Saúl Antonio Múnevar.
Dagua, Valle.
Estudiante de Licenciatura en Literatura, Universidad del Valle.
Si Bruno estaba durmiendo de mi lado de la cama yo debía ir a dormir al sofá de la sala. Igual pasaba si pretendía usar el comedor y Bruno estaba ocupando mi asiento, debía quedarme con el plato en la mano comiendo de pie mientras veía a Paola alimentar de su propio servido al animal. Igual pasaba cuando estábamos teniendo sexo; el gato entraba, se paraba sobre la baranda de la cama a observarnos con su único ojo. Paola detenía el ritmo, lo tomaba y lo ponía entre nosotros. Mi espalda sudada quedaba llena de pelos y yo debía ir a buscar solito un clímax al baño. Cuando salía de la bañera y tomaba mi toalla para secarme, la toalla también estaba llena de pelos. Cuando veía eso imaginaba que tomaba al felino, lo envolvía en la toalla y lo metía a la lavadora. Pero un gemido prolongado me regresaba a la realidad y en la habitación encontraba a Paola satisfecha. ¿Por qué no me avisaste para terminar juntos?, le reclamaba, pero ella respondía con una cara de complacencia mientras le acariciaba los bigotes al maldito felis interruptus, «como te fuiste a bañar pensé que no querías más». Yo lo mato, pensaba.
Desde hace dos años vivimos juntos, el mismo tiempo que lleva Bruno con nosotros. Cuando lo encontramos ya no era un cachorro. Paola cumplía dieciocho y ese día tendríamos sexo por primera vez, yo tenía diecinueve y llevaba casi un año esperando. Habíamos prometido que ese día fumaríamos marihuana y nos emborracharíamos porque su padre, el viejo veterinario, no podría demandarme. Estábamos a punto de irnos del parque cuando escuchamos los fuertes maullidos. La cabeza de un gato asomaba afuera de un costal amarrado con un alambre para que no pudiera liberarse. Yo le insistí que lo dejará ahí, que por algo lo habían abandonado, pero el animal maullaba más fuerte y a Paola se le vinieron las lágrimas. El gato tenía un ojo afuera y sangraba mucho. Esa noche amanecimos en la casa del viejo veterinario hasta que se recuperó de la anestesia. Paola lo nombró Bruno, como a su padre, y consideró que su fecha de cumpleaños sería el mismo día que lo encontramos.
Le compramos el jabón antipulgas con vitamina E y aroma a Coco Chanele. También la arena hiperfina, antialérgica y con bloqueador de malos olores. La leche debía ser deslactosada. La arroba del alimento debía ser importada y complementada con atún en agua. El agua debía ser infusión de achiote para prevenir cálculos renales. La brocha de cerdas de cola de camello para peinarlo, los pañitos húmedos para limpiarle el culo cuando defecara y la crema Almipro para que no se le irrite. El cortaúñas, la pesa para controlarle el peso. El collar con la placa metálica en alto relieve y en braille con todos los datos, míos, los de ella y los de su papá. El dispositivo de rastreo por si se pierde aunque vivamos en un quinto piso. El baño de fin de semana en la bañera de plástico con agua hervida, el paseo en el guacal después del baño, la cama cuna con tela antiácaros y espuma antiabsorbente. La pijama, la camisa, el saco, el gorrito para dormir y el gorro para el baño. La cuenta en Facebook, el carnet de vacunación, el certificado de la vacuna antirrábica, la póliza de seguro por si se pierde o accidentalmente aruña a alguien, el seguro de salud con asistencia de alta prioridad que incluye ambulancia, primeros auxilios, domicilios y una enfermera «porque uno nunca sabe» y «amor, hoy no puedo pasar por el bebé al salón de belleza, ¿lo puedes recoger tú?» Pero ese sitio lo cierra a las cuatro y estoy trabajando. «No, no importa. Sales un ratico y te lo llevas para la oficina. Esta noche te recompenso». Y eso sí «al niño no se le castra ni se le esteriliza. Antes muerta».
Sí, yo quería matar a ese animal.
Traté de negociar la situación y con paciencia empecé a tolerar que Paola se comportara de tal forma con el peludo usurpador. Lo que le hacía falta a esta relación, y sobre todo a ella, era un hijo, con esa dedicación con que cuidaba al animal, de la misma forma y mejor cuidaría al hijo que le propuse traer a este mundo. Paola aceptó la idea pero me pidió que me dejara rasurar la entrepierna por ella, y de paso todo el cuerpo, ya que yo lo hacía mal y mi piel áspera la lastimaba. Acepté encantado. «Le vamos a dar un hermanito a Bruno».
