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AULLIDOS EN EL PUEBLO

Actualizado: 2 may 2019



Mario Siddharta Portugal Ramírez.

Oruro, Bolivia.



Mi abuelo murió una tarde de invierno. No hubo nada en particular, nada. Sólo una tarde fría, ventosa, con una tenue lluvia que había comenzado en la mañana, obligando a todos, especialmente a nosotros los niños, a quedarnos en casa. No hubo presagio alguno. Ningún ave de rapiña posándose en el alféizar de nuestra ventana, ni un solo perro aullando la noche previa o siquiera un pescador que jurase haber visto a una serpiente púrpura cerca de sus redes; todos aquellos signos inequívocos, según nuestras tradiciones, de que la muerte rondaba nuestro poblado. No hubo nada que hiciere que su muerte se recuerde como algo memorable en el pueblo.

Su deceso tampoco había sido extraordinario. Nadie recordaba haberle escuchado alguna frase notable o que siquiera se hubiese despedido de nosotros en un tono solemne, como usualmente hacen los que presienten su muerte. Mi abuelo murió de la forma más mundana posible: mientras hacía la siesta, luego de atracarse las tortillas de maíz que hacía la abuela todas las tardes. Nos dimos cuenta de su fallecimiento solo cuando aquel letargo se prolongó más de lo debido, tras no responder a nuestros insistentes llamados a la hora de la cena. Había muerto haciendo dos de las tres cosas que más amaba en el mundo: comer y dormir. La tercera era narrar la historia de nuestro pueblo.

En aquel entonces yo era muy joven. Mi madre y mi abuela ya habían comenzado a prepararme en los oficios que todas las mujeres estábamos obligadas a conocer por tradición. Yo siempre fui muy perezosa para aprender todo aquello, porque en secreto deseaba ser una pescadora y hacerme a la mar como en su tiempo lo habían hecho mi abuelo y mi padre. Mi ilusión era navegar por todo el mundo, conocer países lejanos, sus gentes y sus lenguas. Quería encontrar aquellos monstruos marinos de los que mi abuelo solía contarme, como la serpiente marina de tres cabezas sobre cuyo lomo juraba haber cabalgado. También me intrigaba ese país donde la gente tenía el rostro en el tronco, a la altura del pecho, porque nacían sin cabeza. Con el tiempo, descubrí que aquellas narraciones eran sólo invenciones de mi abuelo, aunque no por ello dejaron de ser apasionantes para mí. Hasta el día de hoy creo con firmeza que algunas de aquellas historias podrían tener algo de verdad.

Por supuesto, mis sueños de hacerme una marinera nunca pudieron hacerse realidad, pues mi familia jamás dejaría que una de sus hijas rompiera con las tradiciones. Como todas las mujeres, fui obligada a casarme con un hombre al que apenas conocía y jamás amé. Tuvimos siete hijos, todos varones, antes de que él muriese víctima de una brujería contraída en altamar. Mis hijos, tras crecer, abandonaron el pueblo rumbo a la ciudad como todos los otros jóvenes, dejándonos sólo a los más ancianos que fuimos muriendo uno tras otro.

De entre todas las historias que solía contar mi abuelo, mi favorita era la del origen de nuestro pueblo. La historia cuenta que al principio la tierra era habitada por dos hermanas gemelas que se dieron vida a sí mismas, sin necesidad de un varón. La primera hermana creó las aguas junto con todos sus seres vivos; a continuación dio vida a sus hijas, a quienes enseñó a pescar. La segunda hermana, a su vez, creó la tierra, a los animales y finalmente a sus hijos varones a quienes enseñó a cazar. Tras terminar estas tareas, ambas madres se elevaron a los cielos y nadie las volvió a ver. El mundo quedó así en propiedad de sus vástagos.

Con el tiempo, hijos e hijas se mezclaron y crecieron en número, surgiendo nuestro pueblo, que siguió la tradición pesquera de las primeras habitantes, y un segundo grupo que descendía de los primeros cazadores. Un tercer pueblo se formó, pero pronto partieron para buscar otras tierras y pasó mucho tiempo antes de oír de ellos nuevamente. Los pueblos de pescadoras y cazadores decidieron vivir uno al lado de otro y cooperar para lograr mejores días. Fue la época dorada que nunca más pudimos alcanzar.

