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  • Foto del escritorRevista Lexikalia

DARKY

Saúl Antonio Munévar

Cali, Valle del Cauca

Estudiante de Licenciatura en Literatura de la Universidad del Valle


El día en que el nuevo perro llegó a la finca El Pajal, una torcaza bajó al patio a comer el arroz arrojado a las gallinas. El cachorro venía de la mano del abuelo Segundo, había llegado detrás de él como una sombra. Era de raza rottweiler, de escasas manchas amarillas y con ojos claros que resaltaban sobre su rostro. Cuando Fernando lo vio, fue un encariñamiento a primera vista. El perro le ofreció la cabeza al joven para que lo acariciara. Le tendió la mano y pasó sobre el lomo del animal como quien acaricia un trofeo ganado contra la muerte. Fernando miró a su padre, figura de marioneta con tornillos oxidados, este le mostró sus dientes amellados por el café y el cigarrillo. «Feliz cumpleaños, mijo». Fernando sonrió, cumplía diecisiete años, y como casi todos los años a él también se le había olvidado. Fue a la cocina atraído por el dulce de guayaba que estaba haciendo su madre y entró con el perro, que a pesar de ser todavía un cachorro, pesaba casi como un cerdo joven para engorde. La madre lo miró, frunció más el ceño y cerró más su mirada rasgada de carbón mineral, escudriñó en el perro, arqueó hacia abajo las comisuras de los labios y dijo: «¿Y ese chandoso?». En ese momento el canino emitió un chillido de queja. «Me lo regaló mi papá», contestó Fernando en voz bajita. La madre emitió un gruñidito de desaprobación. «Ya se acabó la leña, andá y traés un atado a la cañada, y que esté seca». Fernando salió de la cocina y mientras alistaba el machete, la lima, varios costales y un lazo, el nuevo perro concentró su atención en la torcaza que comía los últimos restos sucios de arroz cocido; el animal tenía hambre y de dos tarascados atrapó a la torcaza y se la comió.


Fernando encontró un viejo árbol de guayaba que había sido derribado por un rayo. Con la copa clavada sobre el paso de agua de la cañada, el árbol ofrecía sus ramas secas como pidiendo ayuda a algunos de los añejos zapotes o aguacates. Para llegar al dios de madera enclavado debía pasar por debajo de un árbol de caspi. «Es el guardián de los árboles viejos», le decía su padre. «Cuando tenga que pasar cerca d’el, o por abajo, antes salúdelo, llámelo con respeto, dígale señor y pídale permiso pa’pasar. Y después orínelo. Si no el palo le quema la piel y le toca echarse agua de uria por varios días pa’calmar la rasquiña». Fernando hizo caso a las advertencias del viejo, pero se dio cuenta que el guayabo era muy grueso para el delgado machete y se demoraría más tiempo. Apenas lanzó el primer golpe sonó un rayo y se desgranó un aguacero. El inexperto leñador hizo una capota con uno de los costales, le quitó el cordón a la cubierta del machete y se la amarró al cuello para asegurarla. Mientras abría una muesca en el tronco recordó al anterior perro de la casa: era una perrita pequeña, criolla, blanca, colimocha, que ladraba a todo lo que se moviera entre las matas de café, los arbustos o los pastos que amenazaban con tragarse la casa de tapia pisada. Se llamaba Campana. Una tarde llegó a la casa con una herida en la oreja y una mancha verde alrededor. Buscó a Eva en la cocina. Ella la miró de la misma manera como miraría después al nuevo perro. Campana se metió bajo la hornilla y no salió en tres días, comía poco y no respondía a llamados ni a órdenes, gruñía si alguien intentaba tocarla. A los tres días salió de su escondite, su oreja herida había desaparecido, en su lugar había un cúmulo de gusanos que ya le habían alcanzado el hocico. Afuera de la cocina miró a los tres. Fernando soltó el plato de calentado y se iba a agachar a cargarla; su padre lo tomó por el brazo y lo detuvo. «Mijo, no la toque, esos gusanos son de muerto, no de animal enfermo». Campana emitió un sollozo y cayó sobre el piso de tierra. Sonó otro rayo, esta vez más cerca, y Fernando había logrado atravesar el tronco del guayabo.


