Edgar Adrián Loredo Silvestre
Ciudad de México, México
Corrector de estilo en Editorial Eón
Tras esconderse por días en las instalaciones del complejo tecnológico, retomó su ambicioso propósito. Con sumo cuidado conectó los siete segmentos metálicos a las seis articulaciones. El laboratorio se hallaba vacío. Realizó una prueba más para cerciorarse de que funcionaran a la perfección los sensores de movimiento. El brazo robótico se desplazó de manera muy precisa. Con el ordenador colocado sobre el pecho podía ejecutar sus maniobras una y otra vez, sin cometer errores. Comprobó la exactitud del efector final usándolo para armar las últimas partes. Desde su consola dio la orden de erguirse; hubo de comprobar si le era posible mantener el equilibrio en una posición bípeda para luego avanzar lentamente. Lo consiguió, pero el contener (y de ser posible eliminar) cualquier reacción también formaba parte del experimento, por lo cual no pronunció ningún comentario. «¡Mis colegas me envidiarán!», pensó. Ordenó la cabina de pruebas, así ninguno de sus compañeros se percataría de sus avances. Eliminó del sistema operativo cualquier prueba de su genial prototipo y se dirigió a la cápsula donde otros androides permanecían guardados. Se colocó en medio de ellos y apagó sus sensores.
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