Nuestro pueblo de pescadoras floreció y se convirtió en uno de los más importantes de la tierra. Eran las mujeres quienes se dedicaban a la pesca, logrando perfeccionar su técnica que fue envidiada por naciones vecinas. Además, lograron una armonía con las deidades de los océanos, quienes les ofrecían sus frutos a cambio de respetar sus aguas. En mi pueblo pescador a menudo se solían contar muchas historias de altamar al retornar de sus viajes, lo cual hizo que se convirtieran en hábiles narradoras. Mi abuelo aseguraba, aunque jamás las había escuchado, que aquellas historias podían durar días enteros sin que se perdiera por ello el menor interés, manteniendo embelesada a la audiencia.

El pueblo de cazadores perfeccionó también sus técnicas y habilidades a un nivel nunca antes visto. Llegaron a ser tan diestros que uno solo de ellos, con las manos desnudas, era capaz de atrapar una gran presa. Muy pronto inventaron armas que hicieron la cacería más fácil, permitiéndoles así doblegar hasta a los animales más peligrosos. Era un pueblo fuerte, algo tosco, capaz de vivir en las condiciones más austeras sin chistar, aunque en general gozaban de buen carácter y facilidad para reír de cualquier cosa. Adoraban a los veleidosos dioses que cada animal tenía, para quienes encendían grandes hogueras en las cuales les consagraban ofrendas conseguidas en su propia caza.

Ambos pueblos vivieron en armonía por mucho tiempo, prosperando hasta convertirnos en un ejemplo para otras naciones de ultramar. Los viajeros que nos visitaban quedaban maravillados y no se cansaban de contar en sus países sobre nosotros. Sin embargo, todo eso cambiaría muy pronto, pues la desgracia nunca deja de acechar, especialmente cuando uno se siente más dichoso. Los dioses de los animales confabularon un día y decidieron esconder a todos los animales, por lo cual la caza escaseó, obligándonos a vivir sólo de nuestra pezca.

Pronto los cazadores perdieron su jovialidad, se encolerizaron y culparon a las pescadoras por la escasez de animales. Las acusaban de hechiceras y de haber copulado con demonios marinos para lograr su fechoría. Tomaron las armas para la caza y las utilizaron contra ellas. Las convirtieron en esclavas junto a sus parejas e hijos. Se apoderaron de sus barcos y prohibieron a toda mujer acercarse a ellos bajo pena de muerte. Con el tiempo los cazadores hallaron los lugares donde sus dioses habían escondido a los animales. Irritados juraron jamás volver a obedecer a sus deidades. También mantuvieron al pueblo de las pescadoras en esclavitud para evitar que la caza escaseara. Con el tiempo olvidaron que aquellas esclavas fueron un día sus hermanas.


Ilustración: Deybi Alexander Acosta

A pesar de nuestro cautiverio, aquellas historias que contaban nuestras madres pescadoras continuaron relatándose entre nosotros, sus hijos esclavizados. Esas narraciones nos confortaban en nuestras más terribles horas y nos hacían anhelar nuestra libertad. Por eso nuestros esclavizadores temieron una rebelión y nos prohibieron narrarlas bajo castigo de muerte. Pusieron todo su esfuerzo para destruir nuestra historia; nos cortaron la lengua, nos quemaron las manos, nos flagelaron hasta casi matarnos y abandonaron nuestros sanguinolentos cuerpos para que las aves de rapiña nos devorasen. Todos sus esfuerzos fueron vanos, no pudieron eliminar nuestra memoria, pues la escondimos lo más lejos de nuestros enemigos.

Por las noches, luego de cumplir con nuestras extenuantes tareas, solíamos reunirnos en secreto al amparo de las sombras. Para conservar nuestras narraciones tendríamos que seguir contándolas sin que se enteren nuestros esclavizadores. Se nos ocurrió escribirlas, mas desechamos esta idea porque los escritos podrían ser descubiertos y destruidos. Pensamos también elegir algunas personas notables para que aprendieran todas las historias, pero descartamos este plan porque no queríamos que nuestros saberes quedaran en manos de una casta. Finalmente llegamos a la conclusión de que lo mejor sería inventar nuestro propio lenguaje.