Desde la misma noche de la propuesta nos pusimos en la labor. Paola quería hacerlo dos y hasta tres veces en la noche. En la mañana, cuando yo venía a almorzar, en los baños de los bares, en los salones de la universidad. A veces llegaba tan cansado que sólo pensaba en dormir, pero Paola se enojaba si no le correspondía en la cama. Las bebidas energizantes y la marihuana ya no me causaban efecto. Paola tenía una dieta de comida afrodisiaca, se conseguía revistas y películas porno para mantenerme despierto. En esos dos meses rebajé siete kilos, ya no rendía en la universidad ni en el trabajo. Cuando alcanzábamos el climax Paola se paraba como un resorte de la cama y le abría la puerta al gato para que entrara y se acostara entre nosotros. «Juan, Paola te está acabando», me decía mi madre. Pero ella no quedaba en embarazo. Las pruebas de orina y de sangre daban siempre negativas. Mis regresos al sofá eran más por resguardar energías que por el animal insaciable de Paola.
El asunto con la rasurada empezó a ponerse crítico. De las tijeras y las cuchillas pasamos a la depilación en cera, y cuando Paola vio el primer asomo de vello mandó a traer de China una crema especial que luego de ser aplicada la vellosidad caía con tan sólo frotarla, todo iría bien sino fuera por la calvicie prematura que estaba entrando en mi cabeza. Una mañana, en el baño, mientras me cercioraba si mi toalla no tenía rastros del gato noté que en la papelera había bolas de pelo del tamaño de pelotas de golf. Esa mañana Paola había salido temprano a una cita médica y me había dejado una nota en la puerta de la nevera, «Por favor, alimenta a Brunito, estaré afuera todo el día», y una larga lista de cómo debía alimentarlo ese día, sus vitaminas, qué ropa se ponía para dormir y el directorio de todas las veterinarias que atendían las veinticuatro horas. Lo busqué en la sala y lo vi sentado en la mesa de centro. Estaba más grande, gordo y peludo que desde aquella noche cuando lo encontramos. Con su lengua se lamía sus enormes bolas. Tenía las orejas puntiagudas, era negro y una larga línea blanca le resaltaba desde la nuca hasta donde empezaba la cola. Pasaba y repasaba su larga lengua por todo el pelaje. Al llegar la noche Paola me envió un mensaje de texto: «Me siento algo indispuesta, me quedaré en casa de mi madre. Por favor peina a Brunito y dale su lechita tibia antes de acostarlo, no lo dejes trasnochar». Recordé que no le había dado de comer en todo el día. Quise volver a dormir en mi cama, así que empaqué al gato en el guacal, pensé en echarlo en el camión de la basura que pasaba en la madrugada o probar si sobrevivía a la caída, pero sólo lo saqué al balcón y cerré la puerta con seguro. Esa noche recobré la propiedad sobre mi cama. Dormí desnudo, comí sobre las cobijas, bebí varias cervezas y vi series de televisión hasta la madrugada. Antes de dormir me rasuré la entrepierna por mi cuenta porque cuando volviera Paola le iba a hacer ese hijo que andábamos buscando.
La siguiente noche tuve que pasarla en casa de mis padres. Paola había llegado temprano y había encontrado a Bruno encerrado en el guacal. El animal maullaba de hambre y de frío, se había defecado encima y además había llovido. Paola llamó a la policía de control animal acusándome de maltrato y hasta llegó a gritar en medio de su histeria que yo ya no era nada suyo, que prácticamente lo que yo hacía al quedarme ahí era un allanamiento. Que era poco lo que hacía por el apartamento y la relación. Que estaba tan mal que ni siquiera podía sostener una erección por más de dos minutos. Me trató de poco hombre, de disfuncional y hasta de marica. Que un gato era más hombre que yo con esas huevotas, pero que yo era un huevón que ni para un polvo servía. Me puso una orden de caución por un supuesto maltrato físico y a los tres días me mandó otro mensaje pidiéndome que fuera por mis cosas y le dejara las llaves del apartamento. En el tapete de la entrada había pelos. En la alfombra, que alguna vez fue blanca, había pelos. Pelos en el pasillo, pelos en el comedor, pelos en la habitación, en el tocador, sobre los nocheros, en la sábana blanca, en el lavamanos, en el sanitario, pelos gruesos y negros sobre mi toalla desgarrada. En la papelera había de nuevo otras bolas de pelo, esta vez con sangre, y algunos empaques destapados de pruebas de embarazo junto a cajas de antibióticos. Al salir del baño ella cargaba con esfuerzo al animal que resaltaba sobre su suéter y cutis blanco.
