–Daniel Villaín Bustamante–
Tomasa fue una negra cimarrona. Supo entender que lo de ella no era ser esclava ni mucho menos rendirles pleitesía a esos blancos que, con su vivaz avaricie, pretendían hacerla morir sirviéndoles.
Un día oscuro, después de repasar el mapa de huida en las trenzas de su hija Simona, cogiéndola de la mano fuertemente, huyó con ella y su esposo. De manera lamentable, en esa expedición vital –porque por liberarse pusieron en riesgo sus vidas– el esposo de nuestra negra falleció alcanzado por un perro cazador. En ese instante se perdió el apellido primario de Simona y desde allí se configuró la lucha ontológica del negro que, más allá de luchar por territorio y derechos, luchaban por su familia y sus apellidos.
Tomasa era una negra bastante fuerte. Con su corazón vivo y ardiente podía sobrellevar, al lado de Simona, todos los desvaríos que producía el miedo intenso a los ladridos, al sonido del choque de las botas españolas y el fango, y a los días hambrientos, fecundos de no haber comido en varias lunas.
La madre negra, entre maizales y bosques iluminados por las sonrisas de las estrellas, ideaba un plato que fuese imposible de detectar por los caninos; la máquina olfativa de esos perros estaba tan bien entrenada que muchas veces cocinaron para los españoles en vez de para ellas. Se dieron cuenta de que el problema del olor venía estrechamente ligado al humo que expedían sus manjares humildes y decidieron poner en jaque la estratagema miliciana del español cocinando debajo de la tierra, a la mano de sus raíces: cocinaron por primera vez el 'tapado'.
Y así, huyendo en completo silencio y escondiéndose de cualquier silueta, pasaron varios meses, y hasta años cumplieron. Y desde los árboles vigilaban su comida enterrada. Cuando no sentían el odio español en el aire, bajaban y comían cautelosas, sin ningún ruido de compañía.
Justo en luna llena fueron sorprendidas por una bandada de españoles armados, quienes sin dudarlo medio segundo –incluso antes de que el perro lanzara su primer ladrido– dispararon al unísono dos armas, arrebatándoles la vida sin despertarse nunca más.
Tomasa y Simona, madre e hija, nacieron en su territorio, y felices gritaban "¡Soy libre!" mientras sonreían mirándose. Y el germen que estas dos almas dejaron en la tierra quedó impregnado en la cotidianidad de los negros que hoy adornan, con su peculiar sabrosura, cada calle y cada noche.
Por tanto, dentro de la bulla negra y la cocina de olores fantásticos y exagerados, existe un grito aún imperceptible, un sonido que viene desde los rincones del espíritu, un vestigio histórico y una huella cultural, que alienta en sus rumbones, lleniticos de orgullo:
¡Viva mi libertad!
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