposibilidad de derramar alguna lágrima, no tenía fuerzas ni para el llanto. “Le entrego un cadáver a otro, tan muerto y vacío como los anteriores”, pensó para sí, sin decir nada más.


Salió del santo lugar y se dirigió al mismo restaurante donde comía con regularidad, saludó al mesero con un leve movimiento de cabeza, como lo había hecho en cada situación anterior, dirigiéndole exactamente las mismas palabras. No sintió más apetito que para pedir algo de pan y agua, remplazándola por vinagre, para curar su culpa. Sintió el sabor desagradable y fuerte, pero lo trago sin la menor afección mientras veía a las personas bajar por las calles desde el balcón del lugar de comida. Observó a algunas parejas en el lugar de una manera casi masoquista, sin apartar la mirada, ni siquiera en el momento en el que se besaban. Sintió cómo su soledad se volvía infinita. Pagó en efectivo la cantidad exacta. Salió turbadamente, dirigiendo su mirada a los contornos de las ventanas pulcras que desfilaban sobre su cabeza. Los habitantes le parecieron una gran masa amenazante, demonios silenciosos de los que debía huir, y empezó a caminar más rápido, torpemente entre ese grupo heterogéneo sin rumbo. El dolor de cabeza llegó sin aviso, sintió que no podía más y que moriría ahí mismo si no lo detenía. Solo había una manera.


Llegó a la casa de los padres de ella cuando las nubes oscuras ya parecían a punto de desatar una tormenta. La casa era gris, pulcra, casi ascética. Pasó el descuidado jardín de plantas desgarbadas con ese característico color verde infecto. Subió la escalera oxidada, sintiendo el olor a mierda de perro y guisado agrio que aquella mujer debía estar haciendo. Los viejos eran tan miserables como el aspecto de su casa, con una renta cómoda, su vida era gris y neurótica, poblada de fantasías marchitas. La casa proyectaba esta actitud, con sus paredes color verde pálido y sus baldosas anaranjadas sin brillo ni color. Todo olía como a clínica vieja, y los encontró igual de desagradables que siempre. Lo saludaron con ese afecto falso que los caracterizaba.


–Hemos orado por ti, sabemos cómo te estimaba –dijo la alta mujer sin mirarlo siquiera.


–Gracias por acompañarnos todos los días –dijo el hombre, poniendo en el gracias cierto tono sarcástico.


En el fondo se lo agradecían con locura. Él era el único que los visitaba con frecuencia y el único que compartía su pena más grande.


–Aquí te dejo galletas –dijo la mujer con una sonrisa.


Los miró a los dos y no pudo evitar el desagrado. La intranquilidad que le causaba la figura de aquella mujer larga y amarga no tenía comparación. Su cuerpo, como una versión degenerada y horriblemente pobre de aquella que quiso con locura, lo horrorizaba.


Lloró, ellos eran los únicos con quienes lloraba y sus lágrimas se desparramaron sobre su abrigo negro e impecable. El hombre lo miró con gran empatía, aunque sin afecto. Y como era ya recurrente desde hace un mes, los tres lloraron al unísono, abrazados, como tres desconocidos que encuentran a otro ser más miserable y se permiten mostrarse débiles. Se fue con el sabor de retribución en la boca, mientras ambos lo observaban frágiles y destrozados a lo lejos. La casa desapareció con las últimas luces de un día sin crepúsculo mientras el cielo se llenaba de nubes oscuras y densas.


Pasó por los múltiples parques de vuelta a casa observando a los chicos, tratando de impresionar chicas y a los niños rezagados mientras reían a carcajadas. Su paso se hizo pesado mientras sus ojos se llenaban de humedad. La brisa trajo consigo un millón de recuerdos mientras su cabello sucio se alborotaba dejando al descubierto los temblores que recorrían su cara. Como para volver aún más mísera la escena compro un cigarrillo barato y sucio. El sabor le recordó a su boca. No pudo evitar silbar una triste canción que le era significativa, una canción que antaño había compartido con un alma ida.


Llegó a su casa más ruin que el día anterior, pero seguramente no tanto como el siguiente. Se sentó en el mullido sillón de terciopelo desteñido mientras terminaba de pensar en su profunda desolación. Entonces cerró una a una las ventanas y las puertas, bajando las cortinas hasta que el hermetismo dentro del lugar fue total. Cabeceando intentó leer uno de sus antiguos y bellos libros, que en otra era le habían conferido todo el placer que hubiera necesitado, y hoy no tenían existencia ni atractivo. Supo entonces que no habría otra solución para olvidar su tristeza que aquel acto abominable que le era totalmente natural.


Fue hacia la cocina, desenvainó uno de los pulcros cuchillos, lo afiló rigurosa y delicadamente. Se dirigió al fondo del pasillo que había detrás hasta llegar a la última puerta en mal estado, con las bisagras oxidadas y pedazos de madera carcomidos por la humedad y el gorgojo. Sacó de su bolsillo la pesada llave que dormía dentro de sus ropas y abrió la puerta. Bajó por la negrura hasta alcanzar el interruptor de la luz y cuando llegó al congelador sintió un sobresalto. Se recuperó rápido de la extraña sensación y sin más demora abrió la puerta lateral. Extrajo el pesado brazo mientras pensaba confusamente en lo rápido que había terminado la pierna. Como un robot hundió los dientes y el sabor a sangre le invadió la boca. Estuvo a punto de vomitar al sentir la sensación ferrosa y cálida en su boca, pero inmediatamente después lo invadió un vórtice de placer y éxtasis.

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