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LAS CERTEZAS DE UN CANGREJO

Laura Marcela Aguirre Martínez

Cali, Valle del Cauca

Estudiante de Medicina en la Universidad del Valle


Sí, a lo mejor los cangrejos piensan que los peces vuelan. Aunque…


Un cangrejo se despertó un día con más arena que de costumbre sobre su cuerpo. Supo, suponiendo que los cangrejos pueden saber algo, que era de madrugada porque los demás estaban durmiendo.


Había sido una larga noche. Los roces de patas y todo tipo de movimientos provocaban un ruido que opacaba el del oleaje y le habían impedido conciliar el sueño. Salió entonces a la superficie y pensó por un momento en qué sería de su vida si no estuviera condenado a la arena, sino al inmenso azul que se extendía mucho más allá de lo que su vista podía abarcar, que cambiaba en tonalidad pero era igualmente infinito arriba y abajo.


Se trataba del cielo y el océano, claro está, pero de esas distinciones no saben los cangrejos. No existen para ellos puntos cardinales, ni pasado, ni futuro; lo que me hace cuestionar, si es esto condición necesaria para vivir en tranquilidad y de allí que sea imposible para la especie humana, siempre tan condicionada por parámetros de espacio y tiempo.


De pronto vio un pez color verde, o tal vez amarillo, o naranja, o rojo, porque los cangrejos no saben cómo denominar los colores, que se alzaba sobre el agua por unos segundos, experimentando una torsión total de su figura, para luego regresar al mar.


Fue como una visión: recordó que había vida, muchísima vida, no solo más allá de la arena en un plano longitudinal, sino también bajo la superficie acuosa. Claro, no sé si lo recordó, dado que desconozco los mecanismos de memoria de los cangrejos.


Por razones ubicadas en un espectro desconocido entre biología y filosofía, el cangrejo se acercó a la orilla y pensó que él también podía hacerlo. Si algo podía tener era la certeza de que también él podía volar, nadar y ejecutar otro tipo de acciones denominadas con verbos; una categoría gramatical humana que en nada corresponde con el pensamiento de los crustáceos.


Se aventuró por fin a entrar en el agua, que bien podía ser océano o cielo para este explorador empírico de ambientes y superficies. Sin saber cómo, avanzó lentamente y se perdió de a poco en la profundidad azul. Ya no había roces de patas, ni rayos penetrantes de sol sobre su cuerpo; en definitiva, aquello no era arena, no era su universo. Se sentía perdido, si es que los cangrejos pueden sentir, de alguna forma, angustia existencial.


Cuenta la historia que el cangrejo vio una cantidad enorme de peces multicolor, algas, corales y otros tantos seres vivos cuya taxonomía desconocemos tanto él como yo. Reconoció que todos tenían algo en común: el movimiento. Esto, porque hacía parte de sus instintos básicos reconocer lo estático de lo móvil, pero sólo eso.


No supo si nadaban o volaban y mucho menos si aquello se trataba del cielo o del mar. No supo si se encontraba en la profundidad o en la altura y mucho menos fue consciente del azul que lo llenaba todo.


Nadar, volar, cielo, mar, profundidad, altura, consciencia, azul. Sustantivos y verbos que nada significan más allá del mundo humano, que intentan definir lo que escapa a nuestra comprensión.


Un cangrejo en lo profundo del mar no tiene mucho chance de volver a la superficie. Cuenta la historia que peces y seres marinos fueron lo último que vio aquel crustáceo que se atrevió a explorar lo desconocido.


Lo envolvió la oscuridad total. Se trataba de su muerte, pero bien podría ser un sueño. De esas sutiles diferencias, no saben los cangrejos. Al final todo y nada existe para ellos, por lo que las posibilidades son infinitas.


Sí. A lo mejor, los cangrejos piensan que los peces vuelan.




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