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LA CRISIS ECONÓMICA ES CASPA EN LA CABEZA

–Danny Cano–


Los restos del sol se quiebran en las costras de la caspa, acumuladas en la crencha que cruza la mitad del cráneo. El pelo es negro y grasoso. Sus uñas hurgan el cuero cabelludo como el cerdo que hoza en el estiércol. La sangre le mana por las heridas y le escuecen debido al champú. Se siente asqueado de su piel sudorosa. En la ciudad hace calor y no tiene aire acondicionado, sólo un ventilador que brama por las noches. En el baño abre la llave y el agua gorgotea de sus codos, de la nariz le penden gotas que se renuevan cada tanto. El chorro lo baña por completo. Siente pesado el cabello. En cada hebra se adhiere la fatiga, la preocupación y la congoja. La crisis económica se asienta en su cabeza y la ducha no la remueve. Se acoda sobre sus hombros y lo encorva. Su ánimo es igual de giboso a su columna vertebral. Y la noche le sopla la conciencia. En ella está su hijo y su mujer. Por la tarde había bebido. No sabía que la sed le perseguiría, cuando se acostara por la noche, hasta los resquicios de su mente. El precio de la cerveza hubiera pagado el pasaje de la buseta que llevase a su hijo al colegio. Allí lo han regañado por llevar los zapatos raspados y las suelas carcomidas. En estos días su hijo ha tenido que ir caminando. Quiere estudiar y un betún. Por lo menos le dio para el refrigerio. Compró una gaseosa y la acompañó con dos panes que cargaba en el bolso. Su papá todos los días, por las calles del centro, lleva un bolso a la espalda repleto de medias. Las vende en las esquinas, en los parques. «¿Puede usted vender la alegría, papá?», pregunta su hijo. Ve la televisión mientras cena. Con la mano derecha sostiene el plato, recostado contra su pecho desnudo. Interrumpe la comida. Deja el plato en la mesita de al lado. Zumba una mosca en los espaguetis que habían quedado del almuerzo. La bofetada le zumba en su oreja. Sus dedos los tiene en la mano. Sus dedos están en la mejilla de su hijo, rojos, anchos y de yemas redondas. Arden como la rabia. «¡Estoy harta!», grita su esposa. Él sigue comiendo, indolente, y apenas termina se va a dormir. Ella corta los hilos restantes, detrás del nudo. Teje tiras de sandalias para un vecino que tiene empresa de calzado. Le paga por docena. Lleva dos. Su hijo hace la tarea del colegio. La mesa del comedor se encuentra en la sala, no hay una habitación en donde instalarlo aparte. Los gatos maúllan sobre el techo de zinc. Sus ojos se cansan. Los de su hijo se enrojecen por la resequedad y el agotamiento. Acuerdan levantarse ambos temprano. Se van a dormir. Ella da la espalda a su esposo, molesta por lo sucedido. Él interna las manos bajo la cobija y acaricia sus muslos flácidos. Luego las tablas rechinan. La cama se sacude. En la otra habitación, el pecho de su hijo se sacude por el llanto, y de la rabia contenida le rechinan los dientes. El esposo ha aflojado la reticencia de la esposa. Mañana será otro día. Mañana serán una esposa distinta, un esposo distinto, un hijo distinto. La semana se sucede idéntica a la anterior. La monotonía produce piquiña. La caspa pica en la cabeza y la preocupación igual.

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