Fernando regresó con el atado de leña a la parte trasera de la cocina, la descargó y regresó a la cañada por la segunda carga. En todo ese tiempo invertido, el perro no se había despegado ni un instante de él; ni la lluvia, ni los rayos, ni los golpes del machete lo habían espantado. Luego entró a la cocina a ver si en la olla o en la jarra había algo de tomar caliente. En la jarra zapote encontró agua de salvia, el remedio familiar por excelencia, sacó un vaso y se lo tragó de un tirón para pasar rápido el amargor de la planta. Eva entró al rato con un plato sucio y oxidado donde había recogido algunas cucarachas matadas con Aldrín. Sacó de una olla tiznada una sopa rancia del día anterior, la echó en el recipiente y la puso cerca al perro para que comiera la mezcla, pero el perro solo la miraba a la cara. Eva miró a Fernando y le preguntó: «¿Y ese chandoso resabiado cómo se llama?». Fernando, que llevaba todo ese rato también mirándole la cara esperando un «Gracias» o un «¿Cómo le fue?», pensó un momento mientras traía a la memoria alguna palabra nueva aprendida en el colegio. La madre impaciente lo escudriñaba con esa mirada rayada en dos piedras de sílex. «Darky, se llama Darky, mamá», decía mientras acariciaba la gran cabeza del perro. «¿Darky? Jum…Darky». En ese momento el perro se agachó y con pocos tragos engulló toda la sopa de cucarachas. Escampó y Fernando salió a organizar la leña debajo de la hornilla para que se calentara.


Cuando Campana murió, empezaron a perderse cosas en la finca. Herramientas, gallinas, ropas del tendedero. Los sembrados de zapallo se podrían, las maracuyás eran reventadas por el calor, la leche de la vieja vaca salía agría y los racimos más grandes de las plataneras y las bananeras, de un día para otro, aparecían cortados. «Son los malditos Lobos de allá abajo, ya se dieron cuenta que estamos sin perro. ¡Hijos de perra!» Le gritaba Eva al viejo que acababa de llegar del pueblo con el mercado de la semana. Fernando salió a ayudarlo a descargar la remeza, desensillar el caballo y llevarlo a la ramada. Luego en el corredor, mientras Segundo almorzaba una sopa fría, le dijo al joven: «Mijo, tenga cuidado cuando vaya pa’la escuela, ahora que venía vi a los Lobeznos agazapados entre el rastrojo». Cuando estaba más pequeño y pasaba por la entrada hacia la finca de los Lobos, varios de los pequeños le cortaron el paso. Fernando intentó devolverse pero lo cercaron y lo amenazaron diciendo que si corría, ahí mismo lo golpeaban. Armados de machetes, palos y cuerdas, lo llevaron a la mata de guadua y lo amarraron a la más verde y llena de pelusa. Armaron una fogata y empezaron a calentar un cuchillo mataganado. Lo iban a castrar. Con sus infantiles fuerzas intentó romper la guadua, pero apenas logró desatarse y empezó a correr. Uno de los captores le alcanzó de un golpe en la espalda con una lata de guadua y lo hizo rodar hasta caer inconsciente en el camino. Los cachorros, creyéndolo muerto, salieron a correr entre los cafetales. A parte del fuerte dolor en su espalda, un raspón en la rodilla lo hacía cojear. Le habían robado los zapatos, los únicos que tenía. Así, y por muchos días, debió ir descalzo a la escuela hasta que uno de sus hermanos del pueblo le mandó a regalar unas botas grandes que ya no usaba, calzado que tiempo después también se lo robaron del corredor de la casa.


Cuando Darky llegó, progresivamente las penurias empezaron a disminuir. No había temor de que las cosas volvieran a perderse de la casa y se encontraban siempre en su lugar. Los zapallos de la siembra llegaban a buen término con el ombligo maduro y reventado, las maracuyás crecían gordas y preñadas por el sol de la vereda, la vaca daba hasta nueve botellas de leche, los racimos de banano y plátano se caían de la mata de tan maduros y pesados. Darky no le ladraba a los matorrales y cafetales, solo se echaba a esperar que alguno de los Lobos que estaba escondido entre estos, se atreviera a ir por alguna de las gallinas más gordas o se pasara por el tendedero. Un domingo uno de ellos, creyendo que Darky no estaba, se dirigió a la cocina a llevarse alguna de las ollas listas con el almuerzo. Cuando dio vuelta, Darky lo estaba mirando. El Lobo soltó la olla y dejó regar todas las porciones de carne cocida. Corrió hasta el cafetal y hasta allí Darky lo persiguió y lo trajo arrastrado de la manga del pantalón hasta el patio de la casa donde ni Eva ni Segundo pudieron quitarle al animal. Cuando los demás Lobos saltaron a rescatar al hermano, Darky puso su mandíbula en el cuello de su capturado y a cada intento de acercarse, el animal apretaba sus colmillos contra la garganta. El Lobo lloraba y clamaba por su vida, pedía que le quitaran al animal de encima. Fernando llegaba de la bocatoma, había ido a reparar la manguera que había sido cortada por alguien muy cerca al nacimiento de agua. Creyendo que el perro se iría con él, aprovecharon el daño hecho para meterse a la casa. Fernando, con sólo silbarle, hizo que el enorme rottweiler soltara al ladrón y le permitió alejarse. Los Lobos huyeron en manada entre el rastrojo, bajando hacia la finca de ellos y pronunciando improperios y todo tipo de amenazas contra la familia. Darky había crecido hasta el punto que su hocico no alcanzaba a ser rodeado por ambas manos y su cuello no permitía ser abarcado por todo el brazo de Fernando.

