Salvador Salvatierra
Lleno de esperanzas partió nuestro caballero rumbo a la nueva aventura que el destino le ponía por delante. Atrás habían quedado gigantes y molinos, ovejas y soldados, frailes y convictos. Era la más audaz y original de todas sus aventuras, pero no por ello, la menos absurda. Con cabalgadura nueva de rutilantes estribos, bridas de nácar y enjalma de terciopelo, emprendió la larga marcha que lo reclamaba. Su escudero lo secundó como lo había hecho tantas otras veces en el pasado, alentándolo con su siempre fluida palabra. Ahora que había aprendido a ver como él, a respirar su mismo aire y sentir como sólo él lo hacía, nada le haría separarse de su egregio adalid. Juntos llegaron a las puertas de Palacio.
―Lo estábamos esperando, señor caballero. Ya no es necesario que nos haga creer que es uno de ellos. Ya todos estamos seguros.
Él los miró con algo de desconfianza, pero terminó creyéndoles, pues ya había aprendido a soportar toda suerte de tratos, por amables que fueran. El de la puerta le repitió la invitación pero él se quedó mirando desde lejos la imponencia de la construcción. La ausencia de cúpulas y minaretes le provocó un vacío en el amplio interior de su ser, amante de elevadas ideas, mas volvió de inmediato al escuchar la voz de su escudero que lo animaba a seguir.
Con paso cansino atravesaron la plaza de armas; él, por la cautela aprendida a lo largo de las aventuras, su escudero, porque nunca aprendió a hacerlo de otro modo. Un toque de heraldos terminó por aturdirlos a ambos. La alfombra roja se extendía a sus pies.
El pueblo entero ―sin distingos de credo ni color― lo había elegido para regresar los senderos de la Patria al redil de la paz, la justicia y la moral, perdidas gracias a los muchos años de los vicios de la democracia. Pero con su presencia se garantizaba la reconstrucción de la nación, tan manchada por la inocente sangre que suelen derramar los enemigos de la paz. Así lo dijo en el discurso de posesión, donde prometió, con la Santa Biblia en una mano y un escapulario en la otra, limpiar los caminos de maleantes, hacer ricos a los pobres, sanear las instituciones públicas, pavimentar los ríos, sosegar las mareas, cambiar el color del cielo y dibujar una sonrisa permanente en el rostro de los muertos.
―Señor de la Mano Firme: ya no tenemos dónde echar más cadáveres, van a descubrir que los estamos matando― le dijo una noche su escudero.
―La seguridad de la patria tiene unos pequeños costos que alguien tiene que pagar— contestó impasible.
―Pero Señor, es que son muchos.
―Entonces hay que desterrar a los que hicieron la tarea. La patria se los sabrá agradecer— respondió enfático y sereno.
― ¿Y las tierras de palma? ―interrogó el escudero― Allá también tenemos un problema; a la gente que no se marcha la hemos tenido que empujar.
―La palma nos hace ricos. Es mejor que una ínsula, deja más dinero y hay que joderse menos― dijo empezando a disgustarse.
Con su mano siempre firme y su corazón de hierro, empuñando la lanza más fiera que se hubiera conocido jamás, ya no hubo ningún Gilibrés de Pasamontañas que se atreviera a mirarlo a los ojos. Los caminos se transformaron en florecidas alamedas que musitaban tiernos ritmos al paso de los viajeros. Las campiñas reverberaban de todas las gamas del verde al influjo de las cosechas que le daban al agro un seguro ingreso para todos los lugareños. Y sus súbitos lo amaron, con valiente cordura y lúcida sapiencia. Las naciones vecinas le ponderaron la ensoñadora capacidad de imaginar y desearon que su mágica visión del mundo pudiera ser envasada en frasquitos de colores para exportación. Pero él no quiso ir tan lejos, la patria reclamaba su presencia y él nunca faltaría a su compromiso con la historia.
Una tarde en su biblioteca, reposando junto a los libros (sus entrañables amigos) descubrió que su historia ya había sido escrita. Con obsesiva fruición leyó página tras página las líneas que lo retrataban. Entonces observó una nación maravillosa en donde él, ajeno al tiempo, regentaba para siempre los eternos destinos de sus súbditos. En majestuosas cabalgaduras recorría sus vastos dominios poseído de una fascinación que se parecía a la locura. Las fronteras iban desapareciendo de los mapas hasta crear un solo país que cubría la tierra y en el que él era único amo y señor, único gobernante y caballero.
Su escudero, que ingresó inocente, lo sacó del trance al que lo había llevado la lectura.
―Pero señor; eso no es más que un libro de aventuras.
Él no era un hombre de explicaciones fáciles. Su mano firme había nacido para serlo en todos los momentos en que fuese preciso. La adarga atravesó con violencia ese cuello que se quebró con un ruido seco como si fuera de madera. Con un quejido agonizante el moribundo reclamó una última vez por la ínsula prometida, pero él ya no tenía más tiempo para eso. La patria lo reclamaba.
En la plaza de armas lo estaban esperando para nombrar un nuevo escudero. El otro había decidido marcharse a otras tierras. Él lamentaría su ausencia y extrañaría sus servicios, pero así es esto de ser caballero: un asunto difícil.
―Se necesita Mano Firme, siempre. Eso es seguridad. La democracia, es otra cosa.
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