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EL PRINCIPITO Y SCHOPENHAUER

Actualizado: 13 feb 2020

Shannon Estefannía Casayas Duque

Bogotá, Cundinamarca

Especialista en infancia, cultura y desarrollo

de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas


No es común incluir en la misma oración o en el mismo texto al personaje del principito —del clásico infantil— y al filósofo del pesimismo Arthur Schopenhauer. Sin embargo, al profundizar en el análisis sobre los escenarios en donde la historia del viajero intergaláctico toma lugar —así como sus personajes y enseñanzas— y los postulados del pensador alemán sobre el sufrimiento como columna vertebral de la experiencia sensible, se puede encontrar una relación que termina por modificar la forma en la que el lector percibe el cuento y el verdadero propósito del hombre a lo largo de su vida que, contrario a lo que se piensa, no debería ser la búsqueda de la felicidad sino la aceptación de la tristeza como mecanismo para encontrar la verdad y liberarse de los deseos mundanos.


El cuento El Principito (1943), escrito por Antoine de Saint-Exupéry, es uno de los relatos infantiles más populares alrededor del mundo. Sus mensajes sobre la búsqueda de la felicidad, la amistad verdadera, el amor desinteresado —a veces correspondido, a veces no— y la dualidad entre la vida ideal y la realidad desencantada en la que el hombre se ve sumergido, han sido guías inagotables en las últimas décadas para aquellos que buscan esperanza en la aridez del pensamiento racional y la desilusión que deviene de las experiencias sensibles. Si bien es un cuento infantil por la forma en la que está escrito e ilustrado, se considera también un cuento dirigido a los adultos, ya que se vale de representaciones y metáforas para evidenciar los sinsentidos de la adultez y la pérdida de significado y propósito que ocurre en esta etapa de la vida.


Así, con cada uno de los personajes: la rosa, el emperador, el vanidoso, el bebedor, el negociante, el farolero, el geógrafo, la serpiente, el zorro, el guardavía y el aviador, y los diferentes escenarios en los que dichos personajes interactúan, se ofrecen enseñanzas universales donde los valores de tradición salvaguardan las experiencias sensibles —transversales a los seres humanos independientemente del tiempo y el espacio—; además recuerdan y permiten la ilusión sobre la mejoría del presente y el futuro para satisfacer sus expectativas y llenar sus vacíos emocionales.


Y es que, al crecer, el ser humano adopta las formas de observación y corrientes de pensamiento de aquellos que lo antecedieron. Estas formas de razonamiento, a medida que pasa el tiempo, son cada vez más simplistas y sirven a intereses globales particulares, lo que las hace subjetivas y en detrimento de la naturaleza humana. Es a partir de estas doctrinas que la búsqueda de la felicidad se presenta como un proyecto necesario a lo largo de la vida, aunque en verdad, es una aspiración constante, arriesgada, sustanciosa y finalmente fallida, ya que la felicidad es una conclusión momentánea que se extiende en el horizonte y que está en constante cambio y movimiento. Por lo tanto, la tarea de buscar la felicidad o procurarla trae consigo frustraciones: así como se alcanza, se pierde, lo que obliga al ser humano a entrar en un ciclo repetitivo que termina en el aburrimiento de la rutina y el fracaso.


La búsqueda de la felicidad se presenta entonces como una iniciativa que dota de propósito al hombre, quien está urgido de sentido, ya que al verse expuesto a la maquinaria económica y política de consumo reciclado, se ha perdido en el mundo y su única esperanza es volver a un estado puro —o infantil— para entender el mundo, para encontrarse a sí mismo y tener una vida significativa. De este modo se prorroga la idea de que la felicidad es la finalidad última del ser humano y que su experiencia de vida debe girar en torno a su búsqueda o construcción. Aquel que no sea feliz o se encuentre en estado de crisis es un problema o tiene un problema, porque se encuentra vacío, porque no tiene una determinación y por lo tanto, carece de una finalidad.


