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PEQUEÑEZ

Juan Pablo Velásquez Rodríguez.

Cali, Valle.

Estudiante de Matemáticas, Universidad del Valle


Ilustración: Anderson Montiel Rivillas

Despertó en una oscuridad inexpugnable. Por instinto pasó sus manos abiertas frente a sus ojos. No hubo diferencia, veía tanto con los párpados abiertos como cerrados. Ignoraba cómo había llegado hasta ese lugar olvidado por la luz, pero no quería quedarse ahí, sentía que debía hacer algo. Se incorporó apoyándose en el suelo frío, aparentemente el único objeto que concebía, y comenzó a caminar estirando sus brazos en todas las direcciones, buscando a tientas una pista acerca de dónde estaba o cuál era su propósito en ese lugar. Sus manos solo lograban agarrar el vacío, lo único que palpaban era la nada. Volvió al suelo. Sentado, con las piernas cruzadas, trato de determinar cuánto tiempo había pasado desde que despertó en las tinieblas. Fue imposible. No hay tiempo sin cambio y la oscuridad es inmutable. De repente, como caído del cielo, un objeto golpeó su cabeza. No le importo el dolor del golpe. Sin pensarlo dos veces apoyó sus manos y sus rodillas en el suelo para buscar y lo halló de inmediato. Era rectangular, pesado y tenía un botón en la mitad. Dudó. La decisión de oprimir el botón parecería sencilla en un escenario común, pero pensó que podía ser una trampa, ignoraba su papel en esa obra. Tras pensarlo un buen rato concluyó que no tenía opción, oprimir el botón era la única acción posible. Y se hizo la luz. Era una luz blanca, intensa, tan fuerte que lastimó sus ojos; pero era finita. La iluminación solo abarcaba un círculo con menos de un metro de radio. Nuevamente se puso de pie y empezó a caminar. En dos pasos ya se encontraba fuera del brillo, así que decidió volver a oprimir el botón. El alcance de la luz se expandió considerablemente, ahora podía ver con claridad el vacío que lo rodeaba. Era como estar en una amplia habitación circular pintada completamente de blanco. Otra vez caminó en busca de los límites del brillo y no tardó en hallarlos. Una vez ahí oprimió de nuevo el botón. Tuvo que dar muchos más pasos antes de toparse nuevamente con las tinieblas. Cuando encontró la linde entre negro y blanco decidió recorrerla, tratando de delimitar el espacio de blancura donde sus ojos eran útiles. Tuvo que hacerlo dejando un zapato para marcar el punto de inicio y dio media vuelta. Esta vez la esfera, según calculaba, debía tener por lo menos veinte metros de radio. Después de presionar el botón por cuarta vez debió dar miles de pasos para hallar la frontera. La esfera creció tanto que se sentía como si estuviera en un espacio abierto, como un parque o una plaza, excepto por la ausencia del sol y de cualquier otro color que no fuera el blanco. La sensación de pequeñez lo invadió de la cabeza a los pies, pero logró reunir el valor para meter una mano en el bolsillo y, sin sacarla de allí, presionar el botón por quinta vez. Sus cabellos se hicieron blancos antes de hallar nuevamente el negro. Reencontrarlo fue como volver a casa, la oscuridad no le lastimaba los ojos. Sacó de su pantalón el objeto rectangular, lo arrojó con todas sus fuerzas hacia el espacio iluminado y lo dejó ahí. Desde entonces, en la oscuridad, ruega al cielo que nadie vuelva a presionar el maldito botón.

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