La finca quedaba a hora y media a pie. El joven hacía esa distancia todos los días para ir a estudiar al colegio del pueblo. Madrugaba muy temprano y llegaba avanzado el medio día. Darky caminaba desde la casa todo el sendero que atraviesa la finca, hasta llegar a la carretera para esperarlo. Un día Darky no salió a esperar a su amo. Fernando se extrañó que su amigo no lo estuviera esperando. Continuó el sendero esperando que estuviera escondido en algún matorral. Continuó el borde del barranco hasta pasar la cañada y subir hasta las zapoteras. El verdadero camino empezó en este punto. Esparcidos, había trozos de vísceras negras que supuraban una babaza blanca. Un rastro de sangre continuaba el camino que debía ascender, pasar por la entrada al camino de los Lobos y seguir por los guayabales. Y fue entonces cuando vio a Darky tirado de lado en el patio de la casa, botando babaza por la boca. Apenas Fernando se acercó para tratar de quitarle una soga que le apretaba el cuello, murió. Había sido envenenado. De entre sus piernas salía el rastro de sangre que había creado la estela de su último viaje. Fernando levantó la pata trasera del cuerpo para saber por qué sangraba de esa manera. Lo habían castrado. Fernando no lloró. Se prometió que esa tristeza se la sacaría cuando vengara la muerte de su amigo. Tenía la absoluta certeza de quién lo había hecho. Horas más tarde llegaron sus padres. El joven había acabado de sepultar a su amigo en la ramada. Su madre había resbalado del alto del barranco donde extendía la ropa. Se asustó al ver que los ojos enrojecidos de uno de los Lobos asomaban entre la maleza. Regresó del hospital con un tobillo enyesado.


Fernando entró al cuarto de herramientas y tomó el hacha, un lazo y un costal. Don Segundo lo detuvo como aquella vez por el brazo. «Mijo, no vaya a cometer una locura, por los animales no se debe pelear, hay que dejarlos ir, ellos son como los hijos, no nos pertenecen». Fernando respiró hondo, contuvo la respiración por un momento y le prometió a su padre que a eso no iba. Bajó hasta la cañada, buscó la guadua en la que alguna vez lo habían amarrado para intentar castrarlo, y cortó un tramo casi de su altura. Pasó cerca a los vestigios del guayabo, y con el hacha lista, le mandó el primer golpe al árbol de caspi. El hacha se le devolvió. Fernando acertó otro y apenas logró entrar en la corteza. En la labor, buscó las ramas más rectas y las descortezó hasta dejarlas limpias. Llegó con ellas a la ramada y las acomodó aparte de la leña para que su madre no las metiera al fogón. Entró a la cocina, se tomó un sorbo de agua de salvia y la saboreó con gusto. Tomó un largo baño con jabón de tierra, se acarició las quemaduras bajo el agua fría del nacimiento y se encerró temprano en su cuarto dispuesto a no salir en tres días. No durmió. El ardor que le recorría la piel no lo dejó en paz ni un minuto. Tampoco intentó rascarse la comezón por un momento. El recuerdo se concentraba en Darky, la primera vez que lo vio, las veces que lo acompañó para cuidarlo en el camino, sus cacerías de zarigüeyas, ratas, conejos de monte, armadillos, ardillas; cuando le ayudaba a su padre a arrear el ganado, las veces que hubo que castigarlo para enseñarle a que no se comiera las gallinas de la finca, las veces que algunos vecinos le ofrecían el pago hasta de cinco jornales por Darky, pero el viejo siempre se negaba, argumentando que un amigo no se vendía y menos si era el mejor amigo de su hijo. Incluso los Lobos habían traído del pueblo un perro de raza bóxer para hacerle frente, pero el pueblerino no tuvo tiempo de sufrir cuando lo soltaron contra el amigo de Fernando.


