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LA ESPERA

–Diana Fernanda Zuñiga–



Era una madrugada fría, horas atrás había llovido. Las ramas de los árboles golpeaban suavemente las ventanas, eran la única interrupción al silencio abrumador que invadía la casa. Ahí estaba yo, observándola sentada en el sofá, esperando que él llegara. Después de algunos minutos se dirigió a la ventana, estuvo caminando por toda la sala y en varias ocasiones se detuvo frente a mí.

Hace algunos meses empezamos a tener una relación más cercana. Todas las noches hacía lo mismo que el día de hoy. Sus ojos de desplazaban de la puerta hacía mí, mientras esperaba la aparición del hombre con quien compartía parte de su vida. Después un buen tiempo tras la puerta, volvió al sofá. Me seguía mirando y en parte me intimidaba, aunque ella no lo sabía.

Años atrás, cuando era más joven, yo no representaba nada para su vida. Era una adolescente despreocupada que vivía plenamente, sin límites. Su sonrisa, esa que ahora ya no veía, deslumbraba a todas las personas cerca de ella. Aquellos ojos claros brillaban y la seguridad con la que se expresaba era lo que más me agradaba. Ahora no quedaban ni huellas de eso. Constantemente solo estaba mirándome, viéndome como corría, como seguía, y yo era consciente de que con cada uno de mis pasos le destruía más la vida.

Cuando quitó su mirada de mi rostro, sus ojos se dirigieron a la pared frente a ella. Era la pared de los recuerdos, o bueno, así le había puesto uno de sus hijos. Se llevó las manos a la boca y empezó a mordisquearse las uñas. Sus ojos empezaron a empañarse y sus hombros a sacudirse. Un movimiento imperceptible, delicado, que ya había visto muchas veces.

Cuando dejó de lastimar sus manos agarró el primer retrato que se había tomado con su familia, aquella foto donde aún era feliz. Empezó a caminar con él por toda la sala y al final se volvió a detener frente a mí, preguntándome si podía ir más despacio. A pesar de esa absurda pregunta intenté ayudarla. Hice que mis pasos resonaran más fuerte, con la misma severidad que había demostrado desde hace tanto tiempo. Sus ojos empezaron a cerrarse. Afuera, por lo que alcanzaba a ver a través de la rendija de la ventana, podía vislumbrar los primeros rayos de sol, faltaba poco. Hace unos minutos ella se había dormido en el sillón. Tal vez había pensado que contaría con un día de suerte, que él no vendría. Se equivocaba, yo lo conocía, sabía que dentro de poco esa maldita puerta se abriría.

Mientras seguía observándola el crujido de las escaleras me sobresaltó. Su hijo menor bajó por ellas. Al llegar a la sala se dirigió al sofá, sabía que su madre estaría ahí. Empezó a pasarle sus suaves manos alrededor del rostro. Aún se notaba aquel maquillaje morado alrededor de su ojo, se lo había aplicado la noche anterior, cuando habían estado jugando a los monstruos.

En la acera de la casa empezaron a escucharse pasos, me miró y corrió a encerrarse a su habitación. Se lo había prometido a su madre y nunca incumplía sus promesas. La puerta de la entrada se abrió, él entró. Me desesperé, muy pronto llegaría ese trágico momento, muy pronto aportaría mi voz a esa terrible escena. La hora había llegado. Los latidos de mi corazón retumbaron por cada pared de la planta baja. Ella se despertó. Lo primero que hizo fue volverme a observar, me imploraba con sus ojos que me detuviera, que lo congelara todo, pero ¿qué podía hacer yo? No podía detenerme, solo era un simple reloj.

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