El abuelo nunca supo explicar cuánto tiempo tomó este plan. Primero se prescindieron de las vocales, por lo cual sólo podíamos articular los sonidos de las consonantes, así que aprendimos a pronunciar las nuevas palabras sin olvidar su significado. Con el tiempo también quitamos algunas consonantes hasta reducirlas a la mitad. Como se podrá imaginar, fue una ardua tarea el recordar las nuevas palabras con tan limitadas referencias. Al concluir con este paso cambiamos uno a uno los sonidos de las consonantes restantes hasta que aprendimos aquellas nuevas y extrañas resonancias. Posteriormente buscamos sonidos semejantes en nuestro entorno, especialmente en las olas del mar, logrando así un lenguaje que emulaba a la naturaleza. Así, un día difícil precisar, dejamos de hablar por completo la lengua de nuestros dominadores.

Por supuesto, nuestros esclavizadores estuvieron furiosos porque no podían entendernos, ni nosotros a ellos. Los castigos fueron terribles; nos violaron, nos vejaron, nos quemaron, nos quitaron a nuestros hijos; mas era tarde para dar vuelta atrás. No podíamos trabajar porque no entendíamos lo que querían. Los latigazos eran inútiles, porque se nos infligían sin tener idea del porqué. Si hasta ese entonces la única forma de esclavizarnos era la violencia, esta se había vuelto inútil. Intentaron infructuosamente que aprendiéramos nuevamente su idioma, pero ya no quedaban rastros en nuestra memoria: para nosotros eran solo unos sonidos incomprensibles. Finalmente, nuestros verdugos decidieron que éramos inútiles y decidieron exterminarnos por completo.

Su plan nunca pudo llevarse a cabo. Un día, sorpresivamente, llegaron los descendientes del tercer pueblo que habían abandonado nuestras tierras. Ellos también habían olvidado a todos los dioses y traían consigo terribles armas creadas expresamente para matar a otros seres humanos. Ellos también habían olvidado nuestra lengua por completo, tenían la suya y era consideraba superior. Ya ni por asomo se les ocurría que habíamos sido alguna vez sus hermanos, pues su piel era más clara y decían que eso les hacía superiores. Para ellos todos éramos lo mismo, no importaba si éramos esclavos o amos, solo podíamos ser a su vez esclavizados por ellos. Acabaron muy fácilmente con nuestros esclavizadores, quienes a pesar de su nueva condición continuaron despreciándonos. Nos exterminaron y a quienes sobrevivieron les impusieron su religión y su lengua. Mi pueblo, lo que quedó de él, continuó hablando su idioma en secreto, conservando nuestras historias hasta el día en que me las contó mi abuelo.

Yo ya soy muy vieja, ya no puedo hacerme a la mar para comprobar si las historias que contaba mi abuelo eran ciertas. Soy la única que queda en el pueblo. Todos los viejos han muerto ya y nuestros jóvenes se han ido para no volver. Solo yo conozco nuestras historias y nuestra lengua porque los jóvenes nunca quisieron aprender nuestro idioma, menos escuchar nuestras narraciones. Decían que todo ello eran sólo fantasías, supercherías de nosotros los viejos. Dijeron también que nuestra lengua era inútil porque nadie la hablaba en la ciudad.

Hace algún tiempo llegaron a mi puerta los descendientes de nuestros nuevos esclavizadores. Me dijeron que querían conservar nuestro idioma y nuestras narraciones, escribirlas en un libro para que todos pudiesen conocerla. Me negué a ayudarles y me dijeron que era una egoísta. Ellos ya nos quitaron todo, acabaron con nuestros cuerpos y ahora pretenden robarse nuestra lengua. Nunca podrán despojarnos de ella, prefiero que se vaya conmigo a la tumba.

Ahora solo espero en soledad el fin de mis días. Anoche escuché aullar a los perros.

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