Fernando salió de su cuarto, la oscuridad todavía le pesaba en los ojos. La falta de luz le había hundido las mejillas y las costillas. La piel le había empezado a descaspar. Arrimó a la cocina y su madre le tenía un pocillo con salvia caliente y una papa cocida. Dedicó toda la mañana a armar un muñeco de madera de varios brazos predispuestos para los golpes. Le hizo varios orificios a la guadua, cortó los troncos y llenó los vacíos del cuerpo de tarugos. El tótem de endurecer músculos fue sembrado al lado de la tumba de Darky. Con el resto de la madera hizo un pórtico donde colgó un costal lleno de arena, lo amarró con la misma cuerda con que arrastraron a su amigo, y empezó a endurecer los puños. Golpe tras golpe, sus manos empezaron a adquirir ese tamaño natural de las manos paternas, con la fuerza de arrancar de un tirón yucas profundas y quitarles las coronas a las piñas de un jalón con las palmas limpias. Con cada golpe modelaba su plan: estudiaría en las mañanas, ayudaría en la finca en las tardes, bajaría al caer la tarde de nuevo al Polideportivo Municipal a tomar un curso de karate, y en los fines de semana trabajaría en un bar de mala muerte para pagar sus estudios. Ya en las noches, luego del entrenamiento, haría los deberes del colegio.


Una tarde Fernando no tuvo entreno. El maestro de karate había desaparecido con todos los fondos que había desenfundado la alcaldía para la continuación de los entrenos y la compra de elementos para los karatecas. Su padre estaba sentado en el corredor de la casa, se mecía lentamente en una mecedora de años inciertos como la edad del viejo. Don Segundo iba por su segunda cajetilla de Pielroja. Fernando se sentó a los pies de su padre y este le contó lo sucedido cuando tomaba el camino de regreso. Contó que cerca de la carrilera se encontró con don Jesús, el Lobo Negro, como le decían en la vereda. Era padre y abuelo de varios de los Lobos que habían aprendido de la Loba a apropiarse de lo ajeno. Le dijo que sintió mucha pena por lo que le había pasado a Darky y por la situación que estaban pasando en la casa por la ausencia de un guardián. Que él ya estaba muy viejo para que sus nietos e hijos le hicieran caso y menos contradecir a su mujer o a sus nueras. En una hacienda donde él trabajaba, la misma hacienda donde trabajaba don Segundo, el patrón le había regalado aquel perro. Cuando salían juntos, antes de separarse, don Jesús le entregó el perro a su compañero y amigo de antaño. «Ustedes lo van a necesitar más que yo, más que mis hijos». No hubo necesidad de aclaraciones. A lo lejos pasaba una nube negra cargada con agua del Pacífico. Fernando miró sus brazos quemados por el muñeco de Caspi y los puños raídos por todos los golpes que le había dado a la bolsa de tierra en todos estos meses. Estaba a punto de graduarse del colegio y había ahorrado lo suficiente como para alquilar una habitación en el pueblo o emprender hacia la ciudad para estudiar veterinaria.


Fernando fue al cuarto de herramientas y sacó la vieja hacha. En la ramada, con el primer golpe partió la guadua del muñeco de entreno, de igual forma pasó con los pilares del pórtico donde estaba la bolsa. Llevó la madera hasta el fogón de la cocina y metió todos los pedazos al fuego. La madre estaba fritando rosquillas de harina, había preparado un puré de papa y una sopa espesa de maíz; de tomar le pasó a Fernando un vaso grande de chicha de trigo. El coctel de olores lo remetía a la infancia cuando recién habían llegado a la finca y el café era comprado a buen precio. Su papá manejaba su propio ganado, tenían dos caballos, prescindían de abonos e insecticidas y no se pasaba hambre y la electricidad no era tan necesaria. Y lo mejor: los Lobos todavía no subían hasta la casa a robarse lo mejor que lograban conseguir con el trabajo duro y honrado porque todavía sus hermanos tenían la esperanza de progresar en la finca. El sonido de un rayo sacó de sus cavilaciones a Fernando, su madre le alcanzó dos platos con la comida caliente, se dio la espalda y mientras movía unas rosquillas en la paila, dijo en voz baja: «Feliz cumpleaños, mijo».

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