–Krsna Sánchez Nevárez–
Después de la última victoria el conquistador volteó la mirada a Oriente y no encontró nuevos reinos a donde dirigir sus ejércitos. A partir de ese punto el mundo se encontraba deshabitado. Carente de objetivos, el conquistador se sumió en la melancolía. Pasaba el tiempo soñando con épicas batallas hasta que tuvo una idea para burlar al destino. Convocó a habitantes de todas las regiones de su inmenso imperio. Ordenó a sus súbditos que marcharán hacia el otro extremo de las tierras desocupadas. Les dio la encomienda de ir fundando nuevos reinos a lo largo del viaje. De tal manera, el soberano quería asegurarse una sucesión interminable de conquistas. Transcurrido un plazo adecuado, partió con sus ejércitos en busca de reanudar las proezas bélicas. Encontró un nuevo reino y lo sometió a su control. Luego hizo igual con el siguiente y con otro más adelante. Avanzó rumbo al Oriente dando conquista a toda clase de reinos y territorios, cada vez más ricos y exóticos que los anteriores. Ninguna de las naciones recién creadas logró detener el progreso de sus tropas. El conquistador creyó que su campaña militar se extendería sin conocer un final. A continuación, arribó a una ciudad que era idéntica por completo a la ciudad de donde partió originalmente. Sus ansias de conquista habían terminado por agotar el repertorio de posibilidades. El conquistador sabía que no podían existir dos cosas iguales en el mundo, porque la presencia de una anularía a la otra. Por tanto, uno de los dos sitios no era real. No le pareció ilusorio el lugar en que posaba su pie. Pero tampoco consideró que lo fuera aquel de donde provenía. Así que no cabía más que una posibilidad distinta. En ese instante el conquistador y sus ejércitos se desvanecieron como trazos de niebla.
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