Unas semanas después la madre de Paola me llamó. Angustiada me relató que Paola estaba hospitalizada en estado crítico por un choque séptico. En el hospital, la doctora me bombardeó con preguntas que apuntaban al fetichismo, la zoofilia y hasta el maltrato. Me tocó negar que Paola y yo viviéramos con Bruno. Me pidieron que explicara los arañazos, respondí que cuando Paola y yo teníamos relaciones éramos algo bruscos y acudíamos a tratos fuertes para excitarnos más, lo que también explicaba las mordidas en la nuca y que le faltara un mechón de pelo. «Voy a matar al puto gato», pensaba. «Esto tiene que ser culpa de ese animal que sólo vino a cagarla». Mientras el doctor terminaba de darme el diagnóstico observaba el cuerpo entubado de Paola bajo la manta. Tenía tan inflamado el vientre en la zona baja que parecía tener tres meses de embarazo. Una de las enfermeras sostenía una especie de bandeja y el médico me describió el contenido.
–Estas son bolas de pelo… pelo humano.
– ¿Pelos…? –No supe qué inventar en ese momento.
–Estaban atoradas en el útero de la paciente –a simple vista observaba que estaban compactadas por sangre y semen seco.
–No son míos, doctor –me sentía como una rata explorando por primera vez un laberinto mientras los ojos de los que estaban en cuidados intensivos rodaban sobre mi piel sin rastro de vello y mi escaso cabello.
–No, joven, esto es suyo. Eso dijo Paola antes de caer en coma.
Salí en búsqueda del maldito gato. Estaba seguro de que lo encontraría en el apartamento de Paola. Aún conservaba una copia de la puerta principal. Adentro, el viento que entraba por la ventana movía, de un lado a otro, pequeñas bolas de pelaje que terminaban deshaciéndose debajo de los muebles manchados y los sillones rasguñados. En el baño la papelera estaba repleta de cabello humano a rebosar; cabello mío. Hice un barrido por toda la sala, apenas me percataba que en el aire se sentía un vaho a orines y excremento, pero no de gato, sino de humano. En el piso de la cocina encontré platos, aún con rastros de comida. Un olor a vinagre provenía del lavavajillas. En el fregadero se amontonaban pelos que el agua no había podido llevarse. En la habitación lo encontré, dormido en el centro de la cama, no se inmutó cuando entré. El aire que se concentraba en aquel lugar daba escozor en la nariz. No recordaba a aquel animal tan grande, su tamaño podía equipararse con la de un joven tigre dormido. Pelo más negro, raya más ancha, orejas más puntudas, bigotes más largos, pelaje más espeso, testículos muy hinchados. Pero lo que más me atemorizaba era aquella cicatriz que le atravesaba el lado derecho de la cara, una cicatriz que parecía navegar más dentro de mí que su postura de faro ciclópeo.
En uno de los compartimientos del fregadero encontré veneno para ratas, lo mezclé con la leche deslactosada en uno de los platos que yacía en el piso. Lo llevé hasta la cama y lo puse cerca. Luego cerré la puerta y me senté a esperar en uno de los sillones. Desperté después de dos horas de sueño. Empezaba a anochecer y el maldito gato continuaba ahí adentro. Vacié uno de los bultos de alimento importado en la cocina, pensaba meter el cuerpo en él para después deshacerme del bulto más tarde. Abrí la puerta muy despacio y encendí la luz, me puse en posición de atacar, pero no hubo necesidad, el animal continuaba dormido. Apenas puse el costal en el piso, bostezó y se incorporó, su ojo amarillo quedó a la altura de mi cintura. Me miró fijamente, luego miró la bolsa, bajó de la cama y se introdujo en ella. Con uno de los cordones de las cortinas amarré la boca de la bolsa. Apenas me percataba que no había probado la leche.
Caminé hasta el parque donde aquella noche lo habíamos encontrado. Arrastré el bulto hasta el pie de un viejo samán, el animal nunca soltó un maullido, ni siquiera un ronroneo. Aflojé un poco el cordón para que el animal no se asfixiara. Cuando sacó la cabeza un hilo de sangre salía de su cicatriz que parecía reciente. Huí, no pude esperar a que el animal intentara liberarse. Volteé a mirar por última vez y en medio de la noche sólo una llama amarilla se iba apagando mientras me alejaba. Una vez sobre la acera de la calle, vi a una parejita de enamorados que venía en sentido contrario; a los pocos metros de cruzarnos oí el primer maúllo, más que un maullido era un quejido, un quejido de soledad, un quejido huérfano y en celo.
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