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LOS GATOS ME MATAN DE CURIOSIDAD

Juan Pablo Velásquez Rodríguez

Cali, Valle del Cauca.

Licenciado en Matemáticas de la Universidad del Valle


Esperé a Bruce hasta la una de la madrugada. Temía que cayera víctima del envenenador de gatos. ¿Y si ya estaba muerto? El pensamiento no me dejó seguir leyendo One punch man. Entonces salí a buscar en las calles cercanas. El paisaje nocturno me produjo un escalofrío, un miedo atropellado, al extrañar la habitual omnipresencia de los gatos. ¿A dónde han ido todos? ¿Podrían estar muertos? Esperé a Bruce en una esquina, como si mi voluntad pudiera aparecerlo.


Mi nerviosismo aumentaba con el correr del tiempo. Saqué de mi bolsillo un bareto y me dispuse a prenderlo, pero me percaté de que aún había personas despiertas en las cercanías. ¿Y si un vecino notaba mi peste? Podría traerme problemas. Decidí caminar las tres esquinas que separan la calle principal del jarillón, aunque eran las tres y doce de la madrugada, y el lugar siempre ha sido peligroso. Nunca me importó porque crecí allí y cuando era niño el barrio era todo lo que conocía. La ansiedad me pareció excusa suficiente para seguir dañando mis pulmones, así que fui al jarillón a “meterme mi vicio" —como diría mi mamá— y ahí vi al primer gato de la noche.


Dudé mucho de mi visión. En ese instante no pude discernir si la silueta del animal adentrándose a los matorrales pertenecía a un gato. Fue una visión tan fugaz que fácilmente pudo estar solo en mi cabeza. ¿Lo estaba imaginando? La marihuana estaba buena (oh man, this is good shit) pero sabía que una alucinación era improbable. De todas formas, seguirlo era una locura. Cosas horribles han pasado a orillas del río Cauca. Pero ahí estaba yo, con un afán irracional por encontrar a Bruce.


Subí a la parte alta del dique y avancé hacia la rivera. Lo primero que pude distinguir a través de la maleza fue una hoguera cerca a la orilla y varias luces más pequeñas alrededor. Esperaba encontrar a las brujas fumando tabaco y prendiendo velas negras, igual que todos los días. ¿Y si Bruce había caído víctima de sus rituales? Pero no eran ellas quienes se sentaban alrededor de la fogata, eran los gatos. Eran sus ojos las luciérnagas de fuego que centelleaban escondidas tras la vegetación. Lo vi cuando me acerqué lo suficiente a la hoguera y todas las miradas cayeron de repente sobre mí. Me habían rodeado: evidentemente no debía estar allí.


Mis piernas se hicieron de gelatina y me dejaron anclado en mi lugar. No podía respirar. Sentía que su mirada, curiosa y penetrante, era la causa de mi parálisis. En ese punto, el camino que había recorrido parecía mucho más largo, y estaba tan temeroso por la idea de quedarme como por la de recorrerlo de vuelta a casa. Fue un alivio que apareciera Bruce. Su maullido rompió el silencio impuesto por los ojos de fuego que me observaban bajo la noche sin luna: pude respirar de nuevo. Cuando se sobó entre mis piernas entendí que no estaba en peligro, y que sólo debía volver con él a casa.


Traté de cargarlo pero me esquivó ágilmente y se adelantó por el camino de regreso. Giró su cabeza y maulló de nuevo, como ordenándome que lo siguiera. En un parpadeo ya habíamos recorrido la corta distancia que nos separaba de nuestra casa. Pensé en agarrarlo de nuevo, pero él se había parado frente a la puerta y me miraba fijamente. Estaba alerta. Sabía que me esquivaría de nuevo. No podría atraparlo si quisiera escapar, y era obvio en ese momento que no pretendía entrar. Simplemente me dirigió una mirada y un maullido antes de perderse doblando la esquina. Entré a casa, el reloj marcaba las tres treinta. No podía dormir sabiendo que seguía afuera. Decidí esperar su regreso tratando en vano de seguir mi lectura.


Poco después del amanecer, sus garritas arañaron la puerta y él entro a casa con la misma naturalidad de siempre: directo a comer de su plato. En el transcurso del día se supo que un muerto había sido hallado enterrado de cabeza junto al río. Los gatos de Calimío no volvieron a morir envenenados.

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