Edgar Adrián Loredo Silvestre
Ciudad de México, México
Corrector de estilo en Editorial Eón
Ajustaron con fuerza la mortaja y le cubrieron la boca. Improvisaron un féretro con algunas tablas sustraídas de otras tumbas; con descuido las unieron con herrumbrosos clavos. Dentro de la fosa dejaron caer el ataúd sin tapa; el golpe contra la tierra lo desajustó, pero el cuerpo malherido se mantuvo en su harapiento envoltorio. El fulgor de la luna les sirvió para guiarse en su propósito. No necesitaron linternas para iluminar alrededor: a oscuras habían actuado antes y sabían qué hacer. Alguien robó una cruz de metal grabada con el nombre de una mujer muerta hacía setenta y dos años y la colocó en el extremo de la fosa: de este modo nadie se atrevería a profanarla para cerciorarse de quién yacía ahí.
Con las manos y pies lanzaron tierra encima; torpemente consiguieron cubrir el hueco tras casi una hora. Aún con vida, el celador quedó acorralado por la oscuridad; su agonía duró hasta que el oxígeno le faltó por completo. Tras conseguir sepultarlo en la madrugada, sin que nadie se diera cuenta, los muertos vivientes regresaron a sus aposentos, donde permanecerían hasta tener una nueva oportunidad para cometer sus atroces jugarretas y poblar el cementerio con cientos de incautos.
Comments