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Testimonio sobre el ocaso de la bestia

Actualizado: 11 nov 2021

Yadin Antonio Moreno Hoyos

Dagua, Valle del Cauca

Comunicador Social

A mi abuelo Rafael Hoyos, quien nunca leerá este cuento.


Por: El doctor Flores Tapia

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Aunque del recuerdo de la muerte de Ñaringo hoy día sólo queda bruma, aún existen dos versiones que languidecen y que les quiero resumir: la primera es la de los ancianos del pueblo que aún están vivos, y dice que ya había muerto de pulmonía días antes de su supuesta baja.


La segunda versión, que quedó impresa como oficial en el periódico El País, la del excoronel Pinzón, dice que: “Podemos confirmar de manera fehaciente que, en la vereda El Piñal, cayó ‘Ñaringo’, uno de los más despiadados criminales que haya conocido Dagua. De los 12 bandoleros que componían la cuadrilla liberal liderada por Gilberto Bolaños, alias Caballo, y que operaban en este municipio, Ñaringo era el último que nos faltaba por exterminar. Fue abatido por el valeroso soldado Arboleda”.


Ambas versiones son fabulescas.


A mis 87 años de vida, a un paso de la muerte y en el absoluto desamparo estatal, como exsoldado de esta ingrata patria que me cupo en suerte y a quien le entregué más de veinticinco años de mi vida, me veo en el compromiso de contarle el testimonio real de lo que pasó, pues, en palabras del excoronel Pinzón, el supuesto “valeroso soldado” que le dio de baja a Ñaringo fui yo, el exsoldado Carlos Alberto Arboleda.


Eran las tres de la madrugada del 24 de mayo de 1952, día de la Virgen María Auxiliadora, cuando nuestro pelotón irrumpió en la cabaña donde pernoctaba José Obdulio Pérez, alias Ñaringo. Ñaringo era alto y recio, espesa barba que cuando la afeitaba dejaba una sombra azul sobre su tez y le daba protagonismo a su nariz aguileña. Fue liberal y bandolero desde su adolescencia; se volvió malhechor para protegerse, para que no lo mataran, como le mataron a sus papás, hermanos, primos y amigos.


Llevábamos más de cinco años tras su pista, pero era astuto y siempre iba un paso adelante de nosotros. Un zorro viejo. La gente decía que usaba todo el tiempo un talismán en su tobillo izquierdo con el que el Diablo lo blindaba y que, por esa razón, era escurridizo e inmortal. La información que habíamos recibido sobre la ubicación de nuestro objetivo por parte de dos campesinos de la vereda, que odiaban a todo lo que oliera al Partido Liberal, era verídica. Para ninguno del pelotón era un secreto que el objetivo era una bestia que ninguna jaula podía contener. Por lo tanto, nuestra misión era dispararle a mansalva apenas lo tuviéramos en la mira.


Como era de esperar, Ñaringo nos salió adelante: su diabólica furia nos recibió a plomo. Por unos segundos, la negrura y el silencio de la montaña se interrumpieron por el fuego y el estallido del enfrentamiento. No obstante, bien sabíamos que la Lupara recortada de Ñaringo, con la que tanta “sangre azul” derramó, no podía repeler tanto tiempo y mucho menos, sobrevivir a los treintaicinco fusiles de nuestro pelotón. Pero como la yerba mala nunca muere, fuimos testigos y corroboramos el mito de su inmortalidad. Acorralado pero impávido, Ñaringo nos desafiaba a gritos que le diéramos muerte. Su eco no sólo estremecía a las aves y fieras de la montaña, sino que nos hacía encomendarnos al Señor de los Milagros y a nuestra Virgencita.


—¡Esbirros de la godarria!, ¡Cuál de ustedes es el que me va a matar?

De los treintaicinco soldados que éramos se necesitaron veinte para someterlo. Sin embargo, las órdenes que nos impartió el coronel Pinzón en aquella madrugada fueron distintas.


—¡Alto!, no maten todavía a esta chusma asquerosa —ordenó el coronel cuando vio que el soldado Benítez iba a disparar a Ñaringo porque este le arrancó de un mordisco el dedo índice al soldado Bedoya.


A Ñaringo le encadenamos pies, manos y cuello. Y con su camisa le hicimos una mordaza.


—Matemos ya a este bandido, mi coronel —decía Bedoya, mientras apretaba la venda que le habíamos amarrado en su mano.

El coronel y los demás soldados ignoramos la propuesta. Caminamos un poco más de media hora hasta llegar al filo de una montaña que tenía un guayacán del que llovían flores amarillas. El coronel Pinzón mandó a que colgáramos del árbol, boca abajo, a Ñaringo. Luego, se untó las manos de manteca de cerdo y las embadurnó en la cara del bandolero.


