Historia de un pueblo olvidado a orillas del mar
–Yan Carlos Romero–
Oigo tu nombre por todas partes
y el olvido no acude a mí
mi corazón sangra al oír tu nombre
implorando al cielo qué hacer sin ti.
El mar y tú - Mary Grueso
El sol de la tarde empieza a descender mientras Manuel lava las medias y la pantaloneta, mañana tendrá un juego de fútbol. Días antes a mi llegada lo vi pensativo, arrojado sobre su cama. Le interrogué sobre lo que pasaba por su cabeza. Respondió que siempre pensaba en fútbol y deseaba ser jugador profesional.
Manuel tiene doce años de edad, es delgado, tiene ojos grandes y vive en el barrio Unión de Viviendas en el municipio de Buenaventura. Entrena en la cancha de uno de los barrios cercanos, El Bolívar. Manuel lleva poco tiempo entrenando, le pregunté las razones. Quizás no parezca una novedad mientras se trate de Buenaventura, pero resulta que el barrio Unión de Viviendas es uno de los más peligrosos de la ciudad. El niño señala en un tono pausado, caracterizado por ese acento de los bonaverenses: Hace mucho quería ser futbolista, pero no podía entrenar. El barrio estaba caliente y no podía ir muy lejos de la casa.
La verdad, hace muchos años que la cosa está caliente en Buenaventura. No es extraño que un día cualquiera el vecino o un familiar no regrese nunca a casa, o al navegar por uno que otro mangle floten manos y cabezas. Y uno se pregunta ¿de quién habrá sido esa cabeza?, ¿dónde habrá terminado su cuerpo? A veces al correr del día parece que un grito torturado se escapa de alguna casa –en realidad no parece, solo es ignorado–, ante esto lo ideal es seguir caminando porque “acá no pasa nada”. Y mejor ir rápido, no se sabe en qué momento empiece a llover –a llover balas–. Porque todo esto es natural. Incluso los medios de comunicación han dejado de informar sobre esa violencia por considerarla cotidiana y pequeña, hasta el punto que pasa a ser tan normal como el consumo de viche.
Abrí los ojos como los búhos para observar la cotidianidad. La tarde caía bruscamente. El sol hacia sudar a la señora de los pescados. Con una rapidez insospechada la noche se derramó sobre los techos. Afuera el viento danzaba entre las palmeras y a lo lejos se escuchaba un currulao. Yo esperaba la llegada de Manuel. Tan pronto llegó a la casa me acerqué a que me revelara más sobre su entorno de vida. Inicialmente no deseaba contarme nada, debido a que permanece en el puerto una “ley del silencio” que se hace cumplir a son de amenazas.
Finalmente accedió a hablar. En su barrio, al igual que en los demás, los niños y niñas son usados como informantes. Desde los 7 años son involucrados en el entramado de la guerra que se libra entre pandillas. Los niños transportan drogas, armas y cualquier mandado que se les pida; además, los grupos pandilleros les exigen que adviertan sobre personas a las cuales el grupo desea asesinar. Según el informe “Buenaventura: un puerto sin comunidad” del Centro de Memoria Histórica, desde temprano los niños son llevados a casas de pique para obligarlos a presenciar las torturas y asesinatos como forma de entrenamiento para acostumbrarlos a la crueldad. A los 14 y 15 años el joven ya ha matado y picado.
Continuamos hablando de lo poco grato que le resulta vivir en el barrio. A muchas personas les roba el sueño la canción de salsa o el vallenato maluco del vecino, a Manuel las continuas balaceras y el bullicio de la madrugada. Si otras personas no contemplan el robo, acá es algo casi normal. A su abuela de a poco se le fueron llevando las gallinas del patio. De tanto en tanto se escuchaba un cacareo, al asomarse veía cómo alguien sin velo ni máscara tomaba las gallinas y le gritaba “¿¡Qué es lo que mira?!, esto es mío”.
Mientras que otros niños juegan en parques, el espacio de diversión de Manuel está limitado a la casa de algún vecino o al andén frente a la suya. Sus familiares le han enseñado a no circular por otros barrios; claro, si están las paredes invisibles cómo va a poder pasar. Ahora, también al transitar libremente en su barrio cualquier cosa puede suceder. Tal vez una balacera puede tomarlo desprevenido, nunca se sabe. En una atmósfera tan pesada las personas son prisioneras en sus propios territorios. Además, se les prohíbe estar fuera de casa a horas determinadas. Manuel me cuenta como en una ocasión, a eso de las 10 de la noche, llegaron dos hombres en una moto: Al lado de la casa estaban los vecinos bebiendo. Bueno, entonces se bajaron dos manes de una moto y dispararon contra la gente. A un tío mío le pegaron un tiro por acá más arriba de la cintura. Si no fuera porque mi tía es enfermera, mi tío se habría muerto desangrado. Eso pasó apenas yo me entré. Yo no quería irme a dormir y mi mamá me llamó.
A la mañana siguiente las nubes se desgajaron del cielo en forma de lluvia. En Buenaventura llueve constantemente y creo que el cielo llora las víctimas de una violencia sin rostro, porque es difícil saber quién está detrás de cada muerte o desaparición. En el afán de saber más del lado oscuro de esta ciudad le hago preguntas al niño. Me revela que él ha presenciado asesinatos de personas. Estuvo presente cuando una noche, hace un año, le dispararon al conductor de un colectivo por negarse a pagar “vacuna”. El hombre herido gritaba desesperado que no lo dejaran morir. La policía llegó al lugar de los hechos, subieron al hombre en la parte trasera de la camioneta. Dice Manuel que lo ubicaron en el borde para que la sangre no ensuciara mucho el carro. Al arrancar el automóvil el hombre se vino a tierra cayendo de cabeza, terminó más golpeado y a final de cuentas murió. El terror se apodero de las entrañas de Manuel al contemplar tal asesinato.
Los problemas económicos, educativos, sociales y de seguridad parecen lejos de tener solución real, por la indiferencia de nuestro país de las maravillas al que poco le importa la gente. Las personas no son importantes, pero sí lo son los recursos naturales y el puerto. Aunque el acuerdo de paz que se firmó en Colombia arroja una luz de esperanza, aun cuando sea una luz tenue, como luciérnaga en una noche sin luna porque: el deseo de paz es contagioso. El abuelo de Manuel revela que hace unos nueve meses los grupos criminales de la ciudad han llegado a un arreglo. Realizaron un “tratado de paz”, desde entonces los barrios están habitados por una relativa calma. Eso le dio a la madre de Manuel la confianza suficiente para permitirle al niño entrenar en la cancha sin pasto del Bolívar. Pero a pesar de todo nadie se confía de esa paz.
Días después, vagando por la ciudad de Cali, me encontré un taxista oriundo de Buenaventura y le pregunté sobre lo que pensaba de la “paz” que se había hecho en su tierra. Rápidamente respondió, como si esperara mi pregunta: eso es una farsa, esa guerra solo la acaban con trabajo y educación.
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