En el cuento El Principito, la redención y la felicidad son posibles porque hay anhelos y sueños que se vuelven los motores para que el hombre alcance imposibles y encuentre un estado de bienestar. Sin embargo, al reflexionar sobre el porqué el personaje principal decide abandonar su hogar y recorrer otros mundos, el lector debe detenerse y analizar el contexto en el que el pequeño príncipe desiste de su amada rosa y escapa. Es por el desamor, la desilusión, el rechazo y abuso constante que el principito decide abandonar aquello que ama. Lo que por un tiempo lo hizo feliz terminó por decepcionarlo, razón por la cual él decide emprender la búsqueda de una nueva fuente de felicidad que subsecuentemente lo llenará y luego lo dejará con un vacío emocional igual o mayor.




De este modo, hay un ciclo repetitivo en donde el estado permanente es el dolor, la decepción, el sufrimiento. Es el encuentro momentáneo de la felicidad y su sucesiva pérdida lo que condena al hombre a una vida de tristeza. El principito, al vivir en un estado de negación respecto a los dolores que implica la soledad en su planeta, las acciones repetitivas y las demandas de la rosa obstinada, solo busca esconder y reemplazar el dolor que causan dichas adversidades con cualquier otro sentimiento. Es por esto que el personaje se embarca en una aventura y, en cada planeta que visita, incluida la Tierra, encuentra que los otros personajes están en sus propios ciclos repetitivos debido a sus necesidades, porque éstas los obligan a someterse a la rutina para poder satisfacerlas. Por lo tanto, desear implica inevitablemente frustración y dolor porque la voluntad no puede ser satisfecha, y al querer hacerlo, se vive en un estado de intranquilidad permanente que termina por consumir el espíritu.

Es aquí donde el pensamiento filosófico de Schopenhauer entra a disipar las falsas premisas sobre la felicidad y ofrece su conocimiento sobre los dolores del mundo para encontrar el equilibrio y la verdad. Si bien el filósofo alemán es considerado como el padre del pesimismo, por opiniones que se popularizaron debido a los temas que abordó en sus tratados y libros, Schopenhauer dejó de lado el tema de los ideales y los mundos racionales, y se inmiscuyó en temáticas más incómodas para los optimistas, donde el desamparo y el fracaso se vuelven guías para encontrar el propósito de la vida.



De este modo, Schopenhauer afirma que la voluntad del hombre, representada en cualquier emoción positiva para el mundo —que para el filósofo son en realidad negativas— antecede cualquier pensamiento racional y exige ser satisfecha, haciendo eventualmente que la sensibilidad a los placeres disminuya y la sensibilidad al dolor aumente, dejando al ser humano expuesto irremediablemente a la turbación cuando se acabe el estado de bienestar. Por tanto, cuando renuncia a la felicidad como finalidad, y a la ilusión de una vida y un mundo mejor, es cuando puede liberarse de la opresión de la voluntad y experimentar el mundo libremente, sin filtros fantasiosos, preparado para afrontar cualquier dolor posible.


Es así como se puede concluir que el mundo es un lugar formado por el dolor, en donde las desgracias están listas para encontrar al ser humano. Por lo tanto —en oposición a las primicias optimistas sobre la felicidad como objetivo universal que se ofrecen en el cuento infantil El Principito—, el sufrimiento es el estado natural del hombre y hace parte de su realidad, mientras que el gozo es esporádico; por lo que se vive una vida más satisfactoria aceptando este hecho y encontrando alegría en las desventuras que ofrece la cotidianidad. Además, si el hombre está dispuesto a renunciar a la voluntad ignorante, aquella que solo busca satisfacer más no tiene conocimiento del origen de las necesidades, éste tiene una remota posibilidad de entenderse y entender el mundo que lo rodea, reconociendo que si bien lo negativo hace parte de la vida, es mejor tener una visión pesimista al respecto y no una ilusión que traerá consigo desilusión.

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