—Necesito que hagan una fogata debajo de la cabeza de este malparido —ordenó el coronel.


Ninguno, creo, de los que estábamos allí sabíamos qué diablos iba a hacer el coronel… hasta que de un costal de cuero que tenía orificios en la parte inferior, y que él mismo cargó durante todo el camino, sacó cuatro ratas tan grandes como un gato. Aún me suena en el recuerdo el chillido que salió cuando el coronel destapó el costal.


—Metan la cabeza de esta chusma ahí dentro y denles de comer a estas ratas.


Ñaringo se balanceó como un péndulo al sentir que los soldados se acercaban a él. De nuevo, se necesitó la fuerza de varios hombres para controlarlo y poder ejecutar el castigo que, impredecible, el coronel había ordenado. Un nudo ciego aseguró el costal de cuero. Hubo forcejeos e insultos. Luego, el cuerpo de Ñaringo dejó de moverse. Sólo las brasas de la fogata, que escasamente calentaban el costal, rompían el silencio de la espera…


—¡Aghggggh! —salió un grito de terror del costal.


El pelotón, preso del miedo, fue testigo del horror que se dibujaba debajo del guayacán. Las ratas, desesperadas por el hambre y el calor de la fogata, a dentelladas iniciaron la tortura. El chillido de las ratas y los gritos de Ñaringo eran de ultratumba, se movía con violencia como si fuerzas invisibles quisieran arrancarlo del árbol y llevarlo al inframundo. La sangre nos salpicaba la cara y los uniformes. De repente, Ñaringo dejó de moverse, su cuerpo se relajó y por los orificios del costal, goteaba sangre. Bedoya, temeroso, se arrimó y lo miró con asco. El coronel le ordenó quitar el candado de la cadena que aseguraba a Ñaringo, mientras otro soldado descolgaba, despacio, el cuerpo.


—No respira, coronel —me percaté.

—Quítele el costal.


Ilustración: Diego Fernando Mendoza @pulpo.odos / Cali, Valle del Cauca


El filo de mi cuchillo se deslizó por un hilván del costal…Y lo que vi fue repugnante: las ratas estaban destrozadas alrededor de la cabeza de Ñaringo. Varios soldados, incluido el coronel, no pudimos más que recular y vomitar. Y en ese instante, en el que la niebla de la madrugada arropaba las montañas, Ñaringo se levantó abruptamente de su muerte y entre ruidos guturales y coágulos de sangre, se arrojó por un despeñadero, desapareció en la blancura de la montaña. Lo buscamos hasta la mañana, y todo el día, pero de Ñaringo no volvimos a saber; se hizo uno con la niebla y ambos se desvanecieron con el paso del día. Lo único que hallamos fue una cadenita de plata con sus eslabones desperdigados sobre la maleza y un amuleto que tenía grabado lo que parecía ser una deidad pagana.


—Coronel, mire esto, es como un talismán…y tiene rastros de sangre.


—Soldado Arboleda, —jadeó el coronel mirándome fijamente a los ojos y secándose el sudor de la frente— de ahora en adelante usted es un héroe, pues fue usted quien dio de baja a Ñaringo.


—Pero, mi coronel, y cómo…


—No sea sapo, tranquilo que nuestra palabra es la oficial. Y prepárese para una carrera militar exitosa.


A la semana siguiente de la supuesta baja y la parafernalia del ejército, la alcaldía y los medios de comunicación exhibían el talismán como un trofeo. Consignaban que el expediente sería clasificado como información confidencial y que el cuerpo del bandolero sería enterrado en una fosa secreta por razones de seguridad. Las versiones sobre la muerte de Ñaringo se convirtieron en la comidilla del pueblo, que con el paso de los años fueron devoradas por el olvido.


Reitero y juro, con mi mano derecha sobre la Santa Biblia y la Constitución, que Ñaringo no murió de pulmonía días antes de su supuesta baja, pues yo lo tuve frente a mí aquella madrugada en que lo acorralamos. Tampoco que yo, en cumplimiento de mi deber, lo asesiné, porque en aquella misma madrugada, vi cómo se rebeló a su muerte y desapareció para siempre entre la neblina. ¿Estará vivo? ¿Estará muerto? A veces lo imagino muerto, ajusticiado, como debió ser. Pero, la verdad sea dicha, como más me gusta imaginarlo es vivo, con su rebeldía, con su malicia, con el aura mística que lo rodeaba. Siempre trato de imaginarlo viejo, como yo, pero me es imposible; por lo contrario, lo imagino como lo conocí: joven, jayán, crápula, barbudo, en el monte, con su lupara recortada en el cinto, leyendo, malencarado, este testimonio.

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